El documental que acaba de estrenar Netflix sobre la diseñadora nos cuenta cómo ha intentado rociar con agua bendita a varios miembros de su familia
Hubo notable jolgorio cuando supimos que Tamara Falcó lleva un vaporizador de agua bendita en el bolso. Yo tengo el mío en la encimera de la cocina, entre las vitaminas para fortalecer el pelo, un taco de papeles para hacer listas de cosas y la cafetera. El documental que acaba de estrenar Netflix sobre Falcó nos cuenta cómo ha intentado rociar con esa agua a varios miembros de su familia. También la reprimenda de su madre por las consecuencias que tan noble acto puede tener en su peinado. En mi bote hay dos pegatinas muy pequeñas: una con la imagen del Sagrado Corazón y otra que pone «solo para uso personal», así que la cosa, para tranquilidad de los míos, queda para consumo propio.
En el catolicismo también hay clases sociales. Las noticias de estos días nos cuentan que la Marquesa de Griñón ha viajado a Bosnia, donde ha ido a peregrinar para ver y rezar a la Virgen de Medjugorje. Es muy sencilla Tamara, nos dicen, y acude a este bonito país con una austeridad digna de elogio. El pack le cuesta 450 euros y no incluye el avión, pero duerme en hoteles de cuatro estrellas en los que quizá comparta habitación con otra persona a la que poder bendecir con su vaporizador de agua.
Yo he peregrinado en varias ocasiones y uno de mis mayores lujos fue comerme una ración de pulpo con el dinero que me dieron mis padres. He estado varios días sin ducharme y me he acostado sobre suelos por los que hacía bastante tiempo que no pasaba la mopa. Pero no pasa nada, me digo a mí misma, porque he comulgado en las catacumbas de Roma. Porque como dice mi amiga Paloma Rando, todos somos el pijo de alguien.
Las pandillas de católicos premium las ha habido siempre. Yo he merodeado algunas de ellas. Siempre por fuera, porque para entrar en una de ellas pesa más la endogamia que la fe. Ahora, gracias a las redes sociales y a los documentales de Netflix, sabemos un montón de cosas sobre estos jóvenes acomodados para los que peregrinar es el nuevo tardeo. Patricia Izquierdo, de Vanitatis, me ha confirmado algunos nombres y me ha descubierto otros. Las hermanas Finat, las Pombo y sus respectivos maromos, Tomás Páramo y María G. de Jaime. Si no sabe quiénes son, merece la pena descubrirlos.
Son grupos en los que la ortodoxia es un poco líquida. Tienen muchos un pasado de meneos, entre ellos, el Melrose Place de este siglo. Han yacido unos con otras porque en muchos de esos casos poco más tienen que hacer. Han ido a retiros espirituales como a los que va Tamara Falcó en el cuarto episodio de la serie, a un cortijo fabuloso en Cazalla de la Sierra (Sevilla) donde les recibe un guaperas a caballo que les tiene preparada una merienda porque los pijos son muy de esa franja horaria.
En un momento de complicidad cuentan qué tomarían en su última cena. La hija de Isabel Preysler apuesta por la tortilla de patata y los filetes empanados. Yo prefiero un jamón de jabugo de esos que se te quedan pegados al paladar. Cuando juegan a ser como el resto, los pijos son insoportables. Como cuando Ágatha Ruiz de la Prada dijo una vez que echaba de menos Parla. Muerte al antropólogo de palo.
Los capillitas vip —no se me ofendan, todos somos hijos de Dios— siempre se rodean de guapos como ellos. Es guapo hasta el sacerdote que les ríe las gracias, les casa y les pasa por alto algún desliz en forma de hijo nacido con anterioridad. A veces les gusta acompañarse de una nota discordante, el amigo o amiga poco agraciado, pero muy, muy, muy gracioso que suele estar encantado de que le acojan en semejante compañía.
A veces me pregunto qué les exige su fe a todos estos. A veces añado cómo no vas a dar gracias a Dios si has nacido siendo Jennifer Lopez. Falcó dice cosas muy parecidas a las de algunos influencers patrios a los que la fe les llama con la misma fuerza que los patrocinios. «A Dios le descubro en la naturaleza, en el silencio», por ejemplo. También afirma verdades como puños, como cuando afirma: «No hay nada como el ruido de la lumbre y de la naturaleza. Mis experiencias más bonitas con Dios las he tenido en el campo». «A ti te ponía yo a espigar», diría cualquiera de mis progenitores.
También somos el peregrino de alguien. Este finde semana han llegado 12.000 jóvenes católicos a las calles de Santiago de Compostela. Somos gente ruidosa y molesta como cualquiera. Y ahora, que ya estoy más cerca de los 50 que de cualquier otra edad, reconozco lo irritante que resulta sentir que la vida te pesa mientras decenas de muchachos te rodean cantando canciones y mostrando una alegría desmedidísima que se desinflará en cuanto vuelvan a casa. He sido una de ellas, más cargante que ninguna, gritando en Roma, en París y en Loreto: «Juan Pablo II, te quiere todo el mundo». Solo que a mí me costó mucho menos que a Tamara. Y me lo pagaron mis padres. Todos somos el pijo de alguien. Y qué fácil es creer cuando sabes que siempre caerás en blando, como el colchón de un hotel de cuatro estrellas.
Hubo notable jolgorio cuando supimos que Tamara Falcó lleva un vaporizador de agua bendita en el bolso. Yo tengo el mío en la encimera de la cocina, entre las vitaminas para fortalecer el pelo, un taco de papeles para hacer listas de cosas y la cafetera. El documental que acaba de estrenar Netflix sobre Falcó nos cuenta cómo ha intentado rociar con esa agua a varios miembros de su familia. También la reprimenda de su madre por las consecuencias que tan noble acto puede tener en su peinado. En mi bote hay dos pegatinas muy pequeñas: una con la imagen del Sagrado Corazón y otra que pone «solo para uso personal», así que la cosa, para tranquilidad de los míos, queda para consumo propio.