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Cuando se habla de “uniones civiles”, las palabras “naturaleza” y “natural” se usan muy a menudo de manera inapropiada. Hace unos días, Giorgia Meloni, presidenta del partido de extrema derecha italiano Hermanos de Italia, enardeció en Andalucía a los militantes de Vox al defender, con el tono de voz arrogante de quien cree estar en posesión de la verdad absoluta, la idea de la llamada “familia natural”: una familia solo puede considerarse tal cuando es capaz de garantizar la reproducción (padre, madre, hijo/s). Todos los demás tipos de familias son “antinaturales”, como las formadas por una pareja de dos hombres o dos mujeres (¿y por qué, para ser coherentes, no incluimos en esta categoría a las parejas heterosexuales estériles?). En otras palabras: la idea de familia no existe a menos que consienta la perpetuación de la especie. En resumen, la naturaleza se convierte en garante de la legitimidad de esta particular concepción de los lazos familiares.
Sin embargo, no es aceptable argumentar que lo natural debe considerarse bueno y lo que no lo es, malo: la mayoría de los medicamentos, por ejemplo, no son naturales, y tampoco lo son el bisturí de un cirujano o un electrocardiógrafo, mientras que los virus y las bacterias son de lo más natural. Pero si realmente queremos discutir, al menos tratemos de hablar sobre la naturaleza por lo que realmente es.
Por ejemplo, la observación de las demás especies nos enseña que muchas veces corresponde al macho más fuerte fecundar a las hembras de la manada y que los cachorros enfermos deben ser abandonados a su suerte. Y en la naturaleza, los cachorros suelen ser frágiles y sufren. Por no hablar de los ancianos del grupo, débiles y enfermos, que con frecuencia están condenados a la soledad. También esto es “natural”. No está claro por qué un modelo de “familia natural” no debería tener en cuenta también estas implicaciones, que son igualmente naturales.
A esta concepción “salvaje” de la “familia natural” se contrapone una concepción humana, fruto de siglos de civilización: la familia se crea a través de un vínculo en el que dos seres humanos expresan su amor mutuo. No un parámetro puramente animal, sino una dimensión fundada exclusivamente en un nivel afectivo. Dentro de este horizonte, cualquier tipo de pareja (hetero u homo, con o sin hijos) puede ser reconocida como unidad familiar.
En el debate sobre las uniones civiles, la postura ferina destaca por su singular dogmatismo. Sin posibilidad de tener hijos, no hay familia. Sin embargo, en el lado opuesto surge una idea abierta e integradora: la familia es todo aquello que contempla uniones determinadas por el amor (por lo tanto, incluso las formadas por parejas heterosexuales).
Lo mismo ocurre con el uso inapropiado de la expresión “contra natura”. Apelamos a la naturaleza para atribuirle nuestras costumbres. Considerar “contra natura” a dos personas del mismo sexo que se aman es lo más “antinatural” que se puede decir. Ya Michel de Montaigne nos recordaba que muchas veces invocamos a la “naturaleza” para hablar de nuestras costumbres: “Las leyes de la conciencia, que decimos nacer de la naturaleza, nacen de la costumbre. Dado que cada cual venera en su interior las opiniones y las conductas que se aprueban y admiten a su alrededor, no puede desprenderse de ellas sin remordimiento, ni aplicarse a ellas sin aplauso […] Los pueblos criados en la libertad y acostumbrados a mandarse a sí mismos consideran monstruosa y contranatural cualquier otra forma de gobierno. Los que están habituados a la monarquía hacen lo mismo”.
Por eso siempre debemos desconfiar cuando se habla de “naturaleza”. Y especialmente cuando se utiliza para dar a nuestras ideas una apariencia de objetividad. Por más que les pese a Giorgia Meloni y a los militantes de Vox, se trata de posiciones instrumentales muy fáciles de desenmascarar. Pensemos en el apoyo expresado por los obispos italianos a los “días de la familia” organizados estos últimos años: es curioso que la invocación a la naturaleza proceda precisamente de algunos órganos poderosos de la Iglesia. Durante siglos las jerarquías eclesiásticas, a menudo condenando a la hoguera o a la abjuración a filósofos y científicos tachados de “herejes”, han opuesto los libros sagrados al estudio de la naturaleza: han utilizado la teología para desmentir a la ciencia (como al rechazar la teoría copernicana o en la inexplicable resistencia a la investigación con células madre). Galileo escribió que el Espíritu Santo puede enseñarnos “cómo se va al cielo” y no “cómo va [se mueve] el cielo”. Hoy se comete el mismo error, al hacer pasar los principios morales por principios naturales.
El enfrentamiento sobre las uniones civiles revela sobre todo el choque entre concepciones diametralmente opuestas de la convivencia: la dogmática (que quiere imponer su propio modelo a los demás) y la abierta (que reconoce una pluralidad de modelos, en los que diferentes individuos pueden expresar sus elecciones). Las consecuencias están a la vista de todos: mientras que los dogmáticos excluyen a los que no se adaptan a su modelo único, los defensores del modelo abierto proponen una sociedad inclusiva en la que incluso los dogmáticos pueden vivir en coherencia con sus principios morales y religiosos.
Nuccio Ordine es filósofo, autor de La utilidad de lo inútil (Acantilado).