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RECOMENDADO: El velo opresor · por Cristina Prieto

Parece haber un consenso generalizado en condenar algunas prácticas que limitan las libertades de las mujeres o incluyen la mutilación de sus cuerpos. La gran mayoría de la ciudadanía española se echa las manos a la cabeza cuando se escuchan los testimonios de las jóvenes sometidas a la ablación del clítoris –en sus diferentes variantes- practicadas en algunos países africanos, asiáticos y ciertas regiones latinoamericanas o les empieza a entrar cierta asfixia al ver los burkas con los que tienen que cubrirse las afganas.

Al leer las informaciones publicadas sobre este doble crimen, llama la atención cómo el padre de las jóvenes se lamenta, por igual, de la muerte de sus hijas y el encarcelamiento de sus hijos. Obviamente, no es lo mismo ni pueden equipararse las situaciones de víctimas y victimarios

El pasado 24 de mayo, algunos medios de comunicación se hicieron eco del crimen de honor cometido contra dos jóvenes pakistaníes, residentes en Tarrasa (Barcelona), a las que sus propios hermanos junto a otros familiares asesinaron por no aceptar las condiciones impuestas para sus matrimonios de conveniencia. Engañadas –según parece- viajaron desde España a Pakistán para caer en una trampa mortal. Al leer las informaciones publicadas sobre este doble crimen, llama la atención cómo el padre de las jóvenes se lamenta, por igual, de la muerte de sus hijas y el encarcelamiento de sus hijos. Obviamente, no es lo mismo ni pueden equipararse las situaciones de víctimas y victimarios.

Los crímenes de honor y la mutilación genital femenina son dos prácticas que horrorizan por igual y lo del burka parece ser sólo una cuestión de metros de tela. No es extraño ver en los centros escolares, por las calles de nuestras ciudades o en las aulas universitarias jóvenes con las cabezas cubiertas por pañuelos que denotan su credo. Y sobre esta indumentaria nadie parece percatarse de que, una vez más, la condición de mujer estigmatiza. Muy al contrario, se defiende como diversidad o cultura que, casualmente, vuelve a manifestarse en los cuerpos de las mujeres.No hay cultura ni diversidad para justificar lo inhumano ni indumentarias que aseguren la dignidad ni el honor. En estos días en los que estamos sufriendo unas  temperaturas  que no parecen dar tregua a los termómetros, las mujeres obligadas por interpretaciones religiosas realizadas siempre por los hombres, continúan tapadas de la cabeza a los pies como si vivieran en un invierno permanente. Hace cinco años, la iraní Masih Alinejad impulsó el día sin velo y, desde entonces, cada 10 de julio, mujeres de países islámicos en todo el mundo desafían la obligatoriedad del velo y descubren sus cabezas como un símbolo de rebeldía con el que quieren reivindicar su libertad. Desde hace una semana, las redes sociales han difundido vídeos llenos de vida de jóvenes iraníes descubriendo sus hermosas melenas y lanzando sus pañuelos al viento mientras caminaban por las calles y también algunos en los que eran increpadas por su acción. La valentía de estas mujeres es admirable.

Y mientras algunas arriesgan su propia integridad, la izquierda posmoderna en España, la que todo lo cubre con la diversidad, prefiere obviar el significado de los velos y parece haberse apuntado al carro del respeto a las identidades y las culturas al defender un feminismo islámico inexistente porque niega la opresión de las mujeres. Al mismo tiempo que se muestra muy crítica con la fe católica y otras religiones, curiosamente se manifiesta muy complaciente con el Islam. El pasado mes de noviembre, Yolanda Díaz, se fotografiaba junto a Mónica Oltra, Ada Colau, Mónica García y Fátima Hamed Hossain en Valencia como representantes de lo que acordaron llamar ‘otras políticas’. Por supuesto, Hamed aparecía con su cabeza cubierta para reivindicar lo que ahora se quiere presentar como interculturalidad.  Todas aseguraron, en aquel encuentro, trabajar por la democracia y la educación, dos términos incompatibles con la indumentaria de Hamed que estigmatiza a las mujeres y niñas y las obliga a tapar sus cuerpos con un símbolo patriarcal como un pañuelo.

Aún recuerdo a una joven libia, compañera de mis cursos de doctorado, que un día se empeñó en mostrarme su pelo. Fuimos a los baños de las mujeres en la Facultad de Letras, se quitó el pañuelo y me mostró con orgullo su larga melena negra. Mientras me comentaba que ella prefería no cubrir su pelo pero se veía obligada por su marido, la puerta del servicio se abrió y apareció un estudiante despistado que se había equivocado de baño. Aún recuerdo el pánico de mi compañera porque un hombre que no era su esposo había visto su pelo y por más que intenté restar importancia al incidente, las lágrimas no dejaban de correr por sus mejillas ante el pánico de que su marido se enterara. Esto es el patriarcado.

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