En el creativo despertar de la España de la década de los ochenta, La bola de cristal irrumpió creyendo que para avanzar hacia una sociedad mejor era indispensable motivar un espectador con espíritu crítico. El programa desaprendía tópicos de los espacios infantiles y trataba tanto a niños, adolescentes y adultos por igual, intentando abrir debate en su público potencial con la inteligencia que merecía. Fuera niño. O no. Lolo Rico, el alma del formato, pensó La bola como un magacín para unir a toda la familia frente al televisor. Como una gran tarta con muchos sabores en la que podías comer una porción más pequeña o degustar una más grande, dependiendo como fuera el apetito de tu curiosidad.
Así, de repente, La bola de cristal ponía la pantalla borrosa durante quince segundos e invitaba a apagar la tele si el televidente no había imaginado nada. También animaba a leer para no ser parte de un rebaño de ovejas y, no menos importante, huía de culpabilizar a los alumnos que se sentaban en el pupitre de atrás y que se sentían incomprendidos por no ser los mejores de la clase. Alaska cantaba una canción que les representaba. «No estoy hecho para estudiar. Ni tampoco para trabajar. ¡Lo que a mí me gusta en realidad. Es, es, es, es vagabundear!», decía un himno a contracorriente de los buenos modales que predicaba Barrio Sésamo.
Las canciones de La bola, como todo el programa, eran un juego con la cultura que no se conforma con el pensamiento predominante. Y se cuestiona la realidad. Hasta el verano era presentado como Vacaciones infernales. De nuevo, Alaska cantando a todos los agobios de los meses de julio y agosto en un videoclip ilustrado con imágenes de atascos, contaminación, suciedad y saturación. La bola hacía hincapié en el lado depredador del turista.
En estos días de asfixiante ola de calor, revisionar aquel videoclip de Alaska y sus Vacaciones infernales es un choque con una sociedad que quizá no ha cambiado tanto como creemos. «Y te alquilas un coche, que no se te ocurra hacer auto-stop, y o te compras botella en la discoteca o no bebes alcohol, que la gente es muy fina e igual te margina si no vas en top, ¡Alehop!», decía parte de la letra.
Vacaciones infernales, con Alaska abrigada de invierno, es un canto a que no te arrastre la corriente. Han pasado casi cuatro décadas de aquel programa que con el ingenio de la mirada infantil nos enseñó que no siempre ganan los buenos. Vaya osadía.
Cualquier tiempo pasado no fue mejor, pero en los últimos años y ante el boom tecnológico y la veloz implantación de las redes sociales, da la sensación de que empieza a quedar muy lejos aquel espíritu de La bola de cristal que centraba más el estímulo en la creatividad que en el espectáculo del morbo de la indignación, en el que es tan humano caer y desde el que es tan fácil ser manipulado. Lo vemos estos días con las agresivas corrientes de ofensa que se construyen en Twitter, donde se grita más la conspiración que uno quiere creer que se debate sobre la profundidad del problema real. También sucede con la insistencia de lograr la validación gracias a ostentosas fotos de vacaciones en Instagram. Si no estás con una sonrisa gigante en una playa paradisiaca, te frustrarás. Nadie nos ha dado instrucciones de uso de la viralidad, que consumimos con tal velocidad que no tenemos tiempo para pararnos 15 segundos a imaginar.