Cuando una moral determinada se impone jurídicamente, los conceptos de delito y pecado se confunden
La sentencia del Tribunal Supremo de los EEUU sobre el aborto ha resucitado el viejo debate entre moral religiosa y ley. En la América de las libertades, la derecha cristiana desea imponer al conjunto de la ciudadanía estadounidense su visión del mundo. Pretensión inadmisible en una sociedad libre. Separar los conceptos de delito y pecado significó uno de los mayores avances a favor de la libertad individual. A partir de ahí, casi todo delito será a su vez pecado, pero no todos los pecados habrán de engrosar las leyes penales. Se puede pecar de pensamiento, palabra, obra y omisión. En cambio, las ideas no delinquen y no existe el delito de pensamiento; el de palabra es excepción, pues la libertad de expresión nos protege y solo en ocasiones muy concretas lo será la omisión, quedando el delito limitado a las acciones típicas, antijurídicas, culpables y punibles, como recoge su definición clásica.
Cuando una moral determinada -sea la cristiana o cualquier otra- se impone jurídicamente, los conceptos de delito y pecado se confunden. Durante siglos, el adulterio o la blasfemia conllevaron pena de cárcel. Que la infidelidad, para quienes viven una fe determinada, vulnere un sacramento no es óbice para entender que en una sociedad libre donde el matrimonio es un acuerdo de convivencia con repercusiones jurídicas y económicas entre dos adultos, tal pecado no será más que una causa justificada de rescisión contractual. Y la blasfemia, aunque nos disguste profundamente, estará siempre protegida por la libertad de expresión y así deberá combatirse. Más con la palabra que con el Código Penal.
Una sociedad libre ha de admitir que los principios morales sobre los que se basa la convivencia entre sus miembros, han de ser amplios y no restringirse a los de una religión concreta. Ni siquiera, si la inmensa mayoría de los ciudadanos compartiera dicha fe, ya que les impediría abandonarla en ejercicio voluntario de su libre albedrío. Todas las concepciones éticas tienen derecho a influir en la sociedad, a vivirse públicamente y a propagarse, pero solo mediante el convencimiento. Nunca por imposición legal, aunque fuera la fe de todos. Pues, como escribió John Stuart Mill: «Si todos los hombres menos uno, fueran de la misma opinión y solo uno tuviera la opinión contraria, toda la Humanidad no tendría más derecho a callarle del que tendría el disidente para callar a la Humanidad».