Esta semana, los psiquiatras examinan el caso Abdeslam
Capítulo 30
Me arrepiento de haber tachado de cabeza de chorlito a Salah Abdeslam en una crónica anterior. En primer lugar, no se insulta a un hombre desarmado. Además, antes de dejar que se expresara mi exasperación, habría hecho mejor aguardando el informe del doctor Zagury, uno de los psiquiatras que han examinado a los acusados y que han venido a hablarnos de ellos durante tres días. La misión de estos psiquiatras es ante todo decir si son penalmente responsables y la respuesta es que sí, que todos lo son, ninguno está loco. La mayoría se han conformado con esto, con mayor o menor jerga y convicción. Pero Zagury y su colega Ballivet, que se han ocupado de Abdeslam, han ido más lejos.
Daniel Zagury es un coloso con un tupido bigote blanco, una experiencia inmensa y, en todo lo que dice, un temblor de incertidumbre que es exactamente lo que necesitábamos en este momento del juicio. Lo primero que explica es que su peritaje, el de él y el de Ballivet, es endeble porque Adbeslam se ha negado a verles a lo largo de los seis años de instrucción. También se negaba a hablarle al juez, estaba aislado, le trasladaban de un lugar a otro con los ojos vendados y en abril de 2017 sufrió un episodio delirante: alucinaciones auditivas, miedo a que le envenenasen los carceleros, obsesión de pegamento, de cola en las paredes de la celda, pegamento en la piel y en su ropa, pegamento por todas partes. No aceptó el peritaje hasta noviembre de 2021, cuando el juicio ya había empezado.
Se mostró educado, preciso, dominando su palabra y sus emociones. Dijo claramente por qué había aceptado y lo que esperaba del informe de los psiquiatras: que le mostrasen a una luz más humana. Nosotros también, a lo largo del juicio, le escuchamos quejarse de que le presentaran como un monstruo y no como el hombre normal que era. Por otro lado, desde el primer día no se mostró en absoluto como ese hombre normal, atrapado en algo terrible y más grande que él, sino como un fanático saturado de irreductibles certezas religiosas y políticas. Cuando le preguntaron su profesión respondió: “Combatiente del Estado Islámico”, y al día siguiente tomó la palabra para justificar los atentados como una réplica legítima contra las agresiones de Francia a los musulmanes. No paró de recitar este catecismo que comparte con los acusados más radicales del juicio, Osama Krayem o Sofien Ayari, salvo en que estos dos últimos son más consecuentes: después de decir que no reconocían otra ley que la de Alá y no la autoridad de los infieles, ejercieron su derecho al silencio y no se retractaron. Mientras que Abdeslam…
Contábamos con que no hablaría, pero habló y visiblemente disfrutó hablando. Comprendió que estábamos absortos en su palabra, que el interés del juicio dependía en parte de ella, y se puso a jugar con lenguaje, se callaba si las preguntas no le convenían, repartía buenas y malas notas entre los abogados, adulaba y amenazaba —“a veces hablo y a veces no hablo”—, para acabar anunciando solemnemente que iba a decir la verdad, toda la verdad, y que la verdad es que había desistido de explosionar su cinturón de explosivos por humanidad y que pedía perdón a las víctimas. Muchos, y yo entre ellos, únicamente vimos incoherencia, capricho y hasta manipulación en estos cambios incesantes de registro. Cuando un abogado de la parte civil intenta obligarle a decir esto, Zagury mueve la cabeza y abre los brazos con un gesto de impotencia: no es que sea totalmente falso, pero tampoco que sea totalmente cierto, es más, él no cree demasiado que las cosas puedan ser totalmente verdaderas o falsas.
Lo que sí puede decir es que ha examinado a muchos radicalizados y que, exceptuando a un pequeño porcentaje de sociópatas, son personas sinceras, que no se han visto inducidas hacia las matanzas por insensibilidad, sino al contrario, porque son receptivas a los sufrimientos de los musulmanes en el mundo, especialmente en Siria. Zagury recuerda que el mal se perpetra rara vez en nombre del mal, sino casi siempre en nombre del bien, y qué gran protección psíquica, qué consuelo narcisista ofrece a una personalidad débil adherirse a un sistema de creencias sin fisuras como el fanatismo político-religioso; en este sentido el islamismo es lo mejor que hay a su alcance. Mientras estés ahí dentro no corres ningún riesgo. Ni siquiera morir es grave, un mal momento corto que hay que pasar y tras el cual se le abren al mártir las puertas del paraíso. Zagury insiste en esto de lo que yo no era consciente: los futuros mártires creen en el paraíso a machamartillo. En todas sus entrevistas con detenidos radicalizados les pide que lo describan y son siempre praderas verdes, arroyos rumorosos, árboles cargados de frutos, huríes tiernas y voluptuosas, e instantáneamente te encuentras allí.
Ya fuera por miedo, por compasión o por una mezcla de ambas cosas, Abdeslam no se explosionó. No estuvo a la altura. Las puertas del paraíso volvieron a cerrarse. Tenía que hacer algo que nosotros calificamos de inhumano, que los doctrinarios del yihadismo califican, por su parte, de sobrehumano, y él se siente humano, demasiado humano, quizá incluso infrahumano, y en todo caso no lo bastante valiente para asumir el papel peligroso de desertor. En consecuencia, se ve forzado a contar algo más o menos aceptable a sus camaradas, que son también sus superiores. Tuvo que mentir, embrollarse en mentiras, y esto vale asimismo para su doble y vasallo, Mohamed Abrini. Desde el 14 de noviembre y hasta hora, oscila entre estas dos representaciones de sí mismo: el heroico combatiente que ha tenido una mala racha y el pobre diablo extraviado de Molenbeek que en un momento dado ha seguido el rumbo equivocado. Le vemos en el banquillo pasar de un papel a otro, en una oscilación que nos exaspera, pero que debe de ser agotadora y hasta atroz para él. No sabe qué rostro mostrar, no sabe quién es. Añádase a esto que se siente la estrella de este juicio gigantesco, como diagnostica un amigo abogado: “Sin duda le hacen ponerse un sombrero demasiado grande para él, pero como se le ha hinchado la cabeza…”.
Ahora, preguntamos a Zagury, ¿qué cabe esperar? Una vez formuladas a lo largo del juicio todas estas sinceridades sucesivas, fluctuantes, ¿cómo evolucionará Abdeslam después del veredicto y sea cual sea el veredicto? ¿Es reinsertable? Nuevo suspiro de Zagury: no lo sabemos, no se puede saber, nunca se sabe mientras alguien está vivo. Aun así, se ve que existe un conflicto. La elección de la que dispone es seguir dentro de la coraza de soldado de Dios, y en cierto modo no correr ningún peligro, o bien volver a ser el pobre chico de Molenbeek. O bien reniega del sistema totalitario en que está encerrado o bien reniega de sí mismo. O bien decide endurecerse aún más o corre el riesgo de la duda y la apertura. Se nota que tiene ganas de abrirse, por eso ha aceptado el peritaje durante el juicio, pero percibe también el riesgo de un derrumbamiento narcisista, una depresión masiva si agrieta la coraza. El hecho de que sea consciente de este conflicto es ya un progreso enorme. Se mueve algo que Zagury y Ballivet quizá hayan visto mejor en dos horas y medio de entrevista que nosotros, al menos yo, en siete meses de juicio.
En esta sucesión de posturas contradictorias vemos a un hombre evolucionar y buscarse a sí mismo, y Dios sabe que los expertos son a menudo poco expertos, pero está bien que haya habido dos para recordar al tribunal esta gran verdad —no el punto fuerte de la justicia— que es la ambivalencia. Hasta el final de este largo y apasionante informe pericial, ha habido abogados que han hecho las preguntas que habían preparado antes de venir y que ya no habrían hecho si hubieran escuchado: pero bueno, doctor, ilumínenos. ¿Abdeslam es esto? ¿Abdeslam es lo otro? Y Zagury encoge la anchura de sus hombros y responde, con un cansancio afable: “¿Qué quieren que les diga? Las dos cosas… Como se dice hoy en la vida política: al mismo tiempo”.