*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.
«La diferencia entre creyentes y pensantes es que los primeros han bloqueado su capacidad de cambiar de ideas, que es imprescindible para pensar e incompatible con el creer»
Lo que caracteriza un buen diálogo es que consigue dejar abiertas más cuestiones de las que cierra. Eso fue lo que ocurrió en la inauguración del ciclo ‘Cultura abierta / Cancelación’, organizado por la Cátedra Vargas Llosa con la colaboración de THE OBJECTIVE. Los cuatro ponentes hicieron comparaciones que, en contra de lo que dice el tópico, no resultaron odiosas sino más bien luminosas para ayudarnos a penetrar en tema tan tenebroso. Pero lo que quedó por decir (la esencia común a los distintos ejemplos) podría ser todavía más importante para acabar de comprender —y ponernos en condiciones de empezar a combatir— una de las grandes amenazas que crecen con un vigor políticamente correcto entre los virtuosos miembros del actual movimiento neopuritano.
Mario Vargas Llosa planteó la cancelación como un ataque a la democracia, por expulsar de todo diálogo a quienes discrepen de la nueva verdad establecida como absoluta e indiscutible por la Nueva Religión Políticamente Correcta. (Entre los expulsados estarían los allí presentes, como todo el que no renuncie al pensamiento libre). Puso como ejemplo la Universidad de Chicago, que pese a su tradición liberal ha llegado a «cancelar» la invitación enviada a prestigiosos intelectuales independientes y después a nombrar como responsable de seleccionar futuros invitados a un joven «cancelador» para garantizar que no se produzcan más invitaciones incorrectas.
Paula Quinteros, la CEO de The Objective Media, se refirió a los métodos mucho más drásticos que hoy se utilizan en Venezuela para cancelar cualquier voz hostil o incluso disidente frente al Régimen. Fernando Savater, evocando la Carta al General Franco de Arrabal, recordó los nombres de grandes ilustrados españoles cuyas figuras y obras estaba prohibido estudiar en los colegios de franquismo. Y Ramiro Villapadierna, director de la Cátedra Vargas Llosa, apuntó la comparación con la censura y represión que se practicaba en los regímenes comunistas europeos que él tuvo ocasión de conocer a fondo.
Cada uno de esos ejemplos surgió independientemente y en distintos momentos del diálogo, pero, aunque no fuera de forma intencionada, el conjunto abre la gran cuestión de lo que todos ellos tienen en común entre sí, lo que, dejando aparte sus notables diferencias, nos daría el núcleo esencial de estas nuevas actitudes inquisitoriales. Sus formas en este momento suelen ser más suaves que en el pasado, pero todo espíritu cancelador, aunque se limite a negar la palabra a Steven Pinker, lleva en sí mismo el germen de aquel nacionalismo radical que —también lo señaló Vargas Llosa— hace pocos años pretendía cancelar a Savater con un tiro en la cabeza.
No todo creyente se convierte en un fanático ni todo fanático acaba como terrorista. Pero todo terrorista ha pasado por el fanatismo, al que es difícil llegar sin pasar por las creencias. Sin duda la forma en que hoy ejercen la «cancelación» Putin o Maduro no es equiparable a la que usan los virtuosos estudiantes de Chicago, pero sí es comparable; lo importante es que la diferencia no es cualitativa, esencial, sino solo cuantitativa, gradual: el dogmático neopuritano y el verdugo doctrinario están en puntos muy distintos de la misma pendiente resbaladiza: la que va de la idea a la creencia, de ella al dogmatismo, de éste al fanatismo y por fin a la ejecución de los impuros. Una misma convicción oscura y profunda impulsa todo ese tortuoso recorrido: el que no cree lo mismo que yo, no pertenece a la misma comunidad que yo y por ser exterior a ella es un peligro para ella. No hay más remedio, aunque sea de forma preventiva, que cancelarlo antes de que pueda hacernos daño, aunque solo sea con su mal ejemplo o con su corruptor discurso.
La diferencia entre creyentes y pensantes es que los primeros han bloqueado su capacidad de cambiar de ideas, que es imprescindible para pensar e incompatible con el creer. Las consecuencias que los dueños de la verdad sacan de sus firmes dogmas son muy variables: desde la prohibición de una conferencia o un libro hasta el asesinato de sus autores. Pero es más prudente destruir a tiempo el huevo de la serpiente que esperar a que el ofidio haya desarrollado todo su veneno. Y para eso hay que entender el núcleo común por el que cancelación rima con Inquisición.