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Los zorros y las gallinas · por Ilya U Topper

Nueve civilizaciones, nueve. Así lo planteaba el mapa en el libro de Samuel Huntington ‘El choque de civilizaciones’ en 1996: la occidental, la ortodoxa (es decir, rusa), la latinoamericana, la islámica, la china, la budista, la hindú, la japonesa y la africana. Si eso le parece una versión moderna de aquella ideología que dividía la humanidad en tres razas —la blanca, la negra y la amarilla— pasada por el filtro de la burocracia estadounidense, con sus crucecitas en el formulario (blanca, negra, asiática, indioamericana e isleña del Pacífico, con la hispana en casilla aparte) es porque eso es, exactamente, lo que es.

Un cuarto de siglo más tarde, un día de noviembre de 2021, dos portaestandartes de esta división del mundo en casillas separadas sonríen ante las cámaras en Ankara: el presidente de Turquía y el español, Recep Tayyip Erdogan y Pedro Sánchez, en la séptima Reunión de Alto Nivel (RAN) entre los dos países, instaurada en 2009 al filo del II Foro de la Alianza de Civilizaciones. Pedro Sánchez es heredero del inventor de la fórmula, José Luis Rodríguez Zapatero. Erdogan no es heredero: es él mismo quien patrocinó junto a Zapatero la Alianza de Civilizaciones, que es lo mismo que el choque de Huntington, solo colocándole un signo contrario.

Porque para establecer una alianza entre civilizaciones, primero hay que tener diferenciadas dos (o más) civilizaciones. Definidas como bloques geopolíticos, con sus intereses contrapuestos, sus áreas de influencia, sus ejércitos. Es lo que hizo Huntington: determinaba las líneas separadoras para predecir los conflictos del mundo. Porque una vez caído el comunismo soviético, y acabada la era de las ideologías, las guerras iban a ser entre civilizaciones, predijo. Sobre todo entre la “occidental” y la “islámica”: desde Balcanes a Israel, India, Birmania y Filipinas. “El islam tiene fronteras sangrientas”, concluyó Huntington.

De ideología se puede cambiar, de civilización, no. Un país “musulmán” no se puede convertir en “ortodoxo”

Desde luego hace falta una ignorancia de dimensiones planetarias, una ignorancia solo acumulable en décadas de encierro en despachos de Harvard, para creer que pertenecen a distintas civilizaciones los corcheros del Rif marroquí y los de los alcornocales de Cádiz, los pescadores de una isla griega y los turcos en la costa que se ve enfrente. Cuando lo único que los diferencia es el seguimiento a una religión. O el no seguimiento: tanto tiene de musulmán un campesino marroquí, cuyo único templo es la tumba de un anónimo santo, con su romería anual, como tiene de cristiano un labrador andaluz cuyo credo se reduce a un medallón de la Virgen María y la romería anual.

La fe o poca fe que ambos tienen se clasifica distinta en Vaticanos y Mecas lejanas, pero trazar entre ellas fallas geológicas de distintas civilizaciones es digno de alguien que jamás ha puesto un pie fuera del eje Boston-Nueva York. Siguiendo esta lógica, pertenecen a civilizaciones distintas los campesinos libaneses musulmanes y los cristianos en el mismo pueblo, los coptos y los musulmanes en una aldea del Nilo, el artesano musulmán y su vecino judío en Casablanca. Y Huntington la sigue: traza esta divisoria en el Cáucaso y Sudán, a través de Ucrania (“occidentales” y “ortodoxos”) y por medio de Bosnia donde, asegura, chocan tres civilizaciones, la ortodoxa, la occidental y la islámica. Algo que habría sorprendido a muchos habitantes de Sarajevo antes de una guerra que instrumentalizaba la reminiscencia religiosa de sus nombres y apellidos (de otra forma no se distinguían) para enfrentarlos.

Explotar la religión para dividir, matar y reinar no es nuevo; lo novedoso era la idea de Huntington de echar un barniz universal, civilizatorio, por encima de la sangre derramada. Zapatero y Erdogan, al presentar el concepto de alianza ante Naciones Unidas en 2005, rubricaron el concepto. Al proponer una alianza —una alianza se forja entre bandos distintos, incluso enfrentados, con ciertos intereses comunes— anclaron en la conciencia de la humanidad esta división planetaria inventada en un despacho de Harvard. Una división que adjudica a todos los individuos nacidos en un bloque una enemistad innata, inevitable, frente a los del otro. De ideología se puede cambiar, de civilización, no. Un país “musulmán” no se puede convertir en “ortodoxo” ni “budista” ni “occidental”.

Este concepto de guerra eterna es que el sellaron Zapatero y Erdogan.

De Erdogan no sorprende: viene del movimiento islamista, forjado desde mediados del siglo XX por los pensadores de los Hermanos Musulmanes, que divide el mundo en dos bloques: tierra musulmana y tierra de misión y combate. Para el islamismo político, la religión debe definir la forma de la sociedad, las leyes, el Estado, la actitud de cada ciudadano. Es una ideología totalitaria que lleva décadas homologando, es decir destruyendo, las sociedades musulmanas. De quien no me lo esperaba era de Zapatero y sus semejantes.

Fue un programa con un fin declarado: “Promover la normalización del hecho religioso en la sociedad.”

Pensaba un tiempo que este apoyo a la religión como factor fundamental de la sociedad fuera poco más que un gesto grandilocuente ante los foros internacionales, una proclamación de buenas intenciones. Al igual que el hábito equívoco de llamar época de “tres culturas” a la convivencia de musulmanes, cristianos y judíos en Al Andalus, elevando la religión a rango de cultura. Alguien se había equivocado de terminología, pensaba.

Me equivoqué. Fue un programa detallado y consciente alimentado con millones de euros al año. Con un fin declarado: “Promover la normalización del hecho religioso en la sociedad.” Así lo formula una memoria de la Fundación Pluralismo y Convivencia, establecida por decisión del Consejo de Ministros en octubre de 2004, apenas medio año después de la victoria electoral del PSOE, y formalizada en enero de 2005. El único cometido de esta fundación, cuyos patronos son ex oficio altos cargos de todos los Ministerios, gobierne quién gobierne, es financiar la expansión de la religión. De las religiones. De las que sean. Siempre que tengan suscrito convenio con el Gobierno español. Es decir, por ahora, las comunidades evangélicas, las islámicas y las judías. La católica no, porque tiene su convenio aparte, acorde al Concordato con el Vaticano, y ante los 250 millones de euros que la Iglesia recibe cada año como ingreso directo del Estado, los tres, cuatro o cinco millones de presupuesto anual de la Fundación apenas son una limosna.

Es una limosna incluso en términos proporcionales: si en 2007, año en el que la Fundación repartió 1,6 millones de euros a las comunidades islámicas y una cantidad muy similar las protestantes, aparte de 250.000 a las judías, en España había unos 33 millones de católicos (el 75% de la población, acorde al CIS de aquel año), a un católico le tocaban 7,5 euros por cabeza, frente a menos de 2 euros por cada uno del escaso millón de musulmanes que se estimaba entonces, con una cifra aún menor para los 1,5 millones de evangélicos. Este reparto se ha mantenido constanto a lo largo de los años: la fundación siempre entrega aproximadamente un 40% de sus fondos a los musulmanes, otro tanto a los cristianos no católicos, y el 20% restante a la comunidad judía, que se estima en apenas 50.000 almas. Tras la llegada del PP al poder, en 2011, cae bruscamente el montante total de unos 4 millones anuales a menos de un millón, pero el esquema se mantiene.

Cada año, centenares de mezquitas e iglesias evangelistas recibieron partidas de tres, cuatro o cinco mil euros

En 2007, 600.000 euros iban directamente a la estructura central de la Comisión Islámica de España (CIE) y una cifra igual a la FEREDE, que agrupa a evangelistas de diverso pelaje, desde luteranos a bautistas, adventistas y pentecostales. Y aproximadamente un millón para cada confesión se entregaba a proyectos locales de asistencia social, fiestas, conferencias, clases, encuentros… Iba muy bien repartido: cada año, varios centenares de mezquitas y otras tantas iglesias evangelistas recibieron partidas de tres mil, cuatro mil o cinco mil euros. Sumas modestas, que no iban a convertir en rica ninguna congregación, pero tenían una función: normalizar el hecho religioso. Servía para convencer a los musulmanes del lugar —me voy a centrar en el islam, dejaré la expansión evangelista a quien la tenga estudiada— de que la mezquita era el centro de su vida social, un punto al que recurrir en momentos de necesidad, un punto de encuentro. Con clases de aprendizaje de idiomas y alfabetización de mujeres (mientras no fuesen impuras, es decir, durante los días de la regla, claro).

Esto era nuevo. Porque la mezquita nunca había tenido esa función en Marruecos, el país del que llega la inmensa

Nueve civilizaciones, nueve. Así lo planteaba el mapa en el libro de Samuel Huntington ‘El choque de civilizaciones’ en 1996: la occidental, la ortodoxa (es decir, rusa), la latinoamericana, la islámica, la china, la budista, la hindú, la japonesa y la africana. Si eso le parece una versión moderna de aquella ideología que dividía la humanidad en tres razas —la blanca, la negra y la amarilla— pasada por el filtro de la burocracia estadounidense, con sus crucecitas en el formulario (blanca, negra, asiática, indioamericana e isleña del Pacífico, con la hispana en casilla aparte) es porque eso es, exactamente, lo que es.

Un cuarto de siglo más tarde, un día de noviembre de 2021, dos portaestandartes de esta división del mundo en casillas separadas sonríen ante las cámaras en Ankara: el presidente de Turquía y el español, Recep Tayyip Erdogan y Pedro Sánchez, en la séptima Reunión de Alto Nivel (RAN) entre los dos países, instaurada en 2009 al filo del II Foro de la Alianza de Civilizaciones. Pedro Sánchez es heredero del inventor de la fórmula, José Luis Rodríguez Zapatero. Erdogan no es heredero: es él mismo quien patrocinó junto a Zapatero la Alianza de Civilizaciones, que es lo mismo que el choque de Huntington, solo colocándole un signo contrario.

Porque para establecer una alianza entre civilizaciones, primero hay que tener diferenciadas dos (o más) civilizaciones. Definidas como bloques geopolíticos, con sus intereses contrapuestos, sus áreas de influencia, sus ejércitos. Es lo que hizo Huntington: determinaba las líneas separadoras para predecir los conflictos del mundo. Porque una vez caído el comunismo soviético, y acabada la era de las ideologías, las guerras iban a ser entre civilizaciones, predijo. Sobre todo entre la “occidental” y la “islámica”: desde Balcanes a Israel, India, Birmania y Filipinas. “El islam tiene fronteras sangrientas”, concluyó Huntington.

De ideología se puede cambiar, de civilización, no. Un país “musulmán” no se puede convertir en “ortodoxo”

Desde luego hace falta una ignorancia de dimensiones planetarias, una ignorancia solo acumulable en décadas de encierro en despachos de Harvard, para creer que pertenecen a distintas civilizaciones los corcheros del Rif marroquí y los de los alcornocales de Cádiz, los pescadores de una isla griega y los turcos en la costa que se ve enfrente. Cuando lo único que los diferencia es el seguimiento a una religión. O el no seguimiento: tanto tiene de musulmán un campesino marroquí, cuyo único templo es la tumba de un anónimo santo, con su romería anual, como tiene de cristiano un labrador andaluz cuyo credo se reduce a un medallón de la Virgen María y la romería anual.

La fe o poca fe que ambos tienen se clasifica distinta en Vaticanos y Mecas lejanas, pero trazar entre ellas fallas geológicas de distintas civilizaciones es digno de alguien que jamás ha puesto un pie fuera del eje Boston-Nueva York. Siguiendo esta lógica, pertenecen a civilizaciones distintas los campesinos libaneses musulmanes y los cristianos en el mismo pueblo, los coptos y los musulmanes en una aldea del Nilo, el artesano musulmán y su vecino judío en Casablanca. Y Huntington la sigue: traza esta divisoria en el Cáucaso y Sudán, a través de Ucrania (“occidentales” y “ortodoxos”) y por medio de Bosnia donde, asegura, chocan tres civilizaciones, la ortodoxa, la occidental y la islámica. Algo que habría sorprendido a muchos habitantes de Sarajevo antes de una guerra que instrumentalizaba la reminiscencia religiosa de sus nombres y apellidos (de otra forma no se distinguían) para enfrentarlos.

Explotar la religión para dividir, matar y reinar no es nuevo; lo novedoso era la idea de Huntington de echar un barniz universal, civilizatorio, por encima de la sangre derramada. Zapatero y Erdogan, al presentar el concepto de alianza ante Naciones Unidas en 2005, rubricaron el concepto. Al proponer una alianza —una alianza se forja entre bandos distintos, incluso enfrentados, con ciertos intereses comunes— anclaron en la conciencia de la humanidad esta división planetaria inventada en un despacho de Harvard. Una división que adjudica a todos los individuos nacidos en un bloque una enemistad innata, inevitable, frente a los del otro. De ideología se puede cambiar, de civilización, no. Un país “musulmán” no se puede convertir en “ortodoxo” ni “budista” ni “occidental”.

Este concepto de guerra eterna es que el sellaron Zapatero y Erdogan.

De Erdogan no sorprende: viene del movimiento islamista, forjado desde mediados del siglo XX por los pensadores de los Hermanos Musulmanes, que divide el mundo en dos bloques: tierra musulmana y tierra de misión y combate. Para el islamismo político, la religión debe definir la forma de la sociedad, las leyes, el Estado, la actitud de cada ciudadano. Es una ideología totalitaria que lleva décadas homologando, es decir destruyendo, las sociedades musulmanas. De quien no me lo esperaba era de Zapatero y sus semejantes.

Fue un programa con un fin declarado: “Promover la normalización del hecho religioso en la sociedad.”

Pensaba un tiempo que este apoyo a la religión como factor fundamental de la sociedad fuera poco más que un gesto grandilocuente ante los foros internacionales, una proclamación de buenas intenciones. Al igual que el hábito equívoco de llamar época de “tres culturas” a la convivencia de musulmanes, cristianos y judíos en Al Andalus, elevando la religión a rango de cultura. Alguien se había equivocado de terminología, pensaba.

Me equivoqué. Fue un programa detallado y consciente alimentado con millones de euros al año. Con un fin declarado: “Promover la normalización del hecho religioso en la sociedad.” Así lo formula una memoria de la Fundación Pluralismo y Convivencia, establecida por decisión del Consejo de Ministros en octubre de 2004, apenas medio año después de la victoria electoral del PSOE, y formalizada en enero de 2005. El único cometido de esta fundación, cuyos patronos son ex oficio altos cargos de todos los Ministerios, gobierne quién gobierne, es financiar la expansión de la religión. De las religiones. De las que sean. Siempre que tengan suscrito convenio con el Gobierno español. Es decir, por ahora, las comunidades evangélicas, las islámicas y las judías. La católica no, porque tiene su convenio aparte, acorde al Concordato con el Vaticano, y ante los 250 millones de euros que la Iglesia recibe cada año como ingreso directo del Estado, los tres, cuatro o cinco millones de presupuesto anual de la Fundación apenas son una limosna.

Es una limosna incluso en términos proporcionales: si en 2007, año en el que la Fundación repartió 1,6 millones de euros a las comunidades islámicas y una cantidad muy similar las protestantes, aparte de 250.000 a las judías, en España había unos 33 millones de católicos (el 75% de la población, acorde al CIS de aquel año), a un católico le tocaban 7,5 euros por cabeza, frente a menos de 2 euros por cada uno del escaso millón de musulmanes que se estimaba entonces, con una cifra aún menor para los 1,5 millones de evangélicos. Este reparto se ha mantenido constanto a lo largo de los años: la fundación siempre entrega aproximadamente un 40% de sus fondos a los musulmanes, otro tanto a los cristianos no católicos, y el 20% restante a la comunidad judía, que se estima en apenas 50.000 almas. Tras la llegada del PP al poder, en 2011, cae bruscamente el montante total de unos 4 millones anuales a menos de un millón, pero el esquema se mantiene.

Cada año, centenares de mezquitas e iglesias evangelistas recibieron partidas de tres, cuatro o cinco mil euros

En 2007, 600.000 euros iban directamente a la estructura central de la Comisión Islámica de España (CIE) y una cifra igual a la FEREDE, que agrupa a evangelistas de diverso pelaje, desde luteranos a bautistas, adventistas y pentecostales. Y aproximadamente un millón para cada confesión se entregaba a proyectos locales de asistencia social, fiestas, conferencias, clases, encuentros… Iba muy bien repartido: cada año, varios centenares de mezquitas y otras tantas iglesias evangelistas recibieron partidas de tres mil, cuatro mil o cinco mil euros. Sumas modestas, que no iban a convertir en rica ninguna congregación, pero tenían una función: normalizar el hecho religioso. Servía para convencer a los musulmanes del lugar —me voy a centrar en el islam, dejaré la expansión evangelista a quien la tenga estudiada— de que la mezquita era el centro de su vida social, un punto al que recurrir en momentos de necesidad, un punto de encuentro. Con clases de aprendizaje de idiomas y alfabetización de mujeres (mientras no fuesen impuras, es decir, durante los días de la regla, claro).

Esto era nuevo. Porque la mezquita nunca había tenido esa función en Marruecos, el país del que llega la inmensa mayoría de los musulmanes en España. En muchos pueblos no había ni mezquita hasta los años noventa. Quien quería rezar, rezaba en casa. El imam, si existía, no era nadie.

Hasta los primeros años del siglo XXI, tampoco era nadie en España: la referencia para un inmigrante marroquí era ATIME, una asociación sindical laica, fundada en 1989 por marxistas exiliados. Era el interlocutor frente al Gobierno… hasta ceder este papel a la Comisión Islámica de España, constituida por dos entidades: la FEERI, creada por conversos españoles al islam, y la UCIDE, en manos de un clan de sirios cercano a los Hermanos Musulmanes, es decir al islamismo político, y fortalecida por las ayudas del Gobierno español con sumas muy por encima de los que recibía la FEERI. Los conversos no tenían apenas contacto con los inmigrantes, pero la UCIDE tampoco necesariamente. Por ello, a partir de 2005, la UCIDE recibe cientos de miles de euros al año en ayudas monetarias directas para “conseguir una relación más cercana con las comunidades locales, una gestión más ajustada a sus necesidades y una mayor vinculación de las comunidades con su Federación Regional”. Es decir, el dinero público se destina a empujar a los inmigrantes musulmanes a los brazos del organismo fundamentalista.

La “libertad religiosa” es únicamente la libertad del clero de captar más ovejitas, de adoctrinar mejor

Estos son los designios del mismo Partido Socialista Obrero Español que en 1900 pidió que “hiciérase laica la enseñanza” y “suprimiérase toda subvención pública, cualquiera que fuese su índole, a las congregaciones religiosas”. “Queremos la muerte de la Iglesia cooperadora de la explotación de la burguesía; queremos confiscarle los bienes para que carezca de medios de vida”, dijo su fundador, Pablo Iglesias, en 1902. Ha cambiado mucho el cuento.

Las memorias de Pluralismo y Convivencia intentan disfrazar este fomento de la religión con proclamas de “libertad religiosa”, sugiriendo que al financiar los credos minoritarias se equilibra el terreno de juego dominado por la Iglesia Católica. Pero la “libertad religiosa” en este marco es únicamente la libertad del clero de captar más ovejitas, de adoctrinar mejor, de afianzar su poder. En ningún momento se destina ni un euro a quienes quieren ser libres de la religión. Esta libertad religiosa, la de no ser ovejita de ningún pastor, ni siquiera aparece en los discursos: es anatema.

Entregar dinero al mayor número posible de mezquitas, fomentar que en todas partes donde haya inmigrantes haya también un imam dispuesto a adoctrinarlos y llevarlos por el camino de la fe es una receta segura para el desastre. Era cuestión de tiempo que saliera algún yihadista. No es una relación causa-efecto, no podemos decir que los pocos miles de euros entregados a la comunidad islámica de Ripoll en 2011 y 2012 (a partir de 2014, la fundación deja de ofrecer la lista completa de mezquitas agraciadas) sirvieron para financiar al predicador Abdelbaki El Satty, que llegó allí en 2015 y dos años más tarde murió en la preparación de los atentados de las Ramblas. Y desde luego hay que tener muy mala fe para titular, como hizo el diario ABC en 2019, que “un diputado de Podemos dio una ayuda a la mezquita del yihadista”, en referencia a la partida de 1.600 euros que Pluralismo y Convivencia entregó a la comunidad Al Baraka en Sevilla en 2012, cuando entonces ni existía Podemos, ni era aún diputado el director de la fundación, José Manuel López, y además, todos sus superiores eran ministros del PP. Pero el fundamento se coloca: el extremismo es parte de toda religión. Cuanto más se financian, mayor la probabilidad de criar a extremistas.

El gobierno español financiaba las mezquitas cuando ya estaban cooptadas por una corriente política-religiosa

Es una simple lotería, especialmente cuando se trata del islam en una década en la que Arabia Saudí y Qatar dedican sumas multimillonarias a erradicar esta religión y reemplazarla por la inhumana secta wahabí, que se parece al islam de los marroquíes como las prédicas de David Koresh a la Virgen del Rocío. El gobierno español financiaba las mezquitas cuando ya estaban cooptadas por una corriente política-religiosa profundamente opuesta a la libertad religiosa. No parece que a nadie le preocupara. de 2006 a 2012 se entregan de media 20.000 euros anuales a los dos oratorios de Camino de la Paz, nombre bajo el que se camufla pudorosamente la secta paquistaní Camino del Corán, cuyo jefe, Tahir ul Qadri, dirige en Lahore el partido “revolucionario” Pakistan Awami Tehreek (PAT, sin relación con el partido marxista del mismo nombre). Qadri exhorta a sus seguidores a “luchar por la gracia de Dios todopoderoso”, “revivir los valores islámicos”, “prepararse para del día de la Revolución” y “acabar con el régimen de los faraones”. Para España, financiar esta lucha política es simplemente “normalizar el hecho religioso”.

No siempre toca la lotería, pero sí se engrosan las arcas de quien vive de ella. Si clases de idioma, alfabetización, encuentros y fiestas se hacen en torno a la mezquita, si la religión va atrapando, gracias al poder del dinero, todos los aspectos de la vida, si vamos perfilando los bordes de esas civilizaciones que inventó Huntington, algún día es fácil hacerlas chocar.

Ante la amenaza formulada desde Harvard, hubo quien pensaba que todo se iba a resolver si primero se ponía a cada ovejita con su pastor, y luego se hacían amigos los pastores. Pero lo que hicieron en realidad era poner a los zorros al cuidado del gallinero. Y ahora nos sorprendemos si nos van desplumando.

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