El diálogo abierto entre la ciencia, la política y la sociedad civil es un asunto delicado y difícil, pero es de gran importancia para abordar los retos históricos a los que se enfrenta nuestra sociedad. La polémica comparecencia del reputado farmacólogo Joan-Ramón Laporte Roselló en el Congreso de los diputados el pasado 7 de febrero nos hizo volver a tomar conciencia de esta complejidad. Parte de la polémica se debe a falsear datos científicos y parte a un estilo sensacionalista y provocador. La dificultad para los expertos que tienen una responsabilidad particular en este diálogo público, consiste, sobre todo, en tener en cuenta factores que no se afrontan de la misma manera en la discusión académica entre científicos. Si se descuidan estos factores, aceleramos involuntariamente ciertos procesos que generan ignorancia en la sociedad y que, en última instancia, hacen imposible un debate crítico, ponderado y constructivo, algo que, en el mejor de los casos, podría conducir a la implementación de líneas de actuación relevantes a nivel político. En lugar de ello entramos en la lógica de la infodemia, los negacionismos y la conspiranoia, cuya presencia cada vez mayor en la sociedad provoca serios cambios en los patrones de racionalidad y sentido común en los espacios públicos. Las ideas pugnan por reproducirse y expandirse como un virus, y sabemos que al igual que una vacuna, las intervenciones preventivas antes de que tome fuerza un bulo son más eficaces que los desmentidos a posteriori. Cada vez conocemos más y mejor la psicología y la emocionalidad que acompañan el negacionismo, el escepticismo irracional y el origen de bulos y teorías conspiranoicas.
Es importante distinguir muy claramente el rechazo dogmático que presenta el negacionismo, del escepticismo y la actitud crítica característicos de la práctica científica. El negacionismo se define por el rechazo sistemático del consenso científico, con prácticas de argumentación ajenas a la ciencia. Para ello recurre a falsos expertos, a ideas conspiracionistas, a falacias lógicas (como la falacia de la evidencia incompleta, conocida como cherry picking), a la falsificación, descontextualización o selección discrecional de datos y análisis, y al fomento de expectativas infladas para desacreditar a los expertos. Especialmente difícil de rebatir es el negacionismo que se sustenta en teorías de la conspiración. Hay una retroalimentación entre los distintos negacionismos y las respectivas teorías conspiranoicas que hoy en día vienen a sumarse a un explosivo cóctel donde se mezclan con movimientos anticiencia o antivacunas, con pseudociencia, y también con ideologías políticas extremistas de diversa índole (xenófobas, autoritarias, machistas, etc.).
Estadísticamente, estos movimientos abarcan a todos los grupos de población, independientemente de su nivel de formación. Al igual que en las bibliotecas encontramos diferentes tipos de literatura para cada público, los bulos también se ajustan a las preferencias de colectivos específicos. Así, la desinformación se nos presenta cada vez más disfrazada de ciencia, adornada con gráficos, tablas, porcentajes y referencias a estudios aislados o descontextualizados.
Los diferentes fenómenos de la infodemia son multifacéticos y se desarrollan en una dinámica compleja en la que interactúan factores psicológicos, tecnológicos, ideológicos y socioeconómicos. Están alimentados por una maquinaria de desinformación que emplea inteligencia humana y artificial (bots) de forma manipuladora para promover intereses económicos, políticos o ideológicos o simplemente para desestabilizar el sistema democrático. La meta de estos desinformadores consiste en romper el equilibrio entre tres factores que son fundamentales para el aprendizaje, la argumentación y la transferencia de conocimientos. La incertidumbre, la confianza y la responsabilidad son los tres componentes de lo que podemos llamar equilibrio ético-epistémico (epistémico es un principio de racionalidad aplicable al conocimiento y a la opinión fundada), factores clave para la comunicación, para el conocimiento y para la convivencia en la sociedad. Con más certeza es más fácil confiar, pero justo en tiempos de incertidumbre cuando es necesario actuar y tomar decisiones a partir de una base reducida de certezas y datos muy limitados, es importante mantener un alto nivel de confianza y promover actitudes responsables que generen confianza.
Esta perspectiva sistémica nos da una clave para entender mejor las complejas dinámicas que fomentan actitudes conspiranoicas y negacionistas. Debemos explorar los factores que aumentan la incertidumbre, socavan la confianza y debilitan el sentido de responsabilidad de los ciudadanos. A la inversa, la clave de las contramedidas es descubrir los factores que actúan en sentido contrario. Aquí hay una selección de factores que perturban este equilibrio:
La polarización afectiva e ideológica, fomentada por la mediación de la política y la conversión de políticos en estrategas de marketing. Este fenómeno afecta a las más diversas cuestiones que en circunstancias normales no tienen carga ideológica y provoca que las posiciones sostenidas sean cada vez más radicales e incomunicables. La polarización convierte posiciones en dogmas y elimina la capacidad de autocrítica. Así, reducimos nuestras identidades híbridas a identidades simples y petrificadas. Nos convertimos en personas dogmáticas que se dejan guiar fundamentalmente por sus impulsos y emociones, en lugar de por sus reflexiones. Estudios recientes afirman que en España la polarización afectiva se basa sobre todo en emociones negativas y se ha extendido a todos los ámbitos de la vida, hasta la relación con amigos, vecinos o familiares. Un gran éxito de los discursos de odio y desprecio.
La falta de una cultura deliberativa bien asentada que pudiera trasmitir valores epistémicos, ayudar a moderar la parcialidad, promover la transparencia y reforzar una cierta humildad epistémica. Tal cultura deliberativa podría quizás romper las burbujas en las que vivimos y contrarrestar la creciente polarización de la esfera pública.
El diseño algorítmico de las plataformas digitales que, a través de cámaras de eco, filtros de burbuja y a base de perfiles psicográficos, refuerzan los sesgos cognitivos de los usuarios como el sesgo de grupo, el sesgo de confirmación o el sesgo de deseabilidad social. De esta manera, las redes sociales están redefiniendo la naturaleza del espacio público y la información contrastada de los medios de calidad está siendo desplazada por mensajes sensacionalistas que apelan a las emociones. Nadie de nosotros está libre de sesgos cognitivos. Ante problemas complejos y cuando tenemos que tomar decisiones rápidas, utilizamos atajos mentales para simplificar la vida diaria. En la filosofía y la psicología, los llamamos heurísticos. Estos sesgos que forman parte de nuestro bagaje cultural, crecen de forma exponencial en el ambiente de las redes sociales.
La mercantilización de la información, sobre todo en los medios digitales, pero también en el ámbito del periodismo tradicional. Esta va de la mano de la ya permanente propaganda electoral, que se limita a la difamación del adversario, usa todas las herramientas del populismo y produce un vaciamiento de los programas de gestión y gobierno. Los que no han caído en las estrategias polarizadoras responden con cinismo, frustración o el rechazo de la política en general, con lo que llamamos desafección democrática.
El discurso relativista de la posverdad y del pensamiento posfáctico, que socava la diferencia entre verdad y mentira, entre conocimiento y opinión, sustentando una nueva retórica escéptica que produce duda desmesurada y desconfianza generalizada. Así fomenta la conspiranoia que crea sus propios sistemas de creencias basadas en la sospecha, formando realidades paralelas con hechos alternativos. Lo particular de estos sistemas de creencias es que no incluyen la posibilidad de corrección. Son infalibles porque la propia lógica de la conspiranoia las hace inmunes ante cualquier crítica o prueba en contra. Todo argumento en contra no hace nada más que confirmar la sospecha de conspiración, control y engaño.
Luego está el problema de una imagen errónea de la práctica científica, muy extendida en la sociedad, que convierte en debilidades las fortalezas que permiten sus avances. Nos estamos refiriendo a cosas como la adaptabilidad, la falibilidad y la revisión constante de datos, ideas y conclusiones. Los negacionistas se aprovechan de estas prácticas científicas haciendo de ellas una lectura errónea para mermar la confianza en la ciencia y erosionar más el concepto de verdad. Frente a ello, hay que subrayar que la ciencia no produce certezas absolutas, sino estados evolutivos de la investigación, certezas provisionales, sujetas a un permanente proceso de revisión, lo cual permite –y no es poco– un manejo riguroso de las incertidumbres. Todo conocimiento empírico es falible, y esta falibilidad es cardinal para la dinámica de las teorías científicas. Algo que no entienden o no quieren entender los negacionistas y quienes socavan la credibilidad de la ciencia.
Cada uno de estos factores requeriría, en realidad, una consideración propia. Sin embargo, identificarlos y concienciar de los peligros que entrañan puede ser un primer aporte para frenar ciertas tendencias dañinas en nuestras sociedades, dañinas tanto para la salud como para la democracia. Podemos hacer más de lo que pensamos. El primer paso para crear una sociedad más sostenible, justa e inclusiva, con mayor resiliencia frente a situaciones de crisis y menos susceptible a fenómenos como el negacionismo y la conspiranoia, consiste en reconocer nuestra vulnerabilidad e interdependencia y ser conscientes del peligro de la desinformación.
A veces puede resultar tentador para los expertos transmitir preocupaciones de gran calado desde el punto de vista científico de forma tan sensacionalista como los bulos, luchar con los mismos medios que la industria de la desinformación. Pero por el mero hecho de utilizar la misma terminología, uno se convierte en un héroe y en una referencia científica de los negacionistas. Quizás haya sido este el mayor error del Dr. Laporte Roselló: olvidar que fuera del contexto de la discusión académica y el debate sobre la gestión farmacológica, algunas de sus afirmaciones iban a ser empleadas como arma arrojadiza contra las políticas de salud pública que han salvado tantas vidas. Tampoco ha ayudado el empleo de afirmaciones dudosas o directamente erróneas durante su discurso, un error que puede ser matizado durante la discusión con otros colegas más expertos en las áreas fuera de sus competencias en farmacología, pero que lanzadas durante una comparecencia pública utilizando el criterio de autoridad ante no expertos pueden contribuir (y de hecho han contribuido) a la propagación de bulos y dudas injustas sobre las decisiones tomadas en un contexto de incertidumbre.
Cuando se desvanece la confianza epistémica, cuando se desmorona la distinción entre verdad y mentira, conocimiento y opinión, hechos y ficción, desaparece también el mundo común en el que conviven personas con puntos de vista diferentes. Este desvanecimiento no hace desaparecer los peligros que amenazan a este mundo sino que, muy al contrario, los amplifica.