Los grupos antiabortistas que se organizan por turnos para intimidar a mujeres deben disolverse, volver a su casa y a su iglesia.
Uno de los siete pecados capitales es la soberbia. Deberían saberlo esa especie de policías de Dios que se concentran en las puertas de las clínicas para intimidar a quienes han decidido abortar acribillándolas a preguntas. Creer que esas mujeres no se las han hecho ya todas, que no son capaces, autónomas y libres para tomar esa decisión; pensar que su religión, y, por tanto, ellos mismos, es superior es una forma de soberbia. Y el acoso, un delito.
Este periódico describió recientemente el modus operandi de esa horda desubicada, que ha olvidado que vivimos en un Estado aconfesional donde el aborto es legal. No acuden espontáneamente a la clínica. Se organizan en grupo, por turnos, para aumentar su presión y tratar de imponer sus creencias a un grupo de desconocidas de las que nada saben. Llevan carteles —”¿Y si tuviera tu sonrisa?”— y rosarios. Son intolerantes y autoritarios.
El acoso requiere logística, perseverancia. Como los bullies del colegio, operan en manada para favorecer la intimidación y trabajan a jornada completa: fichan al llegar, a las nueve de la mañana, y al marcharse, a las ocho de la tarde. Acumulan 1.039 turnos y cerca de 600 voluntarios, agentes sin placa fuera de su jurisdicción, es decir, lejos de su casa y de su iglesia.
Tienen un “manual de instrucciones” sobre cómo abordar a su presa. Si la mujer intenta esquivarles, por ejemplo, ellos intentarán que no avance. A su paso rezarán a grito pelado, querrán hacerles ecografías.
Algunos se hacen llamar a sí mismos “rescatadores”. Pretenden salvar de sí mismas —de nuevo, la soberbia— a mujeres que han tomado una decisión íntima y difícil. ¿Qué les autoriza a inmiscuirse en sus vidas? ¿Quién legitima el acoso? Nada ni nadie, pero allí están, en la puerta de la clínica.
Salen de casa decididos a violentar el ejercicio de un derecho, a invadir la intimidad de mujeres que ni necesitan ni han pedido que las rescaten, y merecen, por ello, un reproche colectivo. Una sociedad moderna, tolerante, que se ha dado a sí misma unas normas básicas de convivencia y que ha elegido el Estado de derecho, no puede tolerar ese tipo de conductas, debe censurarlas y exigir que paren.
Obligar a los demás a pensar y actuar como tú es una forma de tiranía, y cuando sucede han de activarse todas las alarmas. Esos grupos organizados con sucursales en distintos países, esa multinacional de soberbios desorientados han de ser señalados. Porque a las puertas de la clínicas no solo acosan a esas mujeres que han tomado una decisión libre, sino a todas y a todos, creyentes, ateos o agnósticos.
Dios no tiene policías, no ha contratado jueces. No pertenece al ámbito de lo público, sino de lo más privado. Ese es su lugar y su espacio. No se confundan y disuélvanse.