Cuando los nazis, los fascistas, los franquistas o la Inquisición la tomaban, por ejemplo, contra los judíos, los comunistas o socialistas, los homosexuales o las ‘brujas’2356 (mujeres fuera de la norma católica), respectivamente, no era porque esa realidad fuera anormal o excepcionalmente maligna, sino porque su totalitarismo e intolerancia les hacía temer una realidad diversa que ellos no pudieran controlar. El miedo a lo desconocido, y por ello incontrolable, muchas veces es la antesala del odio.
La semana pasada conocíamos con lógica sorpresa (al menos algunas) que el juzgado de lo contencioso número 1 de Castellón retiraba de los institutos «32 libros sobre temática LGTBQIA+, géneros y orientaciones disidentes, relaciones sexo y/o afectivas fuera de la norma atendiendo a la solicitud de Fundación de Abogados Cristianos«.
La negación violenta de la diversidad que atraviesa al mundo es un síntoma de la enfermedad de la intolerancia, agravada en este siglo por el surgimiento de grupos y políticos de ultraderecha amparados y financiados (siempre) por movimientos ultrarreligiosos, que aspiran al poder absoluto. Vean la serie El Reino (Netflix) y me cuentan.
Los intolerantes, sean católicos, protestantes, musulmanes o evangélicos, se niegan a admitir la realidad que tienen ante sus ojos, que no es «una ideología», como ellos argumentan, sino una realidad demostrable empíricamente. Una realidad que está ahí, que existe, que convive con nosotros y que debe ser normalizada, conocida e integrada por cuanto no solo no hace daño ni resta, sino que suma y es siempre un valor añadido para las sociedades. Negar que existen homosexuales, bisexuales o transexuales, entre otras muchas identidades, es lo mismo que negar que existen las razas; es hacer la vista gorda ante una riquísima pluralidad humana.
La decisión de la jueza de Castellón dando la razón a esa secta ultracatólica que son los Abogados Cristianos —que no son cristianos, sino censuradores profesionales— viene a confirmar una vez más el sesgo religioso y católico sigue condicionando la vida de la gente en España. Nuestros hijos e hijas, más allá de lo que les podamos inculcar en cada casa, deben y tienen el derecho (porque su derecho como niños/as va mucho más allá que el de la tutela de sus padres y madres sobre ellos) de recibir una educación acorde con la realidad. Y no, la realidad de la diversidad no es ideología: es una realidad palpable, existente, material, descriptible y cuantificada. Una diversidad que es y, como tal, debe ser contada y conocida para evitar situaciones de exclusión, desconcierto y autonegación. Si los intolerantes quieren hacer de sus hijos e hijas, y de los de todos/as nosotros, unos infelices ignorantes y desde los tribunales les están dando la razón, tenemos un problema: o gobiernan ellos con su ceguera y cerrazón o gobernamos nosotras con la realidad de la diversidad. Ya está bien.