Generó un revuelo en el seno de los gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo. Francisco Fernández Ordoñez, ministro de Justicia de la Unión de Centro Democrático (UCD), se tuvo que oponer frontalmente a la Iglesia católica y a los sectores más confesionales del partido en el poder para sacar adelante el proyecto de ley. «No podemos impedir que los matrimonios se rompan, pero sí podemos disminuir el sufrimiento de los matrimonios rotos», dijo en el Congreso de los Diputados. Las portadas y los editoriales de los periódicos pronosticaban un escenario catastrófico para las familias españolas. «La ley del divorcio atenta contra la libertad, prohíbe el matrimonio de por vida, hiere los sentimientos religiosos de la gran mayoría del pueblo español», denunciaba en Abc Laureano López Rodó, reputado jurista que había sido ministro de Exteriores de Franco.
Los sectores más conservadores presagiaban una oleada de divorcios, pero la realidad fue que no llegaron a los 10.000 en los primeros seis meses desde que se aprobó la ley. Julia Ibars y Vidal Gutiérrez, una pareja que ya estaba separada desde hacía tiempo, fueron los primeros en regularizar la situación gracias a un viejo amigo del instituto, Antonio Sarabia, que fue el primer abogado de España en realizar este trámite el 7 de septiembre de 1981. «Hubo que ir con cierta cautela porque aquello era algo nuevo, no había ningún precedente, no había jurisprudencia, no había nada. Y había que interpretar la ley lo más ajustadamente posible”, explicó en una entrevista para NIUS diario. Se aprobó hace cuarenta años y se convirtió en el primer paso hacia la igualdad de las mujeres: hablamos de la ley del divorcio.
Cuando disolver el matrimonio era una cuestión de muerte
Era una calurosa tarde de verano, concretamente el 22 de junio de 1981, cuando el pleno del Congreso aprobaba con 162 votos a favor, 128 en contra y 7 en blanco la ley 30/1981, de 7 julio, que modificaba el Código Civil de 1889 en lo que se refiere a causas de separación, divorcio y nulidad matrimonial. Habían pasado 49 años desde que las Cortes republicanas elaborarán en 1932 la primera ley del divorcio en nuestro país. España volvía a admitir de forma legal el fin de los matrimonios. Desde 1939 hasta 1981 la única posible disolución del matrimonio era la muerte o la nulidad matrimonial —que correspondía al derecho canónico y por tanto a los tribunales eclesiásticos—, una posibilidad reservada a las élites adineradas del franquismo. El procedimiento que se aprobó a principios de los años ochenta era bastante más complejo que en la actualidad. Se tenía que pasar por al menos un año de separación ininterrumpida sin ningún tipo de convivencia o demostrar que había habido una violación grave y reiterada de los derechos conyugales, como el abandono injustificado del hogar por parte de uno de los consortes, o cualquier violación grave de los deberes respecto a los hijos comunes, entre otros supuestos.
La llegada 24 años después de la reforma del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero conocida como ley del divorcio exprés (en su expresión coloquial), aprobada en 2005, permitió acceder directamente a este trámite sin tener que pasar de manera obligatoria por la separación judicial. Era suficiente con que hubieran pasado tres meses desde que se celebrase la boda para solicitarlo, y tampoco era necesario justificar la causa ni que ambos cónyuges estuviesen de acuerdo en hacerlo. Finalmente, la Ley 15/2015, de 2 de julio, de Jurisdicción Voluntaria estableció la tramitación de determinados procesos de separación y divorcio ante notario. Desde su aprobación en 1981, hasta finales de 2020, se tramitaron en España 3.658.530 procedimientos de separación y divorcio, tanto consensuados como no consensuados, y 4.754 de nulidad matrimonial, como recoge el Servicio de Estadística del Consejo General del Poder Judicial. Sin embargo, el camino fue largo y tortuoso.
El divorcio llegaba a España por primera vez en 1932
Hasta la llegada de la Segunda República todo lo relativo al matrimonio y al divorcio se regía por el Código Civil de 1889, que en su artículo 52 afirmaba: “El matrimonio se disuelve por la muerte de uno de los cónyuges”. La Constitución de 1931 recogía por primera vez un apartado que hacía referencia al divorcio —constituyendo un gran logro social gracias a figuras como la del jurista Fernando de los Ríos—. Así lo definía su artículo 43: “La familia está bajo la salvaguardia especial del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para uno y otro sexo, y podrá disolverse por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los cónyuges con alegación en este caso de justa causa”. Se abría de esta manera un horizonte de esperanza para los derechos de las mujeres que se materializó en la ley del divorcio de marzo de 1932. La nueva legislación permitía, entre otras cosas, volver a contraer matrimonio civil o disolverlo por una causa distinta a la muerte. La Guerra Civil y la consiguiente dictadura franquista abolió toda la anterior jurisprudencia en octubre de 1939.
La libertad de las mujeres quedaría atada judicialmente durante más de 40 años de régimen franquista a los antojos del hombre. La licencia marital, que estuvo vigente hasta mayo el 2 de mayo 1975, prohibía a la mujer acceder a cualquier puesto laboral sin la autorización legal por parte del marido. Y eso cuando el matrimonio no conllevaba automáticamente el cese laboral. Aun así ciertas profesiones fueron bastante hostiles para las féminas. Por ejemplo, hasta 1979 las mujeres no pudieron acceder al cuerpo nacional de policía como inspectoras. Las diferencias entre las mujeres casadas y solteras en el franquismo eran muchas. El hecho de conseguir un pasaporte para poder viajar al extranjero requería de un justificante que mostrase que había realizado el servicio social —una especie de mili femenina a cargo de la Sección Femenina por la que pasaron alrededor de 200.000 mujeres cada año, establecida por Franco en octubre de 1937 y que no se abolió hasta mayo de 1978 en un Consejo de Ministros—. La mujer casada, por su parte, requería autorización de su marido.
Cuando una mujer española se casaba con un extranjero perdía automáticamente la nacionalidad española, antes de una reforma legislativa de 1954. Según las autoridades franquistas, la unidad familiar debía de ser de una misma nacionalidad. En los casos en que la legislación del país del marido no reconocía automáticamente la nacionalidad de la mujer con la que había contraído matrimonio llevaba a la apatridia de muchas mujeres. Las aventuras fuera del matrimonio fue otro de los mantras que las persiguió durante décadas. El adulterio se restableció el 11 de mayo de 1942 —había sido suprimido en el Código Penal en 1932 durante la Segunda República— y establecía que “comete adulterio la mujer casada que yace con varón que no sea su marido y el que yace con ella sabiendo que está casada, aunque después se declare nulo el matrimonio”. No obstante, la mujer siempre quedaba peor parada. Demostrado el “delito”, la mujer era culpable siempre, mientras que el hombre se podía librar de la pena si demostraba “con éxito” que desconocía que su amante estaba casada. Incluso en los supuestos en los que era el hombre casado el que tenía relaciones con otra mujer (delito de amancebamiento), la amante siempre incurría en responsabilidad penal, supiera o no que el hombre estaba casado. Y la sanción prevista para ellas incluía la posibilidad del destierro.
Penas de seis meses a seis años por adulterio
Las penas no eran iguales para las dos partes. En el caso de la mujer, el adulterio se condenaba con prisión de seis meses y un día a seis años. Para los hombres las penas eran siempre más reducidas, tal y como recogía la ley: «El marido que tuviera manceba dentro de la casa conyugal, o notoriamente fuera de ella, será castigado con prisión menor» (siendo el “marido agraviado” quien tenía la potestad de perdonar penalmente a su esposa cuando lo considera oportuno). Además, otra de las diferencias era que con una sola relación sexual una mujer ya estaba condenada por adulterio, mientras que en el caso de los hombres se necesitaba una “relación extramatrimonial prolongada”. Las últimas mujeres condenadas por adulterio en España fueron Inmaculada Benito y María Ángeles Muñoz, que estuvieron muy cerca de acabar en la cárcel. Hasta 1979 no dejó de estar penado por el ordenamiento español.
La llegada de la ley de 1981 supuso cambios radicales para la igualdad de las mujeres. En lo relativo a los hijos, dejó de haber diferencia entre aquellos concebidos dentro o fuera del matrimonio. Hasta el momento se concebían tres clases de hijos: los naturales (de madres solteras), los adulterinos (hijos de un hombre que no era el marido de la mujer), los sacrílegos (hijos de curas) y los matrimoniales. La nueva legislación permitió que muchos fueran reconocidos. También se contemplaba el derecho a una pensión compensatoria, que se daba cuando uno de los cónyuges le ocasiona un desequilibrio económico, que afectaba sobre todo a las mujeres.