La respuesta es fácil. Entenderla no lo es en absoluto.
De dónde venimos, qué somos, adónde vamos, tituló Gauguin un cuadro tahitiano de 1897 que, francamente, no parece guardar una relación obvia con esas tres cuestiones profundas que atormentan a la humanidad desde la noche de los tiempos. No es que el gran pintor parisino hubiera caído víctima de un calentón metafísico. Más bien estaba dando cuenta de lo que le preguntaban todos los nativos de la isla polinésica en cuanto le veían: quién eres, de dónde vienes y adónde vas. En fin, los rudimentos de la cortesía internacional.
Un siglo antes, Kant había enfocado la cuestión de una manera más sobria y analítica. El pensador de Königsberg (Prusia Oriental), un icono de la Ilustración, concluyó que toda la filosofía cabe en cuatro preguntas: qué puedo saber, qué debo hacer, qué me cabe esperar, qué es el ser humano. Kant también percibió que las tres primeras preguntas se reducen a la cuarta. Lo que puedes saber, lo que debes hacer y lo que te cabe esperar depende por entero de lo que seas. Un mono no puede aprender la teoría de la relatividad así lo tengas encerrado media vida en la oficina de patentes de Berna y otra media en el gabinete del doctor Caligari.
Por todo lo que sabemos, de hecho, la mayoría de los humanos tampoco somos capaces de asimilar ese concepto. Quizá Einstein fue una persona del futuro, el próximo paso en la evolución humana, y de hecho su cerebro muestra unas peculiaridades anatómicas bien curiosas. No lo sabemos. Pero es perfectamente posible que las grandes preguntas que estimulan a la filosofía y a la ciencia estén más allá de nuestra capacidad no ya de resolverlas, sino incluso de entenderlas. Siempre me acuerdo de un gran matemático chileno que me hizo ver que nadie había percibido la naturaleza fractal de la naturaleza hasta que Cantor inventó las curvas fractales que ahora vemos por todas partes, desde los litorales y los árboles hasta los cerebros.
Si lo que puedes saber depende por entero de que seas una mosca, un chimpancé o un humano, lo mismo cabe decir de lo que debes hacer y lo que puedes esperar. Las religiones han pretendido requisar las respuestas desde hace 10.000 años, en los orígenes del neolítico, y quién sabe desde cuánto más atrás, pero jamás han dado ni una. No pueden, porque todo ello depende de qué seamos, como dijo Kant. Y hoy sabemos por encima de toda duda razonable que somos un producto de la evolución.
La cuarta pregunta solo puede responderse desde la ciencia. La metafísica y la religión llevan 30 siglos metiendo la pata hasta las ingles, y hace mucho que no nos sirven de nada, como no sea para complicar las cosas, enfrentar a los pueblos y engañar a los bobos. Nunca he entendido muy bien por qué las religiones se empeñan en inventarse pseudoteorías sobre el origen del universo o la evolución de las especies. ¿Qué más les da eso? Los obispos viven de vender la inmortalidad a los mortales, la felicidad a los afligidos y la mentira a los ignorantes. ¿Qué demonios les importan la física o la biología fundamentales? Pero esa es una pregunta aún más difícil que la cuarta de Kant.