Como regla ineludible, antes de cambiar una sola coma de nuestro ordenamiento, el legislador debe preguntarse, no sobre sus querencias, sino sobre la necesidad social de la modificación. La gaceta oficial no es una tienda de chucherías donde el goloso sacia sus caprichos.
Comprendo que los actuales dirigentes populares no estén conformes con la regulación vigente del aborto. No comprendo tanto que no lo estén por el mero hecho de ser conservadores; conservadora fue Simone Weil, la gran reformadora francesa en la materia; conservadores son la mayoría de Gobiernos de Europa Occidental y Estados Unidos y no han revocado las regulaciones liberalizadoras en materia de aborto que rigen desde el último medio siglo.
Pudiera pensarse que nuestra realidad es diferente; pudiera pensarse que la ley en vigor era, ella sí, capricho de unos sectarios mandarines, que legislaron en contra del sentir social, lo que ha tenido como consecuencia un aumento exponencial de los abortos, pasando a ser, casi, la primera ocupación femenina.
Pues bien, nada de eso es cierto. La Ley de 2010 pone negro sobre blanco, y ese es su gran acierto, pero a los actuales ojos gubernamentales ese es su gran pecado, la sexualidad y la maternidad como derechos de la mujer. Reconocer un derecho nunca es sectario, máxime cuando se reconoce y protege un derecho que ostenta más de la mitad de la población y de cuyo ejercicio nos beneficiamos, y gratamente, todos. No en balde, de forma abrumadora, todas las encuestas dan un altísimo nivel de conformidad con una (des)penalización del aborto respetuosa para con la mujer. Así y todo, cabría argumentar que, aun aceptando este derecho a efectos dialécticos, el aborto se ha enseñoreado de la vida femenina. Nada más lejos de la realidad; los abortos no han aumentado, ni tan siquiera entre las menores.
Si ello es así, es decir, si estamos ante un derecho, un derecho socialmente sentido y un derecho responsable y razonablemente ejercitado, ¿a qué viene la reforma anunciada por el ministro de Justicia en su primera comparecencia parlamentaria, autocalificada de progresista?
No habiendo motivos que avalen una reforma, la razón no puede ser más que puramente ideológica, y en el peor sentido del término. Descartada una imposición por afinidad política, como ha sucedido con la regulación del límite al déficit público, solo una ablación del pluralismo social avala la senda que parece decidida a andar a marchas forzadas la nueva dirigencia.
Digo ablación porque, si se deroga el sistema de plazos, consecuencia de entender el aborto como el ejercicio de un derecho, nos retrotraeremos a un sistema de indicaciones, es decir, de autorizaciones, lo que parte de la punición como norma y no de la libertad como realidad a proteger.
Se dirá -se ha dicho ya- que de lo que se trata es de proteger el derecho a la vida del nasciturus. Sin embargo, pese al alto interés que el concebido representa para la sociedad, quien no es aún persona carece de todo derecho. Si, como parece, se va a rehabilitar la Ley de 1985, no está de más recordar afirmaciones esenciales de la STC 53/1985: por un lado, el nasciturus encarna un valor y ningún derecho posee; por otro, la vida del nasciturus, como bien constitucionalmente protegido, entra en colisión con derechos relativos a valores constitucionales de muy relevante significación, como la vida y la dignidad de la mujer.
De este modo, lo que se enfrenta realmente es el derecho a la vida y la libertad de la mujer y el interés demográfico de la sociedad. O dicho de otro modo: en el drama del aborto no es una liza entre dos derechos a la vida, sino entre los derechos de una persona, la mujer, y relevantes intereses sociales. En este contexto, la solución jurídica, por la estrecha vinculación de la gestante con el nasciturus, no ha de ser muy difícil: ni la mujer ni quien la auxilia, salvo supuestos excepcionales de embarazos ya muy avanzados y fuera de las prescripciones médicas, han de verse, como ahora, impunes.
Anteponer a la mujer -y a quien la auxilia- un inexistente derecho de alguien que no es, por muy fuertes que puedan ser las convicciones, en todo caso minoritarias, se compadece mal con el pluralismo: supone recurrir al Derecho Penal para sancionar a quien actúa conforme a su creencia, creencia, que por lo demás, parece amparada por la ciencia y la ley.
No deja de ser curioso, incluso para quienes dicen defender la vida humana tout court, que ninguna legislación moderna, española u occidental, castigue igual el aborto que el homicidio. Y no deja de ser igualmente llamativo que no existe ningún texto normativo, nacional o internacional, que fije cuándo se inicia la vida humana prenatal.
Así las cosas, alterar la regulación actual en materia de libertad sexual y de interrupción voluntaria del embarazo parece un desafuero. Y, además, con la que está cayendo, es una clara maniobra de distracción.
Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona.