Las mujeres que sufren violencia de género tienen todo el derecho a contar sus experiencias vitales.
El machismo no quiere que se hable de violencia de género y para ello utiliza las estrategias más diversas. Por un lado, la ultraderecha, con el acompañamiento frecuente de la derecha, dice que la violencia de género no existe y que hay que hablar de violencia familiar o doméstica. Por otro, a nivel social, se critica que las mujeres hablen de sus experiencias de violencia, como ha ocurrido ahora con Rocío Carrasco, bajo el argumento de que se está acusando a un hombre de maltratador. Es decir, mandan el mensaje de que no se puede hablar de violencia de género en la sociedad y que el único contexto en el que se puede plantear esta realidad es en el judicial para intentar que allí se esconda detrás de lo familiar o lo doméstico.
No se dice nada para que no se hable de otros casos con derivadas judiciales como, por ejemplo, de “los papeles de Bárcenas”, o de la “situación de Puigdemont”, o de los “abusos sexuales a menores”, o de tantos otros temas sociales con una trayectoria que puede acabar o ha acabado en los juzgados, y que están en los medios de comunicación y en las redes a diario. Lo único que importa es que no se hable de violencia de género. Queda prohibido hacerlo por la ley del silencio machista, pero mientras desde el machismo sí pueden acusar a las mujeres del delito de “denuncia falsa”.
Esta estrategia tiene dos consecuencias:
La primera de ellas es evitar el debate social y la toma de conciencia sobre una violencia que viene caracterizada por la invisibilidad, el anonimato y la falta de conciencia por parte de la misma sociedad que convive con ella y sufre cada año 60 homicidios de mujeres de media y más de 600.000 casos, sin que ese resultado genere un nivel de conocimiento sobre su trascendencia y significado. Es lo que refleja el hecho de que solo se denuncie un 20% o un 25% del total de casos, y la demostración de que la sociedad vive ajena a su gravedad en mitad de los silencios y las negaciones impuestas, hasta el punto de que solo el 0,2% de la población la incluye entre los problemas graves, tal y como recoge el Barómetro del CIS de febrero de 2021.
La segunda es confundir la realidad social con la respuesta judicial. Una realidad que, de entrada, queda reducida a los casos que llegan a las puertas de los juzgados —en violencia de género un 20% del total— y que después se reduce aún más al asociar verdad con condena. La actuación judicial no define la realidad, sino lo probado. Su respuesta se basa en la valoración de los elementos de prueba teniendo en cuenta todos los principios que caracterizan al derecho penal, entre ellos la presunción de inocencia.
La actuación judicial no define la realidad, sino lo probado
Por lo tanto, tal y como recoge la Memoria de la Fiscalía General del Estado de 2012 en su página 642, no se puede tomar lo no probado por no ocurrido, como explica al cuestionar la asociación que hacen muchos entre “denuncia falsa” y “sobreseimiento provisional” o “sentencia absolutoria”. Una cosa es lo ocurrido y otra lo que se pueda demostrar que ha sucedido.
La violencia de género es un problema social con muy diferentes dimensiones, entre ellas la judicial, pero también la sanitaria, la laboral, la económica… Hay que tratarla como tal problema social, no reducirla y limitarla a alguno de los contextos en los que se abordan sus consecuencias y menos aún fragmentarla como si fueran cuestiones distintas sin el elemento común de la mujer que la sufre.
El argumento de que la mujer que sufre la violencia no puede hablar de ella salvo que lo haga a través de una denuncia es falaz, pues entonces tampoco podría referirse a su situación en una consulta médica, en su lugar de trabajo o en cualquier otra circunstancia antes de decidirse a denunciar, porque si lo hiciera alguien podría decir que está acusando a su marido o pareja.
Las mujeres que sufren violencia de género tienen todo el derecho a contar sus experiencias vitales
Las mujeres que sufren violencia de género tienen todo el derecho a contar sus experiencias vitales en las formas establecidas, como ocurre en tantos otros casos en los que vemos a víctimas de otros delitos hablar de lo sufrido, sin que nadie haga la asociación directa entre relato y culpabilidad, ni trate de imponer un silencio generalizado sobre el tema en cuestión.
El relato de unos hechos hace compatible la veracidad de las dos posiciones contrarias, a falta de la demostración objetiva en el foro en que se lleve a cabo dicho planteamiento, sea este social, judicial o de cualquier otro tipo.
Cuando alguien pone una denuncia, quien la recibe y quien juzga los hechos actúa considerando que lo que dice la persona denunciante y lo que dice la persona denunciada es verdad, de lo contrario no habría investigación ni juicio y bastaría con la palabra de la parte que resulte más creíble. Pero en la práctica no ocurre eso, sino que se investiga y se avanza hacia la verdad a través de elementos de prueba que dan la razón a una u otra parte. Mientras tanto las dos versiones son creíbles, con independencia de que haya personas que se posicionen con una o con la otra de las versiones.
Es más, incluso en circunstancias en las que se acepta que las dos versiones son veraces, con frecuencia se toman decisiones en contra de una de ellas sin cuestionar su inocencia o la veracidad de su posición, como ocurre con la adopción de medidas cautelares. La violencia de género no es diferente en este sentido, aunque sí lo es en la falta de credibilidad que se da a la palabra de las mujeres y su cuestionamiento desde los mitos de la perversidad y la mentira.
El machismo quiere imponer la ley del silencio para que se una a la ley de la invisibilidad que ya impuso hace siglos, y así poder conseguir su anhelada ley de la negación de la violencia de género. No lo va a conseguir, hoy las mujeres hablan de la violencia que ejercen los hombres y la sociedad escucha atenta para actuar contra ella y erradicarla de nuestra realidad.