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Ferrer i Guàrdia, la utopía educativa de hace más de 100 años de un pedagogo que acabó fusilado

La noche del 13 de octubre de 1909 miles de personas protagonizaron violentos disturbios en París, frente a la embajada española. Ese día y los siguientes también se registraron protestas en Bruselas, Milán, Lisboa… Una auténtica oleada de solidaridad internacional, sobre todo desde círculos anarquistas y librepensadores, contra el fusilamiento en Barcelona de un pedagogo.

Francesc Ferrer i Guàrdia, de 50 años, había sido conducido esa mañana de octubre hasta el foso de Santa Amalia, en la prisión del Castillo de Montjuïc. Frente al pelotón que iba a ejecutarle, se negó a arrodillarse. Tampoco quiso darles la espalda. Justo antes de recibir la descarga de balas, proclamó: “¡Soy inocente! ¡Viva la Escuela Moderna!”.

Su ejecución, tras una condena como chivo expiatorio de la revuelta de la Semana Trágica en Barcelona, provocó la ira de la prensa extranjera, de los seguidores de sus teorías pedagógicas y de los movimientos anarquistas. Un impacto mucho mayor que el que desató en España, donde Ferrer i Guàrdia se había ganado demasiados enemigos.

Más de 100 años después, y pese a que fueron muy pocos los que le reivindicaron durante años, la obra de Ferrer i Guàrdia permanece como una de las experiencias pedagógicas más vanguardistas y revolucionarias de la historia de España y Catalunya. Un proyecto educativo, el de la Escuela Moderna, que suponía en las aulas la mezcla de sexos y de clases sociales –algo inédito–, el fomento de la autonomía y la libertad de los alumnos en detrimento del castigo, y la apuesta por la ciencia, la razón y el laicismo como respuesta a la influencia del poder de la iglesia. Todo ello al servicio de la transformación de la sociedad y la emancipación de la clase obrera.

Tan rompedores eran algunos de sus planteamientos que hoy, en un sistema educativo que nada tiene que ver con el de principios del siglo XX, siguen sin resolverse. “Algunos términos han cambiado, y lo que entonces era mezclar las clases sociales ahora se le llama combatir la segregación, pero el debate sigue siendo el mismo”, apunta el pedagogo e historiador Jaume Carbonell. “En cuanto al laicismo, está bastante asumido que la escuela es no confesional, pero para que sea totalmente laica habría que abolir el Concordato de la Santa Sede”, añade.

La Escuela Moderna fue la obra cumbre del pedagogo Ferrer i Guàrdia tras una agitada vida de activismo político que empezó con el republicanismo, de adolescente, y que le llevó a vivir durante años exiliado en París, donde viró hacia las tesis más anarquistas y librepensadoras, y donde entró en contacto con distintas corrientes educativas.

“Él se empapaba como una esponja y bebía de aquí y de allí, de forma sincrética y poco sectaria, del humanismo francmasónico al vitalismo, de Kropotkin a Paul Robin”, resume Pere Solà Gussinyer, catedrático emérito de historia de la educación de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) y autor de varias publicaciones sobre esa figura. Una de las más llamativas fue su experiencia con el francés Robin, otro pedagogo anarquista, que desarrolló durante años en un orfanato en Cempuis un proyecto coeducador, laico y emancipador que cautivó a Ferrer i Guàrdia.

A su vuelta a Barcelona, y gracias en parte a una herencia de una antigua alumna francesa, Ferrer i Guàrdia fundó la Escuela Moderna. Abrió las puertas en 1901, en un edificio de la calle Bailén, en el barrio del Eixample.

En aquel contexto, las ideas de Ferrer i Guàrdia conectaban con los movimientos crecientes en la ciudad de sindicalismo libertario y la proliferación de ateneos populares. Su escuela se oponía al sistema educativo del momento. “Había en ese momento una enseñanza primaria de muy baja calidad, con elevadas ratios de analfabetismo, sobre todo femenino, y una enseñanza secundaria muy mediatizada por el clero, con poquísimas excepciones”, sostiene Solà i Gussinyer.

Frente a la doctrina de la iglesia y a una escuela estatal muy tradicional, la Escuela Moderna ofrecía a sus alumnos una enseñanza que pocos habían planteado antes en España o Catalunya, los más conocidos la Institución Libre de Enseñanza en Madrid (con los mantuvo algún contacto). Entre sus pilares, además de la coeducación –de sexo y clase– y el laicismo, estaban la supresión de los exámenes y los castigos, el contacto con la naturaleza, la higiene o el aprendizaje activo, a partir de la práctica.

Vicenç Molina, historiador, maestro y miembro de la Fundación Ferrer i Guàrdia –ubicada en Barcelona–, señala otras particularidades. “Una que pertenecía a la estructura medular de la actividad didáctica de la Escuela Moderna consistía en ir a visitar con los niños y niñas fábricas textiles y talleres, un par de veces al mes”, expresa. La realidad social fue material educativo primordial para este pedagogo. Lo dejó escrito sus Principios de moral científica, que empiezan con una carta al profesorado: “Cada maestro ha de utilizar las noticias que, casi sin comentario, se dan en los diarios, ora un hombre fallecido por hambre, ora de otro aplastado por la caída de un andamio […] Son innumerables los hechos que pueden servir de ejemplo para que los niños se convenzan bien de la realidad de las injusticias sociales”.

También destacó la actividad de la Escuela Moderna por sus sesiones dominicales de formación de adultos, con conferencias en las que participaron Santiago Ramon y Cajal o Odón de Buen. O toda la actividad de la editorial (del mismo nombre que la escuela) con la que acompañó la educativa, y que consideraba igual de importante.

Pese a su legado, la Escuela Moderna que creó Ferrer i Guàrdia fue una experiencia muy breve, de 1901 a 1906. Su modelo fue replicado por decenas de escuelas durante esos años y en tiempos posteriores, no solo en Catalunya, sino también por toda Europa y hasta en América Latina, pero la experiencia de la calle Bailén acabó tan solo cinco años después de empezar. De forma abrupta y definitiva.

La Escuela Moderna fue clausurada de forma oficial debido al procesamiento de Ferrer i Guàrdia por el intento de regicidio en mayo de1906 contra Alfonso XIII en el día de su boda con Victoria Eugenia. Mateo Morral, el anarquista que les lanzó una bomba, era el bibliotecario de la Escuela Moderna.

Ferrer i Guàrdia acabó absuelto, pero no le dejaron volver a abrir la escuela. Entre su activismo político, su enfrentamiento con la iglesia a través de la escuela y aquello último, se había convertido en “el enemigo número uno de la monarquía, del ejército, de la iglesia, de la derecha española y de la burguesía catalana”, señala Solà i Gussinyer. “Querían destruirlo y lo consiguieron”, añade.

Salió del país y pasó por Francia y Bélgica –donde presidió la Liga Internacional para la Educación Racional– hasta que en 1909 volvió a Barcelona. Su regreso fue justo antes de la revuelta de la Semana Trágica en la ciudad. Y le acusaron de haber sido uno de sus instigadores. El juicio, según los historiadores, no llegó a probar nada de ello, pero aún así lo condenaron a muerte y lo acabaron fusilando en el Castillo de Montjuïc. «El montaje contra Ferrer i Guàrdia no se explica sin el miedo que despertó a las clases dominantes en parte debido a la Escuela Moderna», resume Carbonell.

Un legado poco reivindicado

Todos los historiadores consultados aseguran que la Escuela Moderna influyó de alguna u otra forma en las corrientes de renovación pedagógica que proliferaron al cabo de pocos años en Catalunya y España, y que culminaron de alguna forma con la escuela de la Segunda República. “Mucho de lo que intenta hacer Marcel·lí Domingo [ministro de Educación republicano] y la renovación pedagógica está inspirado en aspectos de Ferrer i Guàrdia, pero más por su obra práctica que por sus decantaciones políticas”, argumenta Vicenç Molina.

“La línea de Ferrer i Guàrdia tiene muchos puntos de contacto con la Escuela Nueva, todo lo que tiene que ver con la vinculación con el medio, el respeto al niño, la autonomía…”, enumera Carbonell. Su figura, sin embargo, fue mucho menos reivindicada que la mayoría de grandes pedagogos como Montessori o Decroly.

La principal razón de que no se le reivindicase fue el odio visceral que despertó entre todos sectores poderosos españoles y catalanes pero no solo, también entre algunos círculos progresistas. Pero Molina señala otros: “Es posible que fuera una figura bastante antipática y inflexible, quizás no en la escuela pero sí en sus textos, con una retórica ampulosa”. Tampoco gustó al catalanismo posterior que no hubiese optado por el catalán como lengua de la escuela, sino por el castellano, idioma que consideraba más universal (y que hubiese querido sustituir por el esperanto).

Una simple comparación entre dos estatuas que homenajean su figura, la de Bruselas y la de Barcelona, ejemplifican ese legado. En la capital belga erigieron el monumento a Ferrer i Guàrdia ya en 1911, lo que provocó un conflicto diplomático con España. En Bélgica, Ferrer i Guàrdia ha sido durante años una figura venerada como mártir del librepensamiento. En Barcelona, sin embargo, aunque durante la Segunda República dio nombre a la actual Plaza Urquinaona, no fue hasta 1990 que el Ayuntamiento de Pasqual Maragall le erigió una estatua. En sus memorias, el entonces alcalde explicó: “Encargué una copia para ponerla en Montjuïc, pero esas cosas las quería hacer de acuerdo con la oposición y Convergència protestó, dijo que aquello era masonería […]. La oposición me obligó a poner la escultura en Montjuïc, pero en un lugar donde no se ve”.

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