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Francia y Europa, entre el laicismo y la islamofobia

Los roces entre las crecientes poblaciones musulmanas de Europa y los estados del continente son frecuentes. El presidente Emmanuel Macron presentará en diciembre un proyecto de ley para combatir la «separación» de las comunidades musulmanas en Francia. Es un paso en la buena dirección, aunque debería ir acompañado por medidas para combatir la islamofobia que sufren millones de musulmanes europeos.

La reciente declaración del presidente Emmanuel Macron sobre el laicismo, en la que da preferencia al laicismo sobre la religión, y concretamente sobre el islam, ha chocado con un sector importante de la población musulmana de Francia, que se estima en seis millones de personas y que según todas las proyecciones va a seguir aumentando en el futuro.

Macron acusó de «separatismo» a los musulmanes que no aceptan los valores seculares y republicanos, una circunstancia que no solo se da en Francia sino en otros países donde existen importantes bolsas de población musulmana. En todo el continente existe una confusión enorme respecto a la manera de relacionarse con el islam y no hay una posición común al respecto.

Una cuestión que ha levantado ampollas es que en más de una ocasión Macron parecía referirse al conjunto de los musulmanes franceses y no a los radicalizados, que constituyen una fracción del total. La mayoría comparte su vida cotidiana con el resto de la población mezclándose con los franceses no musulmanes.

Una buena parte de la inmigración musulmana de Francia procede de antiguas colonias, particularmente de Marruecos y Argelia, donde en los últimos años se está cuestionando el periodo de colonización desde numerosos puntos de vista, algo que coincide con la decadencia que están experimentando Europa y Occidente en general.

No es tangencial que los cimientos de Occidente empezaran a erosionarse justamente cuando los pensadores y filósofos postmodernos franceses se lanzaron a criticar los valores racionalistas surgidos de la Ilustración. Como consecuencia de esas críticas, nuestra época está marcada por una desconfianza hacia el patriarcado y hacia los valores racionalistas.

En este contexto las palabras de Macron son un intento de recuperar aquellos valores y, más concretamente, el principio del laicismo que Francia codificó en 1905, un principio que colisiona con el islam, donde es prácticamente imposible separar la religión de la política. Numerosos ideólogos islamistas contemporáneos han resaltado que si el islam no es político no es nada.

«El islam es una religión que está en crisis en todo el mundo hoy», proclamó Macron la semana pasada, para añadir que no hará concesiones en su plan para combatir el «separatismo» de los musulmanes, una lucha a la que probablemente espera que se sumen otros mandatarios europeos y que tiene ya un buen puñado de aliados en el mundo árabe, con el príncipe emiratí Mohammad bin Zayed a la cabeza.

Este debate no es un nuevo en Francia. El presidente Macron quiere proteger el laicismo, la separación entre la iglesia y el estado, con un estado que debe ser neutral en términos de religión, permitiendo que cada ciudadano sea libre para seguir la fe de su elección. «El secularismo es el fundamento de una Francia unida», recalcó.

Pero en los tiempos que corren, donde las crisis se suceden sin solución de continuidad en Occidente y donde los valores son más líquidos que nunca, el multiculturalismo está logrando imponerse en el continente para disgusto de más de uno, incluido Macron. Es difícil imaginar una Francia uniforme, como la que él pretende, si se da libertad a la sociedad y los individuos. Fueron los mismos filósofos posmodernos los que dieron el golpe de gracia a la uniformidad.

Macron someterá en diciembre un proyecto de ley para resolver los problemas derivados de la religión, es decir del islam. Se impedirá que los niños acudan a escuelas que ofrecen una educación musulmana e ignoran el programa educativo francés, y también se impedirá la educación a distancia de los estudiantes musulmanes a quienes no se permite acudir a las escuelas estatales, por ejemplo a las niñas que insisten en cubrirse la cabeza con el hiyab.

Estas medidas sin duda son loables, pero hay que considerar que no se pueden poner puertas al campo y que por lo tanto no acabarán con el islam que Macron pretende eliminar. Crearán problemas y conflictos más agudos que de una manera u otra se resolverán en su mayor parte a favor del gobierno, pero la cuestión de fondo no desaparecerá.

Más significativas serán otras medidas, como la vigilancia de mezquitas, donde se prohibirán los sermones de imanes extranjeros radicalizados y se controlará más a los imanes en general. Esto redundará en beneficio de todos. Aunque no terminará con la radicalización la podría reducir sensiblemente.

En medios musulmanes y en algunos círculos progresistas se ha acusado a Macron de propagar la islamofobia, una clase de racismo que está en boga en Francia y en el resto de Europa. Para combatirlo sería necesario que el presidente francés también tomara medidas para acabar con la discriminación que sufre la población musulmana en un sinfín de apartados.

Los detractores de Macron han argumentado que el proyecto de ley vulnera los derechos de los musulmanes estipulados en el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos referente a la libertad de religión, incluida la libertad de enseñar las creencias y la libertad de observar los mandatos religiosos.

El problema es que a veces estos mandatos y estas creencias se topan con las leyes de los países de adopción de la población inmigrante, y que de estos choques saltan chispas. Es una cuestión que de alguna manera se debería regular, no solo en Francia sino en el conjunto de Europa, pero debería hacerse con el mayor tacto posible para que al pretender evitar la radicalización no surjan reacciones que agraven la creciente e inadmisible discriminación.

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