Llega a los cines ‘Akelarre’, de Pablo Agüero, un alegato contra la violencia patriarcal con el telón de fondo de la caza de brujas en la Euskal Herria del siglo XVII.
Es sabido que todo lo relacionado con las brujas y su persecución durante 300 años, entre el siglo XV y el XVII, es la historia de un delirio. La propia palabra akelarre es un invento de los inquisidores. No existía en lengua vasca antes de que unos frailes oligofrénicos y libidinosos tradujeran de forma errónea o malintencionada el término alkelarre durante el proceso a las llamadas brujas de Zugarramurdi, en 1609. Donde los interrogados decían, en euskera, “campo de pasto para las cabras”, los perseguidores, inventándose un palabro, interpretaban “prado del macho cabrío”, que era el escenario donde se desarrollaban, según ellos, los supuestos rituales de adoración a Satán.
Akelarre, la película que dirige el argentino Pablo Agüero y que llega este viernes a los cines, se inspira libremente en el libro Tratado de la inconsciencia de los malos ángeles y demonios, del juez francés Pierre de Lancre. Este magistrado fue enviado por Enrique IV, rey de Francia y de Navarra, a la región de Labort, en el País Vasco francés, para purgar de brujas el territorio y, en especial, la localidad de San Juan de Luz. Se decía que allí las esposas de los pescadores, en ausencia de sus maridos, se dedicaban a la práctica de la hechicería. Y allí que se fue el funcionario dispuesto a dar tormento y a achicharrar en la hoguera a las amantes del diablo.
Se estima que, como poco, quemó a 24 mujeres. Otras cifras hablan de 60. Y porque no le dio tiempo a más: tras cuatro meses de instrucción, los marineros volvieron de Terranova, detuvieron por la fuerza aquella locura y Lancre se volvió a la corte oliendo a chamusquina y con un calentón de aúpa. Porque a eso se reducía todo. Las muchachas estaban solas en el pueblo y Lancre era un trastornado. El magistrado dejó abundantes muestras de su babosidad en sus escritos. Por ejemplo, la visión de la gente joven bañándose en la playa de Biarritz le ponía cachondísimo: “Esa mezcla de muchachas y jóvenes pescadores que se puede ver en la costa, todos en camisola y sin nada debajo, revolcándose entre las olas…”.
El gran acierto de Agüero a la hora de tratar el tema de la caza de brujas ha sido aparcar el misterio de las típicas producciones de terror, incluso su lectura como pura metáfora política (alabado sea Arthur Miller), y centrarse en aquella infamia como lo que fue (¿y aún es hoy?) en realidad: un crimen del patriarcado. Los dos protagonistas de la cinta, el inquisidor interpretado por Alex Brendemühl y la acusada encarnada por Amaia Aberasturi, transmiten de forma extraordinaria esta relación malsana entre el puritanismo religioso y el sexo femenino. “Si la mujer no obedece a su marido y a su padre, se derrumba el sistema de poder. La mujer ha estado siempre en lo más bajo de la pirámide. En toda nuestra cultura cristiana se le acusa del origen del mal, es la culpable de la expulsión del paraíso, está maldita”, explicaba el director a la agencia EFE durante la presentación de la película en el pasado el Festival de San Sebastián.
El odioso personaje interpretado por Brendemühl, además de tomar como referencia a Pierre de Lancre, adquiere también alguno de los rasgos de Heinrich Kramer, monje dominico coautor, junto a Jacob Sprenger, del libro Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas). Aquel volumen escrito por Kramer fue todo un best seller en el siglo XVI y en él detallaba los rituales de las supuestas hechiceras y las torturas a las que debían ser sometidas durante los interrogatorios. El problema, claro está, es que todo era producto de su rijosa y retorcida imaginación. Kramer estaba obsesionado con el sexo y con las mujeres, y les atribuía todo tipo de relaciones con el diablo, además de un insaciable y genérico apetito sexual con el que buscaban condenar a los hombres.
Era asimismo un fanático de las ordalías. Esta aberración consistía en torturar a la acusada y si esta se curaba milagrosamente de las heridas en poco tiempo es que era inocente. Y si no, a la hoguera. Si las obligaba, por ejemplo, a sumergirse en agua bendita helada y estas acababan por salir a flote para tomar aire, es que eran culpables. A la hoguera. También conminaba a los inquisidores a afeitarles todo el cuerpo con un hierro candente para buscar la “marca del diablo”, que era el símbolo de su unión con el maligno.
El panfleto terrorista firmado por Kramer tuvo al menos 34 ediciones a lo largo de casi 200 años. El cúmulo de disparates que exponía el lujurioso fraile era tan manifiesto que hasta la Iglesia católica, escandalizada ante tanta fantasía demoníaco-sexual, lo prohibió poco después de su primera edición en 1486… con poco éxito. El libro fue enormemente difundido en Europa central, donde la quema de brujas gozó de gran popularidad entre los fieles protestantes hasta bien entrado el siglo XVII.
Alessandro Manzoni, en su libro Historia de la columna infame, un texto demoledor y ya clásico contra la tortura, analizaba con gran lucidez las razones últimas de estos ejecutores de tormentos: “Conviene reconocer los motivos verdaderos y efectivos: que fueron actos inicuos provocados… ¿por qué sino por pasiones perversas?”. En eso incide también Pablo Agüero: “Es la belleza y la libertad de esas mujeres lo que les perturba, lo interesante es que este juez lo admite mientras que otros lo niegan, buscan subterfugios porque no quieren admitir que el demonio, en realidad, está en ellos”.
El director argentino prescinde de la parte fantástica pero no de los mitos ni de la cultura vasca, a los que se acerca con el respeto y la delicadeza recomendados por Julio Caro Baroja en Las brujas y su mundo: “Cuando uno se llegaba a interesar por ellos y a no considerarlos como puro signo de rusticidad, percibía los acentos misteriosos a veces, líricos otras, burlescos también en ocasiones, de que estaba henchida tal imagen [arcaica]”. El elemento burlesco, por cierto, tiene un gran protagonismo en el filme. Las chicas acusadas de brujería no pueden tomarse en serio las mamarrachadas de esos hombres y se resisten a perder la alegría incluso en los momentos más dolorosos.
Entre todas ellas destaca Aberasturi, revelación de esta película y rostro de esa “belleza y libertad” de la que habla su director. Su personaje, Ana, es una versión vasca de la Scheherezade de Las mil y una noches. Con la esperanza de aplazar su ejecución y la de sus compañeras, Ana va desgranando poco a poco ante el atónito e inflamado inquisidor los detalles de un imaginario ritual del akelarre o sabbat. Su plan es ganar tiempo hasta que los marineros que están en alta mar regresen al pueblo. Pero dejémoslo aquí para no destripar más el argumento.
Y en ese momento Scheherezade vio aparecer la mañana y, discretamente, dejó de hablar…