Hola, Héctor. Tengo ahora 58 años. Te cuento brevemente la intensa experiencia que viví a los 17, por sus grandes similitudes con la tuya. Retrocedamos, pues, a 1979. Tavernes de la Valldigna, València. Meses atrás se había refrendado la llamada Carta
Magna, llena de pomposas declaraciones sin contenido real, como ha demostrado el correr del tiempo. Cuánto papel mojado, vaya. Yo, que siempre he creído en muchas cosas, pero jamás en las relacionadas con los distintos dogmas ultramundanos, estudiaba entonces tercero de BUP en el único instituto de mi pueblo, y, no bien se me presentó la posibilidad de hacerlo (antes había explicado a mis padres mi plan, únicamente para mantenerlos informados ), solicité en solitario, porque no había ningún otro alumno resuelto a dar semejante paso, la exención de cursar la asignatura de religión acogiéndome al derecho a objetar por motivos de conciencia, el cual, oh sorpresa, no tardó en serme reconocido. A partir de ese día, mientras el resto de mis compañeros continuaban recibiendo su adoctrinamiento semanal (unos pocos de ellos, a pesar de los pesares), yo, puesto que no existía ninguna asignatura alternativa, afortunadamente, me daba un paseo por el patio o me sentaba a leer un rato o me entretenía escuchando el canto de los pájaros.
Antes, en mi propia clase, había promovido una votación, precedida por un debate abierto entre los partidarios y los detractores de mi iniciativa, para quitar el dichoso crucifijo que colgaba de la pared, sobre la pizarra. El caso es que el resultado fue holgadamente favorable a su retirada. Luego comunicamos al director del instituto nuestra decisión y este (he ahí el factor decisivo en aquella época, supongo), un joven, carismático, muy inteligente y dialogante catedrático de Historia, además de extraordinario profesor, la respetó sin rechistar, aunque él, me figuro, sí tenía sus convicciones religiosas. Fuera lo que fuera, desde esa misma fecha el crucifijo de marras nunca más volvió a exhibirse en el aula. Y corría el año 1979, sí…
En fin, parece que caminamos hacia atrás, Héctor, como los cangrejos, pero a una velocidad de vértigo. No obstante, tú no debes rendirte jamás. Sigue siempre adelante, con la cabeza muy alta, pues ofreces un ejemplo magnífico a los demasiado numerosos jóvenes resignados, acomodadizos y conformistas de hoy. Recibe un abrazo y toda mi solidaridad.
Roger Rodrigo