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El terremoto de Lisboa (1755) ¿Castigo de Dios?

En la exposición de catástrofes es habitual que sus intérpretes atribuyan su origen a un castigo de Dios. La expresión castigo de Dios se convertirá en una de las cuñas publicitarias más utilizadas por la casta dirigente sacerdotal para mantener a raya una comunidad que vive escindida entre el poder religioso y político y una sociedad civil ilustrada, más o menos heterodoxa, pero, que, tampoco, acierta a explicar racional y científicamente el porqué de tales desgracias. Menos aún, el modo de atajarlas aplicando las correspondientes vacunas o el farmacon antiguo, renovado por la modernidad médica.

Lo terrible del asunto será que a la Iglesia le dará lo mismo peste que terremoto.Toda anomalía cósmica será considerada castigo de Dios. Y de este canon interpretativo no la sacará ninguna vacuna, ni ningún avance científico.

Un ejemplo elocuente de lo que digo lo protagonizaría Fray Diego de Ocaña cuando describe la erupción de un terremoto que tuvo lugar en la ciudad de Arequipa, provincia del Perú, el 19 de febrero de 1600. Dice que, a su paso por esta ciudad, el 24 de julio de 1603, decidió entrar en ella sólo para ver y saber qué había sucedido. Ocaña redacta su testimonio en el convento de san Francisco. Lo que relata está en función de lo que le suministran los testigos directos del “reventazón” del volcán. Entre ellos, aparece un tal Sebastián de Mosqueda que resulta ser Contador de la Hacienda Real. El hombre, tras decir “lo que en efecto pasó”, añadirá: “Sea Dios bendito que tan gran castigo envió sobre esta ciudad, tomando por instrumento una cosa tan leve como es un poco de ceniza; pero ésta fue tanta que durará toda la vida”.

No solo reconoce que Dios sea autor de tal catástrofe, sino que, además, existen motivos suficientes para bendecirlo, porque, en esta ocasión, no se pasó de la raya chamuscando a todo vecino, sino que se limitó a rociarlos tan solo con un baño de cenizas que “solo fue un poco y, luego, fue tanta”. Así que, en lugar de maldecirlo, habría que darle las gracias.

Terremoto de Lisboa

El terremoto de Lisboa tuvo lugar en 1755 a las 9:20 del 1 de noviembre, festividad de Todos los Santos. A las diez de la mañana, el temblor se sintió, también, en Sevilla y otras ciudades españolas, alcanzando entre los 8-9 grados en la actual escala de Richter.

Le siguieron varias réplicas dando origen más tarde a un devastador maremoto con olas gigantescas que arrasaron las costas del golfo de Cádiz y del Norte de Marruecos y otras ciudades de Italia, Alemania, Holanda, Suecia, Noruega, Constantinopla, Madrid y Salamanca, donde se dijo que hasta la torre mayor de la catedral se quedó ligeramente inclinada por el temblor.

Toda Europa padeció dicha sacudida. Lo que, desde una interpretación teológica providencialista, significaba que Europa, con algunas excepciones de países, estaba siendo castigada por Dios por la magnitud de sus pecados, tanto de católicos, musulmanes y protestantes. Un castigo ecuménico y democrático, sin duda.

La explicación teológica en España del evento no se hizo esperar.

El mismo día, 1 de noviembre de 1755, un Edicto del Provisor y Cabildo de la Iglesia de Sevilla se refirió al terremoto “como castigo divino por los graves pecados de los hombres”, mandando que “se hicieran rogativas y que la víspera del Patrocinio de la Virgen y durante tres días de la semana siguiente se ayune con abstinencia de carne y la víspera de la fiesta del Patrocinio se ayune perpetuamente”.

Y todo ello como prevención, pues la ciudad no sufrió la destrucción devastadora de otras ciudades, por lo que, el 5 de noviembre, este mismo cabildo manifestó públicamente el agradecimiento de la ciudad “por haber sido protegida por la Virgen de los Milagros, con diversos cultos, entre ellos un novenario y una procesión general de toda la comunidad eclesiástica, secular y regular, y de las hermandades, obras pías y confraternidades de la ciudad”. Ni que decir tiene que los sevillanos se consideraron los elegidos de Dios, aunque no serían los únicos en caer en este embozo. El 26 de noviembre, el cabildo “solicitaría a los hermanos de la cofradía de la Soledad que celebrasen oficios y otros actos con motivo del terremoto, ya que en otros momentos de aflicción vividos por la ciudad la Virgen de la Soledad había servido de consuelo a los vecinos”. ¡Ah, el consuelo de la Virgen, qué gran consuelo!

Y del sur de España al norte. En Tudela (Navarra), al cantarse la epístola de la misa mayor en la iglesia de Santa María, se sintió un gran temblor de tierra de tales proporciones que los fieles salieron de estampida del templo en medio de un griterío tremendo. El presbítero, que leía la epístola y que estaba tan acojonado como los feligreses, hizo lo propio. Entendió que las preces a Dios sobraban y que lo mejor era poner el culo a mejor recaudo. Ni siquiera se detuvo a pensar cómo era posible que ese Dios al que rezaba se dedicase a destrozar los edificios en los que se le mostraba tanta devoción.

Situación irónica como pocas. Quienes sufrían el terrible impacto devastador del terremoto lo consideraban castigo de Dios y los que se veían libres del mismo lo interpretaban igual, pero al bies, como un regalo providencial. Ahora bien, ¿por qué a unos Dios los fustigaba y a otros no? Otro misterio de la fe, que diría el teólogo de turno.

Claro que, en ocasiones, no se trataba únicamente de la voluntad divina, sino de disponer de un padrino que intercediera ante dicha voluntad. Eso es lo que pensaron los pamploneses en 1755, viendo cómo Europa estaba siendo destrozada por un terremoto y, en cambio, Pamplona no sufría ni un miserable temblor. ¿Por qué? ¿A quién debió tal merced? Ni más ni menos que a san Fermín. Que la ciudad se viese ajena a esta espantosa tragedia fue gracia debida a la protección excelsa del patrón de la ciudad.

El Ayuntamiento no lo dudó ni un momento. Prueba de ello es que sus regidores, en sesión extraordinaria del 18 de noviembre de ese año, “dijeron y acordaron que por el correo ordinario, con sumo dolor y sentimiento, se han sabido las lastimosas y funestas tragedias que ocasionó el formidable, espantoso terremoto o temblor universal de tierra que hubo a las diez menos cuarto el día de Todos los Santos último en Lisboa, corte del rey de Portugal, y sus comarcas, Madrid, Sevilla, Cádiz, Andalucía y otras muchas partes de España, sepultando en sus ruinas muchas gentes y quedado los tempos y edificios unos caídos y otros abiertos, desplomados y amenazando próxima ruina.

Y al paso que en aquellos países han sido tan lastimosos los estragos, en esta Ciudad y Reyno casi fue imperceptible; y aunque posteriormente hubo aquí otro temblor grande de tierra, poco antes de las tres de la mañana del día sábado 15 del corriente, tampoco ha causado año alguno en gentes, templos, edificios, muros, fortaleza ni casas, atribuyéndose esta gran misericordia de Dios Nuestro Señor al influjo y protección de nuestro glorioso Patrón san Fermín y siendo tan debido y correspondiente manifestar la más humilde reverente gratitud a tan singular beneficio, resolvió que mediante del Ilustrísimo señor ministro (obispo) se celebre mañana miércoles a las once, misa con Te Deum en la capilla de nuestro santo Patrón, implorando al mismo tiempo la divina clemencia para que se digne continuar los efectos de su benignísima piedad, librándonos de semejante mal y otros males…”

En efecto. Se constituyó una comisión para visitar al obispo y solicitar de su mandato dicha licencia. Obtenida esta, se dirigieron a San Lorenzo para avisar al párroco para que asistiese con su cabildo a la capilla de música y animar así la celebración de acción de gracias, no fuera que Dios se arrepintiera y enviase un nuevo temblor de verdad a la ciudad.

Y, como no hubo más terremoto que lamentar, san Fermín quedó la mar de bien. Claro que, con el tiempo, más de uno se preguntaría, qué estaba haciendo el santo en el cielo cuando las pestes coléricas de 1834, 1855 y 1885 afligieron a parte de la población navarra. En honor de la verdad, hay que decir que en 1885 los regidores no se acordaron de implorar a san Fermín, sino a san Francisco Javier que, también, debía tener su influencia en el sanedrín celestial. Y, por supuesto, el santo misionero logró mitigar la última epidemia, al margen, claro está, de la profilaxis de la clase médica del momento, dando origen así a la peregrinación a Javier.

No lo negaré. Tener santos con tanto pedigrí en la corte celestial es una bicoca en tiempo de calamidades, mucho más que invocar a san Koch, san Pasteur o san Fleming.

Controversia entre ilustrados

En estas témporas del terremoto lisboeta, cuando Europa jugaba a ser Ilustrada, racional, moderna, laicista, la indiferencia/presencia de la Providencia fue motivo serio y riguroso de discusión y al que las mentes más preclaras le hincaron la dentada de la reflexión teológica y filosófica. La pregunta era común a ambas ramas del discurso: ¿en qué medida Dios y su voluntad se reflejaba en las catástrofes naturales? Otra cosa fueron sus respuestas.

El ministro portugués Pombal, ilustrado como era, autorizó la publicación de un folleto explicando el temblor por causas naturales. Sin embargo, le salió un serio contrincante en la persona del sacerdote M., quien, desde el púlpito, atribuyó el terremoto a la reforma de las costumbres que, curiosamente, el propio ministro liberal había propiciado con sus medidas laicistas, entre ellas la expulsión de los jesuitas de Portugal.

M. publicó un folleto titulado Juizo do Verdadera Causa do Terremoto (Lisboa, 1756), atribuyéndolo a castigo de Dios. El opúsculo o folleto lo hizo llegar a la familia real y al propio Pombal. Este, al sentirse ridiculizado en el folleto, mandó perseguir al citado M., quien, acusado como falso profeta y hereje, terminó desterrado y, finalmente, encarcelado y, ya viejo, ejecutado en la hoguera. Voltaire deploró su ejecución, impropia de gente ilustrada.

Fue en esta época cuando se acuñó el término Teodicea, ideado por Leibniz, en 1710, quien aseguraba que este mundo era el mejor de todos los mundos posibles, porque expresaba la armonía universal; si no fuera así, Dios no lo hubiera creado. ¿Y qué pasaba cuando esta armonía universal se iba a pique por ejemplo con una peste o con un terremoto? Surgieron dos respuestas que, aunque distintas, tenían algo en común: primero, ambas aceptaban la existencia de la providencia; pero la ilustrada en ningún momento la responsabilizaba directamente del mal sobrevenido. En cambio,  los llamados inquisidores, sí, pues veían en el mal físico (el natural) una consecuencia lógica del mal moral (social). Los filósofos mayormente, lo veían al revés, el mal moral era engendrado por el mal físico.

Voltaire fue uno de los que criticaría con más radicalidad la teodicea leibniziana. Lo que decía el filósofo francés fue lo que diría cualquier anciana del pueblo: ¿cómo es posible que Dios siendo tan bueno permita la muerte de niños y de tanto inocente, incluso, piadosa? En su novela Cándido planteaba que, si éste era el mejor de todos los mundos posibles, cómo serían entonces los demás. Voltaire no era ateo, tan solo deísta, y consideraba que el ser humano no encontraría nunca explicación satisfactoria al origen del mal. Y, menos aún, si se buscaba en Dios, ajeno por completo a los asuntos humanos.

Rousseau argumentaría que, quizás, los que se murieron en el terremoto de Lisboa se libraron de una peor. El filósofo ginebrino siempre tan optimista. El autor de El Contrato Social señalaba, también, que si los hombres construyeran sus casas de otro modo, adaptándose a la naturaleza como hacen los ricos, en vez de someterla, sus efectos colaterales no serían tan desastrosos.

Kant rechazaba tanto las interpretaciones teológicas como metafísicas del desastre. Llamaría la atención sobre un hecho evidente: que un mismo acontecimiento causaba la desgracia de unos y provocaba la alegría de otros, pues, de acuerdo con las noticias de la época, el seísmo de 1755 fue el origen del nacimiento de fuentes minerales en varias partes de Europa. Era lo que faltaba por oír.

Iglesias destruidas y devastadas

Sucede, a veces, que los terremotos destrozan iglesias, santuarios, parroquias, templos de todo tipo, como ocurrió en el terremoto de junio de 1999 en Sudamérica. Es,entonces, cuando la gente se pregunta cómo es posible que la gente más piadosa de este mundo tenga que sufrir tales embates de la naturaleza, no porque esta se encabrite de malos modos, está en sus placas tectónicas y corrimientos hacerlo, sino porque Dios lo quiere y lo permite, además, como castigo. Claro que, en ocasiones, sucede todo lo contrario. A pesar de la fiereza del terremoto, algunas iglesias de mantienen en pie.

En Santiago de Chile, en el año de 1647, el terremoto que sacudió la ciudad sólo quedó intacta una iglesia. Tal hecho fue considerado milagro de Dios y no debido a la formidable estructura de su basamento arquitectónico.

El obispo Gaspar de Villarroel advirtió a los sobrevivientes que de ningún modo debían ver el cataclismo como señal de la ira de Dios, más bien se trataba de una prueba para los creyentes. Sin lugar a dudas, era una forma inteligente de solucionar el problema metafísico que estas destrucciones producían y siguen produciendo en las almas de los hombres de poca fe.

Por el contrario, la gente que encontró la muerte dentro de una iglesia, en el terremoto de Lisboa en 1755, en el justo momento de celebrar la misa de Todos los Santos, no tuvo mucho tiempo para responderse a la pregunta del obispo Gaspar. Peor aún. Si se hubieran enterado de que los cirios y velas encendidas en las iglesias contribuyeron a expandir el fuego sobre los restos que habían quedado de la ciudad después del seísmo, ignoro qué habría quedado en pie de su fe.

La controversia que se generó fue lamentable, pues en el dolor es muy complicado razonar. Y en una sociedad completamente aherrojada por las cadenas de la religión menos todavía. La inteligencia se encuentra en destierro permanente. Una sociedad, en la que para explicar lo que en ella sucede hay que echar mano a la religión, es una sociedad enferma. Lo que resulte de ella tiene que ser terrorífico. De hecho, aquel terremoto devastador, en lugar de unir a las personas, lo que hizo fue desunirlas hasta el odio.

Y así, parte del clero culpó a los judíos y renegados de la ciudad como responsables del incendio e incitó de inmediato a Autos de fe, a fin de pacificar la mala uva de Dios, borracho de venganza. Por su parte, los ingleses anglicanos sugirieron que la catástrofe se debía a la degeneración moral de la sociedad católica de Lisboa, alegrándose del hecho de que la única iglesia que no se había derrumbado era protestante.

Lo que dije. Ni protestantes, ni católicos, se libraron de ser tan obtusos al verse atravesados por la viga de hormigón del providencialismo y del fanatismo religioso. Ni que decir tiene que los protestantes consideraron que Dios estaba de su parte y que, por supuesto, había abandonado a su suerte a los católicos. Y, en medio, los judíos de los que no se acordaba ningún Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Menudo cuadro y menuda caterva de impresentables creyentes. ¿La culpa? No de las masas y de la chusma, ignorante a carta cabal, sino de quienes les predicaban la verdadera doctrina, católica o protestante.

Quizás, todo esto nos parezcan, ahora, zanahorias discursivas de poca monta. La verdad es que, a pesar del tiempo transcurrido, el pensamiento teológico-religioso de los obispos actuales no ha avanzado ni una raya, que diría Pizarro o su primo Hernán Cortés. ¿En qué medida canallesca interviene la Providencia en la destrucción y avasallamiento de ciudades enteras, llevándose por delante niños recién nacidos, niños apenas crecidos y abuelas más creyentes que un ofertorio de misa dominical? Por mucho que haya avanzado la teología, gracias a teólogos como Küng, Schilebeecks o los curas de la liberación, la aporía sigue donde la dejaron los teólogos medievales. Para quienes la Providencia no es ningún problema ni tampoco solución, el estado de la cuestión crítica y dialéctica acerca de su enajenación o indiferencia glacial ante el sufrimiento del inocente les sorprenderá el grado de ingenuidad maniquea con el que estas mentes se enfrentan a un problema que ellos mismos, como teólogos marrulleros, han creado.

Un relato sobre el terremoto de Chile

Me refiero a la novela de Heinrich von Kleist, con el nombre de El terremoto de Chile.

Su argumento es como sigue. El joven protagonista está a punto de suicidarse en la cárcel cuando un terremoto le pone a su disposición una nueva vida, que, desde luego, aprovecha. La mujer que ama sigue idéntica peripecia, pues el mismo terremoto la libra de ser ejecutada por atentar contra las reglas de la buena sociedad, destino que aguardaba, embarazada, en un convento. Después de recorrer por separado una ciudad reducida a escombros, se reencuentran y viven momentos de felicidad “en un estado original de pureza”, tal como diría el propio Rousseau. Tanto es así, que “nadie da importancia a su «pecado». «(…) y mucho se emocionaron al considerar cuánta desgracia había tenido que venir sobre el mundo para que ellos pudiesen ser felices”.

Y es que  nunca llueve a gusto de todos, aunque sea lluvia providencial.Por tanto, la pregunta podría ser ésta: ¿Para qué envió Dios dicho terremoto? ¿Para salvar a unos –en este caso, a unos indeseables y que la sociedad había proscripto-, o para condenar a otros –aquellos que se consideraban muy buenas personas, entre ellos los creyentes?

La respuesta en el próximo neolítico, porque Kleist no deja al lector regodearse mucho tiempo en la ilusión, caso de responder positivamente al primero de los interrogantes. De hecho, se oyen a lo lejos unas campanadas para celebrar misa en la única iglesia que ha resistido al siniestro y adonde se dirigen los amantes para agradecer su milagrosa salvación.

Lo que no esperaban, ya es sabido que los planes de la providencia son inescrutables, es que el sermón del cura se transformará en acusación contra los amantes-pecadores, causantes, al parecer, de la desgracia colectiva. Los amantes son convertidos ipso facto en chivo expiatorio. Y la multitud, amotinada por las palabras del sacerdote, se encarga de que la misa termine en masacre. Con esta imagen acaba el sueño del supuesto progreso al estado puro.

Al final de la novela, te embarga un sentimiento de desamparo y se apodera de ti la imposibilidad de encontrar entre las líneas del texto las razones que pudieran dar sentido a este encadenamiento dramático y su entreacto feliz. ¿O era que se trataba del mejor de los mundos posibles, dado que, al final de la narración, aparece un signo de esperanza en la figura del bebé que ha sobrevivido la matanza?

Piensas que, quizás, la Providencia no haya sido tan cruel. Pero terminas por aceptar que no fue ni cruel, ni piadosa. Porque no hay tal Providencia. Solo hombres insensatos, bárbaros y retorcidos como las fantasías que se inventan, vistan o no traje talar, sean obispos vaticanos, protestantes o ulemas… para seguir dominando los miedos de los hombres. Así que, finalmente, sueñas con el día en que, al unísono democrático, esta caterva de sujetos se haga el harakiri produciendo en el mundo una paz universal. Desgraciadamente, no caerá esa breva.

En la exposición de catástrofes es habitual que sus intérpretes atribuyan su origen a un castigo de Dios. La expresión castigo de Dios se convertirá en una de las cuñas publicitarias más utilizadas por la casta dirigente sacerdotal para mantener a raya una comunidad que vive escindida entre el poder religioso y político y una sociedad civil ilustrada, más o menos heterodoxa, pero, que, tampoco, acierta a explicar racional y científicamente el porqué de tales desgracias. Menos aún, el modo de atajarlas aplicando las correspondientes vacunas o el farmacon antiguo, renovado por la modernidad médica.

Lo terrible del asunto será que a la Iglesia le dará lo mismo peste que terremoto.Toda anomalía cósmica será considerada castigo de Dios. Y de este canon interpretativo no la sacará ninguna vacuna, ni ningún avance científico.

Un ejemplo elocuente de lo que digo lo protagonizaría Fray Diego de Ocaña cuando describe la erupción de un terremoto que tuvo lugar en la ciudad de Arequipa, provincia del Perú, el 19 de febrero de 1600. Dice que, a su paso por esta ciudad, el 24 de julio de 1603, decidió entrar en ella sólo para ver y saber qué había sucedido. Ocaña redacta su testimonio en el convento de san Francisco. Lo que relata está en función de lo que le suministran los testigos directos del “reventazón” del volcán. Entre ellos, aparece un tal Sebastián de Mosqueda que resulta ser Contador de la Hacienda Real. El hombre, tras decir “lo que en efecto pasó”, añadirá: “Sea Dios bendito que tan gran castigo envió sobre esta ciudad, tomando por instrumento una cosa tan leve como es un poco de ceniza; pero ésta fue tanta que durará toda la vida”.

No solo reconoce que Dios sea autor de tal catástrofe, sino que, además, existen motivos suficientes para bendecirlo, porque, en esta ocasión, no se pasó de la raya chamuscando a todo vecino, sino que se limitó a rociarlos tan solo con un baño de cenizas que “solo fue un poco y, luego, fue tanta”. Así que, en lugar de maldecirlo, habría que darle las gracias.

Terremoto de Lisboa

El terremoto de Lisboa tuvo lugar en 1755 a las 9:20 del 1 de noviembre, festividad de Todos los Santos. A las diez de la mañana, el temblor se sintió, también, en Sevilla y otras ciudades españolas, alcanzando entre los 8-9 grados en la actual escala de Richter.

Le siguieron varias réplicas dando origen más tarde a un devastador maremoto con olas gigantescas que arrasaron las costas del golfo de Cádiz y del Norte de Marruecos y otras ciudades de Italia, Alemania, Holanda, Suecia, Noruega, Constantinopla, Madrid y Salamanca, donde se dijo que hasta la torre mayor de la catedral se quedó ligeramente inclinada por el temblor.

Toda Europa padeció dicha sacudida. Lo que, desde una interpretación teológica providencialista, significaba que Europa, con algunas excepciones de países, estaba siendo castigada por Dios por la magnitud de sus pecados, tanto de católicos, musulmanes y protestantes. Un castigo ecuménico y democrático, sin duda.

La explicación teológica en España del evento no se hizo esperar.

El mismo día, 1 de noviembre de 1755, un Edicto del Provisor y Cabildo de la Iglesia de Sevilla se refirió al terremoto “como castigo divino por los graves pecados de los hombres”, mandando que “se hicieran rogativas y que la víspera del Patrocinio de la Virgen y durante tres días de la semana siguiente se ayune con abstinencia de carne y la víspera de la fiesta del Patrocinio se ayune perpetuamente”.

Y todo ello como prevención, pues la ciudad no sufrió la destrucción devastadora de otras ciudades, por lo que, el 5 de noviembre, este mismo cabildo manifestó públicamente el agradecimiento de la ciudad “por haber sido protegida por la Virgen de los Milagros, con diversos cultos, entre ellos un novenario y una procesión general de toda la comunidad eclesiástica, secular y regular, y de las hermandades, obras pías y confraternidades de la ciudad”. Ni que decir tiene que los sevillanos se consideraron los elegidos de Dios, aunque no serían los únicos en caer en este embozo. El 26 de noviembre, el cabildo “solicitaría a los hermanos de la cofradía de la Soledad que celebrasen oficios y otros actos con motivo del terremoto, ya que en otros momentos de aflicción vividos por la ciudad la Virgen de la Soledad había servido de consuelo a los vecinos”. ¡Ah, el consuelo de la Virgen, qué gran consuelo!

Y del sur de España al norte. En Tudela (Navarra), al cantarse la epístola de la misa mayor en la iglesia de Santa María, se sintió un gran temblor de tierra de tales proporciones que los fieles salieron de estampida del templo en medio de un griterío tremendo. El presbítero, que leía la epístola y que estaba tan acojonado como los feligreses, hizo lo propio. Entendió que las preces a Dios sobraban y que lo mejor era poner el culo a mejor recaudo. Ni siquiera se detuvo a pensar cómo era posible que ese Dios al que rezaba se dedicase a destrozar los edificios en los que se le mostraba tanta devoción.

Situación irónica como pocas. Quienes sufrían el terrible impacto devastador del terremoto lo consideraban castigo de Dios y los que se veían libres del mismo lo interpretaban igual, pero al bies, como un regalo providencial. Ahora bien, ¿por qué a unos Dios los fustigaba y a otros no? Otro misterio de la fe, que diría el teólogo de turno.

Claro que, en ocasiones, no se trataba únicamente de la voluntad divina, sino de disponer de un padrino que intercediera ante dicha voluntad. Eso es lo que pensaron los pamploneses en 1755, viendo cómo Europa estaba siendo destrozada por un terremoto y, en cambio, Pamplona no sufría ni un miserable temblor. ¿Por qué? ¿A quién debió tal merced? Ni más ni menos que a san Fermín. Que la ciudad se viese ajena a esta espantosa tragedia fue gracia debida a la protección excelsa del patrón de la ciudad.

El Ayuntamiento no lo dudó ni un momento. Prueba de ello es que sus regidores, en sesión extraordinaria del 18 de noviembre de ese año, “dijeron y acordaron que por el correo ordinario, con sumo dolor y sentimiento, se han sabido las lastimosas y funestas tragedias que ocasionó el formidable, espantoso terremoto o temblor universal de tierra que hubo a las diez menos cuarto el día de Todos los Santos último en Lisboa, corte del rey de Portugal, y sus comarcas, Madrid, Sevilla, Cádiz, Andalucía y otras muchas partes de España, sepultando en sus ruinas muchas gentes y quedado los tempos y edificios unos caídos y otros abiertos, desplomados y amenazando próxima ruina.

Y al paso que en aquellos países han sido tan lastimosos los estragos, en esta Ciudad y Reyno casi fue imperceptible; y aunque posteriormente hubo aquí otro temblor grande de tierra, poco antes de las tres de la mañana del día sábado 15 del corriente, tampoco ha causado año alguno en gentes, templos, edificios, muros, fortaleza ni casas, atribuyéndose esta gran misericordia de Dios Nuestro Señor al influjo y protección de nuestro glorioso Patrón san Fermín y siendo tan debido y correspondiente manifestar la más humilde reverente gratitud a tan singular beneficio, resolvió que mediante del Ilustrísimo señor ministro (obispo) se celebre mañana miércoles a las once, misa con Te Deum en la capilla de nuestro santo Patrón, implorando al mismo tiempo la divina clemencia para que se digne continuar los efectos de su benignísima piedad, librándonos de semejante mal y otros males…”

En efecto. Se constituyó una comisión para visitar al obispo y solicitar de su mandato dicha licencia. Obtenida esta, se dirigieron a San Lorenzo para avisar al párroco para que asistiese con su cabildo a la capilla de música y animar así la celebración de acción de gracias, no fuera que Dios se arrepintiera y enviase un nuevo temblor de verdad a la ciudad.

Y, como no hubo más terremoto que lamentar, san Fermín quedó la mar de bien. Claro que, con el tiempo, más de uno se preguntaría, qué estaba haciendo el santo en el cielo cuando las pestes coléricas de 1834, 1855 y 1885 afligieron a parte de la población navarra. En honor de la verdad, hay que decir que en 1885 los regidores no se acordaron de implorar a san Fermín, sino a san Francisco Javier que, también, debía tener su influencia en el sanedrín celestial. Y, por supuesto, el santo misionero logró mitigar la última epidemia, al margen, claro está, de la profilaxis de la clase médica del momento, dando origen así a la peregrinación a Javier.

No lo negaré. Tener santos con tanto pedigrí en la corte celestial es una bicoca en tiempo de calamidades, mucho más que invocar a san Koch, san Pasteur o san Fleming.

Controversia entre ilustrados

En estas témporas del terremoto lisboeta, cuando Europa jugaba a ser Ilustrada, racional, moderna, laicista, la indiferencia/presencia de la Providencia fue motivo serio y riguroso de discusión y al que las mentes más preclaras le hincaron la dentada de la reflexión teológica y filosófica. La pregunta era común a ambas ramas del discurso: ¿en qué medida Dios y su voluntad se reflejaba en las catástrofes naturales? Otra cosa fueron sus respuestas.

El ministro portugués Pombal, ilustrado como era, autorizó la publicación de un folleto explicando el temblor por causas naturales. Sin embargo, le salió un serio contrincante en la persona del sacerdote M., quien, desde el púlpito, atribuyó el terremoto a la reforma de las costumbres que, curiosamente, el propio ministro liberal había propiciado con sus medidas laicistas, entre ellas la expulsión de los jesuitas de Portugal.

M. publicó un folleto titulado Juizo do Verdadera Causa do Terremoto (Lisboa, 1756), atribuyéndolo a castigo de Dios. El opúsculo o folleto lo hizo llegar a la familia real y al propio Pombal. Este, al sentirse ridiculizado en el folleto, mandó perseguir al citado M., quien, acusado como falso profeta y hereje, terminó desterrado y, finalmente, encarcelado y, ya viejo, ejecutado en la hoguera. Voltaire deploró su ejecución, impropia de gente ilustrada.

Fue en esta época cuando se acuñó el término Teodicea, ideado por Leibniz, en 1710, quien aseguraba que este mundo era el mejor de todos los mundos posibles, porque expresaba la armonía universal; si no fuera así, Dios no lo hubiera creado. ¿Y qué pasaba cuando esta armonía universal se iba a pique por ejemplo con una peste o con un terremoto? Surgieron dos respuestas que, aunque distintas, tenían algo en común: primero, ambas aceptaban la existencia de la providencia; pero la ilustrada en ningún momento la responsabilizaba directamente del mal sobrevenido. En cambio,  los llamados inquisidores, sí, pues veían en el mal físico (el natural) una consecuencia lógica del mal moral (social). Los filósofos mayormente, lo veían al revés, el mal moral era engendrado por el mal físico.

Voltaire fue uno de los que criticaría con más radicalidad la teodicea leibniziana. Lo que decía el filósofo francés fue lo que diría cualquier anciana del pueblo: ¿cómo es posible que Dios siendo tan bueno permita la muerte de niños y de tanto inocente, incluso, piadosa? En su novela Cándido planteaba que, si éste era el mejor de todos los mundos posibles, cómo serían entonces los demás. Voltaire no era ateo, tan solo deísta, y consideraba que el ser humano no encontraría nunca explicación satisfactoria al origen del mal. Y, menos aún, si se buscaba en Dios, ajeno por completo a los asuntos humanos.

Rousseau argumentaría que, quizás, los que se murieron en el terremoto de Lisboa se libraron de una peor. El filósofo ginebrino siempre tan optimista. El autor de El Contrato Social señalaba, también, que si los hombres construyeran sus casas de otro modo, adaptándose a la naturaleza como hacen los ricos, en vez de someterla, sus efectos colaterales no serían tan desastrosos.

Kant rechazaba tanto las interpretaciones teológicas como metafísicas del desastre. Llamaría la atención sobre un hecho evidente: que un mismo acontecimiento causaba la desgracia de unos y provocaba la alegría de otros, pues, de acuerdo con las noticias de la época, el seísmo de 1755 fue el origen del nacimiento de fuentes minerales en varias partes de Europa. Era lo que faltaba por oír.

Iglesias destruidas y devastadas

Sucede, a veces, que los terremotos destrozan iglesias, santuarios, parroquias, templos de todo tipo, como ocurrió en el terremoto de junio de 1999 en Sudamérica. Es,entonces, cuando la gente se pregunta cómo es posible que la gente más piadosa de este mundo tenga que sufrir tales embates de la naturaleza, no porque esta se encabrite de malos modos, está en sus placas tectónicas y corrimientos hacerlo, sino porque Dios lo quiere y lo permite, además, como castigo. Claro que, en ocasiones, sucede todo lo contrario. A pesar de la fiereza del terremoto, algunas iglesias de mantienen en pie.

En Santiago de Chile, en el año de 1647, el terremoto que sacudió la ciudad sólo quedó intacta una iglesia. Tal hecho fue considerado milagro de Dios y no debido a la formidable estructura de su basamento arquitectónico.

El obispo Gaspar de Villarroel advirtió a los sobrevivientes que de ningún modo debían ver el cataclismo como señal de la ira de Dios, más bien se trataba de una prueba para los creyentes. Sin lugar a dudas, era una forma inteligente de solucionar el problema metafísico que estas destrucciones producían y siguen produciendo en las almas de los hombres de poca fe.

Por el contrario, la gente que encontró la muerte dentro de una iglesia, en el terremoto de Lisboa en 1755, en el justo momento de celebrar la misa de Todos los Santos, no tuvo mucho tiempo para responderse a la pregunta del obispo Gaspar. Peor aún. Si se hubieran enterado de que los cirios y velas encendidas en las iglesias contribuyeron a expandir el fuego sobre los restos que habían quedado de la ciudad después del seísmo, ignoro qué habría quedado en pie de su fe.

La controversia que se generó fue lamentable, pues en el dolor es muy complicado razonar. Y en una sociedad completamente aherrojada por las cadenas de la religión menos todavía. La inteligencia se encuentra en destierro permanente. Una sociedad, en la que para explicar lo que en ella sucede hay que echar mano a la religión, es una sociedad enferma. Lo que resulte de ella tiene que ser terrorífico. De hecho, aquel terremoto devastador, en lugar de unir a las personas, lo que hizo fue desunirlas hasta el odio.

Y así, parte del clero culpó a los judíos y renegados de la ciudad como responsables del incendio e incitó de inmediato a Autos de fe, a fin de pacificar la mala uva de Dios, borracho de venganza. Por su parte, los ingleses anglicanos sugirieron que la catástrofe se debía a la degeneración moral de la sociedad católica de Lisboa, alegrándose del hecho de que la única iglesia que no se había derrumbado era protestante.

Lo que dije. Ni protestantes, ni católicos, se libraron de ser tan obtusos al verse atravesados por la viga de hormigón del providencialismo y del fanatismo religioso. Ni que decir tiene que los protestantes consideraron que Dios estaba de su parte y que, por supuesto, había abandonado a su suerte a los católicos. Y, en medio, los judíos de los que no se acordaba ningún Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Menudo cuadro y menuda caterva de impresentables creyentes. ¿La culpa? No de las masas y de la chusma, ignorante a carta cabal, sino de quienes les predicaban la verdadera doctrina, católica o protestante.

Quizás, todo esto nos parezcan, ahora, zanahorias discursivas de poca monta. La verdad es que, a pesar del tiempo transcurrido, el pensamiento teológico-religioso de los obispos actuales no ha avanzado ni una raya, que diría Pizarro o su primo Hernán Cortés. ¿En qué medida canallesca interviene la Providencia en la destrucción y avasallamiento de ciudades enteras, llevándose por delante niños recién nacidos, niños apenas crecidos y abuelas más creyentes que un ofertorio de misa dominical? Por mucho que haya avanzado la teología, gracias a teólogos como Küng, Schilebeecks o los curas de la liberación, la aporía sigue donde la dejaron los teólogos medievales. Para quienes la Providencia no es ningún problema ni tampoco solución, el estado de la cuestión crítica y dialéctica acerca de su enajenación o indiferencia glacial ante el sufrimiento del inocente les sorprenderá el grado de ingenuidad maniquea con el que estas mentes se enfrentan a un problema que ellos mismos, como teólogos marrulleros, han creado.

Un relato sobre el terremoto de Chile

Me refiero a la novela de Heinrich von Kleist, con el nombre de El terremoto de Chile.

Su argumento es como sigue. El joven protagonista está a punto de suicidarse en la cárcel cuando un terremoto le pone a su disposición una nueva vida, que, desde luego, aprovecha. La mujer que ama sigue idéntica peripecia, pues el mismo terremoto la libra de ser ejecutada por atentar contra las reglas de la buena sociedad, destino que aguardaba, embarazada, en un convento. Después de recorrer por separado una ciudad reducida a escombros, se reencuentran y viven momentos de felicidad “en un estado original de pureza”, tal como diría el propio Rousseau. Tanto es así, que “nadie da importancia a su «pecado». «(…) y mucho se emocionaron al considerar cuánta desgracia había tenido que venir sobre el mundo para que ellos pudiesen ser felices”.

Y es que  nunca llueve a gusto de todos, aunque sea lluvia providencial.Por tanto, la pregunta podría ser ésta: ¿Para qué envió Dios dicho terremoto? ¿Para salvar a unos –en este caso, a unos indeseables y que la sociedad había proscripto-, o para condenar a otros –aquellos que se consideraban muy buenas personas, entre ellos los creyentes?

La respuesta en el próximo neolítico, porque Kleist no deja al lector regodearse mucho tiempo en la ilusión, caso de responder positivamente al primero de los interrogantes. De hecho, se oyen a lo lejos unas campanadas para celebrar misa en la única iglesia que ha resistido al siniestro y adonde se dirigen los amantes para agradecer su milagrosa salvación.

Lo que no esperaban, ya es sabido que los planes de la providencia son inescrutables, es que el sermón del cura se transformará en acusación contra los amantes-pecadores, causantes, al parecer, de la desgracia colectiva. Los amantes son convertidos ipso facto en chivo expiatorio. Y la multitud, amotinada por las palabras del sacerdote, se encarga de que la misa termine en masacre. Con esta imagen acaba el sueño del supuesto progreso al estado puro.

Al final de la novela, te embarga un sentimiento de desamparo y se apodera de ti la imposibilidad de encontrar entre las líneas del texto las razones que pudieran dar sentido a este encadenamiento dramático y su entreacto feliz. ¿O era que se trataba del mejor de los mundos posibles, dado que, al final de la narración, aparece un signo de esperanza en la figura del bebé que ha sobrevivido la matanza?

Piensas que, quizás, la Providencia no haya sido tan cruel. Pero terminas por aceptar que no fue ni cruel, ni piadosa. Porque no hay tal Providencia. Solo hombres insensatos, bárbaros y retorcidos como las fantasías que se inventan, vistan o no traje talar, sean obispos vaticanos, protestantes o ulemas… para seguir dominando los miedos de los hombres. Así que, finalmente, sueñas con el día en que, al unísono democrático, esta caterva de sujetos se haga el harakiri produciendo en el mundo una paz universal. Desgraciadamente, no caerá esa breva.

Víctor Moreno

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