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It’s A Man’s Man’s Man’s World

José Ovejero regresa mentalmente al colegio del Opus Dei donde estudió para intentar entender por qué la Iglesia católica sigue vetando a las mujeres y a los hombres casados en el sacerdocio.

Pero no sería nada sin una chica o una mujer. Así cantaba James Brown y también podría tararearlo mientras se afeita el papa Francisco II, que acaba de decepcionar a la parte más progresista de la Iglesia al dejar de lado el tema de la ordenación de hombres casados y de mujeres en su exhortación apostólica Querida Amazonia.

Por supuesto, nos dice cualquier prelado al que le preguntes –lo diría hasta el delirante obispo de Alcalá de Henares–, el papel de la mujer en la Iglesia es fundamental, ahí está la Virgen para demostrarlo; pero si Cristo no eligió a mujeres entre los apóstoles, la Iglesia no puede cambiar el mandato divino. El hecho de que varios apóstoles estuviesen casados y la Iglesia haya decidido limitar el sacerdocio exclusivamente a los solteros no parece debilitar la primera explicación: los pensadores de la curia nunca han estado escasos de argumentos para justificar las sutilezas de la legislación eclesiástica.

Pero no quería hablar de argumentaciones jesuíticas ni de la escasez de sacerdotes en Amazonia. Mi preocupación es otra.

De niño y adolescente fui a un colegio del Opus Dei. Por supuesto era solo para chicos y nuestros profesores eran exclusivamente hombres. Solo veíamos mujeres en el ámbito escolar durante las excursiones, convivencias y retiros espirituales: limpiaban nuestros cuartos y nos hacían la comida; solo los profesores podían dirigirse a ellas. Cuando no estaban trabajando para nosotros eran invisibles. Recuerdo que de adolescente cuestioné en algún momento ese trato a las mujeres –yo venía de Vallecas y no estaba acostumbrado a tener “servicio”, salvo el que prestaban mi madre y mi abuela–; la respuesta fue que ellas lo hacían con gusto, porque era su manera de santificarse en la vida cotidiana. A pesar de esa preocupación dictada por la empatía no diré que fuese yo feminista ni mucho menos en aquella época: participaba en los chistes misóginos de mis compañeros y hablaba con desprecio de las chicas, en general, aunque luego, en particular, estuviese deseando que alguna me hiciese caso.

Pero no había chicas en el ámbito escolar. Solo hombres. Sacerdotes, numerarios y supernumerarios del Opus Dei. Y entre los alumnos corría la voz de cuáles eran los profesores que metían mano, cuál te besaba en los labios en las excursiones, cuál te hacía preguntas difíciles cuando te llamaba a su despacho (¿tú te tocas?, ¿qué haces exactamente?, ¿te lavas bien los genitales en la ducha?, ¿sabes cómo hay que hacerlo?). Entonces no hablábamos de pederastia, solo de que te metían mano, como no hablábamos de sacerdotes gays ni homosexuales, solo de maricones.

Éramos, al menos hacia fuera para no ser señalados en el grupo, misóginos y homófobos, y el ambiente creado en el colegio lo fomentaba. Nuestros profesores hacían los mismos chistes, se alentaba la camaradería masculina, se alababan la virilidad y la castidad, o, como lo llamaban significativamente, la pureza, porque el contacto íntimo con la mujer te ensuciaba. Pero fueron ellos quienes ensuciaron mi adolescencia con sus fantasías reprimidas y represoras y cargando de culpa mis deseos naturales.

Sé que el sacerdocio de las mujeres no hará necesariamente que la institución sea más progresista. Sé que la pederastia en la Iglesia no se solucionaría por completo acabando con el celibato, aunque parece obvio que reduciría su incidencia, y aún la reduciría más que los sacerdotes no tuviesen que vivir a escondidas su sexualidad, de cualquier orientación. Y lo que me resulta muy difícil de entender, incluso aunque intente situarme en un punto de vista católico, es por qué esa corte de ancianos que domina la Iglesia prefiere que sus fieles mueran en pecado y se condenen eternamente, porque en lugares apartados de la Amazonia no hay sacerdotes para ofrecer la confesión y la comunión, antes de que una mujer pueda impartir esos sacramentos, antes incluso de que pueda hacerlo un hombre que vive con una mujer. Aunque dado que la Iglesia lleva siglos discriminando a las mujeres, reprimiendo la sexualidad de sus fieles y ocultando los abusos del clero no debería sorprenderme tanto.

José Ovejero

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