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Pérez Galdós, ilustración contra fanatismo

Escribir en Madrid es llorar” (M. J. de Larra)

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 mayo 1843-Madrid, 4 enero 1920) fue de familia acomodada y conservadora. Su padre le contaba sucesos de la guerra de la Independencia, que él mismo vivió, aficionándole así a los relatos históricos, y su madre tenía un “fuerte carácter”, cuyo reflejo verán algunos en Doña Perfecta. Estudió en el colegio de San Agustín de Las Palmas y consiguió el Bachillerato de Artes en La Laguna. Viaja a Madrid en 1862, con 19 años, se matricula en la Universidad para estudiar Derecho y permaneció aquí 58 años.

En Canarias encontraba pocos alicientes para su vida literaria, Madrid tenía teatros, tertulias, cafés, Ateneo, periódicos, revistas y otros sucesos variados. Por calles, y plazas observaba la vida bulliciosa de la abigarrada capital, nos dice en sus Memorias. Empieza formalmente su oficio de escritor con Episodios nacionales. No dejaría ya de escribir hasta su muerte, tanto novelas como artículos, dramas y ensayos.>

¿Cómo pudo llegar a tanto? Se llamaba a sí mismo “jornalero de las letras” y en este oficio volcó toda su existencia. Como los jornaleros, se levantaba a la salida del sol y escribía incansablemente hasta las 10 de la mañana. Luego daba largos paseos por las calles de Madrid para observar la vida diaria de la gente y sus conversaciones, lo que le proporcionaba detalles precisos para sus novelas. Observaba y se comprometía con la realidad española, que quería transformar. Por la tarde leía a clásicos ingleses, españoles y rusos. Se acostaba pronto y se ganaba el jornal trabajando en su oficio, publicando un centenar de novelas y 30 obras de teatro.

Sin embargo, los sectores más conservadores de la sociedad española de entonces no le perdonaron cosas ajenas a la literatura. Consideraron escandaloso que no fuera creyente ni tuviera fe, pero la tenía, como nos recuerda el hispanista Hayward Keniston: en la democracia, en la justicia, en las verdades eternas, en el ser humano. Claro que esto no bastaba para el tradicionalismo católico.

Además, era anticlerical, por actuar de acuerdo con la razón lo era. La mayoría de los poderes eclesiásticos ejercían el fanatismo. La Iglesia utilizaba al ejército y a los caciques para mantener sus privilegios, al tiempo que rechazaba toda acción crítica. Al cura Nazarín le considerarían un estrafalario  loco de atar. Se revolverían al leer que la sacrosanta propiedad era puro egoísmo y que las cosas son del primero que las necesita. Un pobre desgraciado cura que sólo tiene como objetivo el bien de los demás, soportando nadar en la pobreza, no era digno. Qué pensarían de la misericordiosa Benina, que acepta hasta pedir limosna para ayudar a su señora caída en desgracia. Por cierto, la creación del lenguaje es aquí insuperable (Andrés Trapiello dice que su prosa fluye como el agua de un manantial), especialmente en los diálogos llenos de humor e ironía de gente ínfima y vergonzante, que pide en las iglesias. Son las personas más dignas y valiosas, de las que siempre resalta su carácter espiritual. Electra excitó los ánimos de los obispos que advirtieron que ver la obra era pecado mortal. La acerada crítica impactó sobre la Iglesia y las órdenes religiosas, especialmente los jesuitas.

Sus ideas políticas (fue liberal, laicista, republicano) enervaron al tradicionalismo fanático. La sociedad se transformaría con la educación. “Lo que yo digo: la educación es lo primero, y sin educación, ¿cómo quieren que haya caridad?”, dice el ciego Pulido a don Carlos. Construye personajes femeninos vigorosos y apoya la emancipación de la mujer.

Su vida sentimental tampoco era un ejemplo para los conservadores católicos. No se casó, pero disfrutó de los placeres del amor con Lorenza Cobián, Concha Morelia, Pardo Bazán, Carmen Cobeña, Sofía Casanova y otras. Trató el adulterio en Realidad, contó la historia de una prostituta en La desheredada con gran naturalismo y pintó la sociedad española del momento. Se la dedicó “a los maestros de escuela”.

Lástima que la cerrazón mental de las capas de mayor influencia social no consideraran y valoraran la epopeya de los Episodios nacionales, cuyo pasado próximo tuvo que analizar para contar lo que pasó en una crónica ingente, mucho más extensa que cualquiera de las epopeyas de otros países, que constituyen el orgullo colectivo nacional. Solo esto habría merecido el Premio Nobel de Literatura que impidieron intereses políticos bastardos y la envidia hispánica.

Su amor a España fue indudable: “¡Aún hace brotar lágrimas de mis ojos el amor santo de la patria! Maldigo al escéptico que la niega, y al filósofo corrompido que la confunde con los intereses de un día”, según cita Rafael Narbona. Celebremos el centenario de su fallecimiento y admiremos cómo pudo escribir una obra tan indigente un solo hombre, grande, eso sí, que luchó siempre contra el fanatismo imperante y murió pobre y ciego. Qué mal tratamos a nuestros mejores hombres, es nuestro estigma.

Julián Arroyo Pomeda.  Catedrático de Filosofía

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