La práctica de la tolerancia, afirma Victoria Camps, no es sino «el respeto a la libertad de cada cual a ser como quiera ser, pero respeto unido a la exigencia de que no se pierdan los principios que suponemos que han de valer universalmente». Tolerancia es respeto a la diferencia, al otro que no es, ni piensa, ni dice lo que yo soy, lo que yo pienso o lo que yo digo y además sin ningún viso de superioridad hacia el diferente.
Las sociedades más tolerantes son precisamente las menos homogéneas, las que son multiétnicas, las que en su interior conviven gente con distintas religiones o con ninguna, las que comparten identidad sobre la base de la libertad individual y colectiva. No hay nada más intolerante que aquello de un solo pueblo y una sola religión al servicio del Estado. Eso se llama totalitarismo.
Las sociedades abiertas, como las llamaba Karl Popper, son plurales, respetuosas con la diferencia y profundamente democráticas. Naturalmente hay límites a la tolerancia. O sea, hay cuestiones que no se pueden tolerar. Hay ideas, actitudes, propuestas que son intolerables. En general lo que va contra los derechos humanos es intolerable.
Disfrazar de «violencia intrafamiliar» lo que no es sino machismo asesino, es intolerable. Atacar el derecho a la igualdad de hombres y mujeres es intolerable. Intentar imponer una forma de vivir o de morir, una moral (la mía, naturalmente) es intolerable.
Sorprendentemente, a estas alturas, se intenta volver al totalitarismo del nacionalcatolicismo. Por eso hay que volver a decir que el Estado debe de ser laico (en el que las creencias religiosas o no religiosas se desarrollen en libertad), la Escuela pública ha de educar en la libertad, no en el adoctrinamiento, y los medios públicos han de fomentar precisamente la tolerancia. Y denunciar el Concordato de una puñetera vez.
Miguel Miranda *Profesor de universidad