La religiosidad no es un atributo exclusivamente humano, ni la Tierra es el centro del Universo, ni hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, ya que no somos muy diferentes de un humilde ratón. Creer en Dios sería una etapa de la evolución cerebral.
La religión nos hace una oferta imbatible: “quien cree, vivirá para siempre”. Alcanzar esa transcendencia no es muy difícil: solo se necesita tener fe; creer sin comprobar la veracidad de lo que nos asegura la religión. Por el contrario, la ciencia ofrece muchísimo menos. Y se tiene que demostrar rigurosamente que sus propuestas son ciertas.
Por supuesto es más fácil creer que demostrar. Por eso la religión cuenta con muchos más “adeptos” que la ciencia.
Tampoco es de extrañar que la religión apareciese muchos milenios antes que la ciencia.
Lo más sorprendente es que el fenómeno religioso no solo se dio en nuestra especie (Homo sapiens). Como veremos, hay evidencias rigurosas de que otras especies, probablemente menos inteligentes que la nuestra, son también “especies religiosas”.
Paradójicamente, a la mayoría de los creyentes les resulta increíble. Pero… ¿por qué nos sorprende tanto que, ante el hecho de la muerte individual, otras especies puedan responder desarrollando sentimientos religiosos?
Para intentar entenderlo tenemos que trasladarnos en el tiempo hasta la Europa del año 1500: al europeo medio de aquel entonces la religión le asegura que ha sido creado directamente por Dios a su imagen y semejanza.
Que es el “rey de la creación” y está por encima de cualquier otro de los seres vivos. Que tiene un alma inmortal, que es la sede de su mente y que vivirá para siempre. Que podrá disfrutar del Paraíso una vez terminado su breve paso por este valle de lágrimas.
Como prueba de su importancia, Dios lo ha colocado en un planeta, la Tierra, que se mantiene inmóvil en el centro del Universo, mientras a su alrededor giran todos los demás objetos celestiales.
Copérnico, precursor
En esas promesas hay una parte indemostrable, pero otras son fácilmente comprobables: la posición de la Tierra en el espacio y la posición del hombre en la “creación”.
Nadie siente que la Tierra se mueva. Se puede ver cómo el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas salen por un lado del firmamento y se ponen por el otro: dan vueltas en el cielo alrededor de la Tierra. Si uno no tiene una mente especialmente inquisidora, le resulta fácil creerlo.
Pero en la diócesis de Warmia, en la Prusia Real, Nicolás Copérnico se cuestiona estas creencias. Las conoce muy bien. Es un monje. Pero no le convencen. Porque estudiando detalladamente el movimiento de los planetas en el firmamento hay cosas que no cuadran: a veces los planetas parecen tener un movimiento retrógrado, opuesto al de otros planetas.
Hay que ser inteligente y trabajar mucho para observar esto. Copérnico observa el firmamento entre 1507 y 1533. Escribirá una obra maestra de la ciencia: De revolutionibus orbium coelestium.
En ella propondrá que la Tierra tiene un movimiento de rotación dando una revolución cada día. También tiene un movimiento de traslación alrededor del Sol, al igual que los hacen los planetas conocidos en aquel entonces: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Copérnico intuirá el gigantesco tamaño del Universo al darse cuenta de que la distancia de la Tierra al Sol es muchísimo menor que la distancia de la Tierra a las estrellas.
Copérnico tiene miedo. Su obra contradice la creencia esencial defendida por la Iglesia Católica de que la Tierra es el centro del universo. Nunca se atreverá a publicar su libro. Encargará que su obra se imprima después de su muerte. Así se hará, pero enseguida la Iglesia la incluirá en el Index Librorum Prohibitorum (Índice de libros prohibidos).
Las ideas de Copérnico circularán clandestinamente, resumidas en un opúsculo, De hypothesibus motuum coelestium a se constitutis commentariolus, que no conseguirá ser editado de legalmente hasta 1878.
Galileo, la ciencia moderna
Un hombre llamado Galileo Galilei lo leerá. Y en la noche del 7 de enero de 1610, en Padua, dirigirá su telescopio hacia Júpiter. Cerca del planeta ve 3 puntos luminosos. Piensa que se trata de tres estrellas. La siguiente noche vuelve a observarlas. Las supuestas estrellas parecen haberse movido. El 11 de enero aparece una cuarta. Galileo hace mediciones precisas durante muchas noches del movimiento de esos extraños objetos.
Al final está seguro: esos 4 objetos orbitan alrededor de Júpiter. No son estrellas, sino satélites o lunas de Júpiter. Galileo ha demostrado experimentalmente que existen cuerpos celestes que no giran alrededor de la Tierra. La teoría geocéntrica de la Iglesia está equivocada.
Es el principio de algo imparable: la ciencia moderna.
Pero la Iglesia no consiente el progreso. Galileo será juzgado y obligado a retractarse bajo amenazas de tortura. Morirá en cautividad.
Insignificantes
Al contrario de lo que defendía la Iglesia católica (y de lo que proponen la gran mayoría de las religiones) la ciencia nos enseñó que la Tierra es un lugar insignificante dentro de un universo inmenso.
Lejos de ser el centro del Universo, la Tierra es un planeta más, que da vueltas alrededor del Sol, que es una estrella de lo más vulgar, bastante alejada del centro de la Vía Láctea, nuestra galaxia, una más entre las de las 2.000.000.000.000 de galaxias que contiene el universo observable con nuestra tecnología.
El universo conocido es inmenso: por lo que ya hemos podido observar tiene aproximadamente 70.000.000.000.000.000.000.000 estrellas. Y, al menos en su parte conocida, mide 93.000.000.000 de años luz, un tamaño imposible de imaginar, equivalente a 8.798.479.339.500.000.000.000.000.000.000.000 kilómetros.
Sin embargo, la Iglesia se empecinará, durante siglos en el dogma geocéntrico. Hasta que el 15 de febrero de 2009, en una misa oficiada en el Vaticano, monseñor Gianfranco Ravasi, -presidente del Consejo Pontificio de la Cultura- hace una revelación: 376 años después de ser condenado y prohibida su obra, la Santa Sede admite el legado científico de Galileo dentro de la doctrina católica. Ya han pasado casi 30 años desde que el hombre pisara la Luna.
No es de extrañar: si la parte comprobable de la religión es falsa ¿Por qué no iba a serlo la parte no comprobable?
Bofetada biológica
Pero si la ciencia dejó a la Tierra en la más absoluta insignificancia, el desarrollo de la biología durante los últimos 200 años, nos dio una bofetada de realidad acerca de lo que somos los seres humanos, que todavía fue muchísimo mayor.
Para haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, nuestra maquinaria biológica no tiene nada de especial. Lo resume muy bien un viejo dicho de los biólogos moleculares: afirma que “lo que se cumple en E. coli (que es una bacteria) se cumple en E. lefante”. Compartimos la misma biología molecular esencial con las aproximadamente 8.000.000 de especies que viven en la Tierra, incluyendo a la más miserable de las bacterias.
Esto es así porque todas las especies que pueblan hoy la Tierra vienen del mismo ancestro común. Un ancestro que vivió en la Tierra hace aproximadamente 3.500 millones de años.
Con el tiempo las especies cambian. Acumulan mutaciones sobre las que actúan la selección y los procesos estocásticos. Se originan nuevas especies que provienen de especies preexistentes: Las nuevas especies van generando una especie de gigantesco «árbol» evolutivo a muchos niveles que conecta a todos los seres vivos con sus ancestros comunes. Charles Darwin encontró uno de los mecanismos -la selección natural- por los que se produce esta evolución.
La biología molecular demostró que tenemos unos 30.000 genes, apenas el doble de los que tiene un gusano y más o menos los mismos que tiene un ratón, con el que además compartimos más del 90% de nuestro genoma. No somos tan diferentes de un humilde ratón. Y nuestra secuencia de ADN coincide en más del 99% con la de los bonobos y los chimpancés, nuestros parientes vivos más cercanos.
El que simplemente seamos uno más de los numerosos seres vivos que habitan la Tierra resultó ser un golpe a las promesas religiosas de que los hombres hemos sido hechos a imagen y semejanza del creador.
Religiosidad compartida
Y aún nos queda por asimilar lo peor. Tanto desde la paleo-antropología, como desde el estudio del comportamiento animal, se están demoliendo los últimos reductos de nuestra supuesta singularidad.
Los paleo-antropólogos encontraron evidencias rigurosas de creencias religiosas en otros homínidos: Hay consenso acerca de que el hombre de Neanderthal creía en el más allá. En sus enterramientos dejaron pruebas sólidas de estas creencias.
Y a medida que progresan las investigaciones, se van acumulando indicios que hacen pensar que muchas, sino todas, de las especies del género Homo, desde Homo habilis en adelante pudieron tener creencias religiosas.
Algunos investigadores dan un paso más sugiriendo que las creencias religiosas pudieron darse incluso en Australopithecus.
Puede ser difícil de asumir que nuestros ancestros evolutivos fuesen religiosos. Pero es mucho más difícil de asumir que otras especies, a las que simplemente consideramos animales, los tengan.
A partir de los estudios de Jane Goodall, confirmados posteriormente por otros científicos, ha quedado demostrada la espiritualidad de los primates: Chimpancés y bonobos no solo usan herramientas, anticipan el futuro, planifican estrategias complejas y resuelven problemas.
También tienen sentimientos muy similares a los de los seres humanos, incluyendo la conciencia de si mismos, la ética, el sentido del bien y del mal, la empatía, e incluso el conocimiento de la inevitabilidad de la muerte y el duelo por los muertos.
Tenemos un cerebro más grande y mejor índice de encefalización que nuestros parientes vivos más cercanos: los chimpancés y los bonobos. Pero nuestro cerebro funciona de manera bastante similar al suyo, incluso en las manifestaciones de la mente.
Tal vez somos mucho más inteligentes, mucho mejores para el razonamiento abstracto y simbólico, para las matemáticas, para la acumulación de la información fuera de nuestros cerebros (escritura, libros, ordenadores…) y para la tecnología de lo que son los bonobos y los chimpancés. Pero parece que solo es una cuestión cuantitativa.
¿Robot hijo de Dios?
Muchos primatólogos piensan que chimpancés y bonobos tienen una espiritualidad desarrollada, son capaces de actuar moralmente “compartiendo la imagen de Dios” y exhiben diversos comportamientos “precursores del ritual religioso”.
Y según algunos zoólogos, los elefantes también muestran rituales religiosos, aparentemente de adoración por la Luna. Y en ellos están bien documentados los rituales funerarios. Algo parecido ocurre en delfines y ballenas.
Chimpancés, bonobos, elefantes, delfines y ballenas tienen cerebros grandes e índices de encefalización elevados. Son inteligentes.
Probablemente cuando la inteligencia alcanza cierto nivel, emerge la capacidad de creer en algo que no se puede comprobar si es, o no, verdad.
Por eso, algunos especialistas en inteligencia artificial sugieren que, en unos años, veremos al primer ordenador verdaderamente inteligente llegar a la conclusión de que Dios lo ha creado.
Eduardo Costas
Catedrático de Genética en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid y Académico Correspondiente de la real Academia Nacional de Farmacia.