En los últimos días y con motivo de las elecciones para designar al presidente del gobierno en España, estamos asistiendo a la demostración más patente de lo que es (y cómo funciona) una religiosidad falsificada.
¿Por qué digo esto? Porque es chocante (e indignante) que los partidos políticos y las instituciones religiosas, que socialmente son considerados como los más religiosos – y en algunos casos, hasta religiosos por vocación y profesión – esos precisamente son los que dicen y hacen las cosas más irreligiosas que, en estos días precisamente, estamos viendo, oyendo y palpando.
Y si no, ¿cómo se explica que quienes más defienden la enseñanza de la religión en la escuela y en los planes de estudio, ésos precisamente son los que más insultan a quienes se oponen a lo que ellos dicen, los que más ofenden a sus adversarios, los que siembran más odio y resentimiento?. De lo que resulta que quienes más propugnan el cristianismo, ésos son lo que demuestran comportamientos tan anticristianos, que, en problemas que interesan o preocupan mucho a la gente, defienden y difunden lo que más daña esa pobre gente. ¿No es eso un “religión falsificada”? Un cristianismo, que siembra y propaga la división y el odio, eso podrá ser un “buen fariseísmo”. Pero, de cristiano, ahí no hay nada. Eso justamente es lo que más rechazó Jesús, como enseña insistentemente el Evangelio.
Y si de los políticos, pasamos a los obispos, la situación (en buena parte de España, al menos), da pena. Y escandaliza. Hay obispos que nos piden que recemos. ¿Cuándo? ¿Para qué? En pocas palabras: porque ven amenazados sus privilegios y beneficios económicos. Los mismos obispos que no han pedido oraciones cuando nos hemos enterado de los abusos que se han cometido en el trato que se les ha dado a los niños, a las mujeres, a los inmigrantes y a tanta gente que sufre indefensa. Los mismos obispos que han hablado públicamente contra el papa Francisco. Los obispos que han ofendido a los homosexuales y se han callado ante los corruptos.
El citado profesor Ruster, refiriéndose a lo que sucedió en la Alemania nazi de la última guerra mundial, dejó escrito esto: “El holocausto se produjo dentro de una cultura conformada por el cristianismo. No solo los campos de concentración estaban ubicados cerca de los museos, auditorios y bibliotecas…, sino que la mayoría de aquellos facinerosos habían recibido durante años clases de religión cristiana, asistían con frecuencia al culto divino y escuchaban sermones e instrucciones morales. Existió un cristianismo que hizo posible Aushwitz, o al menos no lo impidió” (o. c., 32). Por eso “hay que preguntarse ya en qué difieren la “providencia” de Hitler y su “Todopoderoso”, por una parte, y Dios por otra”.
Si nos atenemos a los preocupantes números, en el gobierno y el desgobierno, hay que preguntarse: ¿a dónde va España en este momento? Y a la Iglesia, ¿qué futuro lo espera?