La Iglesia católica disfruta de unos privilegios inauditos en democracia y esta situación se está convirtiendo en una debilidad del sistema
Tenemos que hablar de Dios y de su presencia en las instituciones públicas. Aunque nos tengamos por una sociedad que ha domesticado el orden religioso, la realidad dista mucho de ser realmente laica. Porque la Iglesia católica disfruta de unos privilegios inauditos en democracia y porque poco a poco esta situación se está convirtiendo en una debilidad del sistema. Si una confesión particular sigue siendo favorecida por el Estado, será muy difícil negarles a otras religiones las mismas ventajas que disfruta el catolicismo. Es urgente debatir sobre esta cuestión por justicia pero también porque no nos podemos permitir acabar subvencionando organizaciones que defienden valores que van en contra de los principios fundamentales de la democracia.
Supuesta aconfesionalidad
La Fundació Ferrer i Guàrdia explica muy bien lo que nos cuesta el Concordato firmado en 1979 entre el Estado español y el Vaticano. En unas infografías de fácil comprensión se desglosan las ventajas que hoy en día no tienen razón de ser: exención del IBI, impuestos de sucesiones y donaciones, sociedades, asignación directa de IRPF, gastos de conservación y restauración de patrimonio propiedad de la Iglesia que, en cambio, es quien se beneficia en exclusiva de su explotación, una parte importante de la enseñanza sufragada con fondos públicos de carácter religioso (incluyendo algunas escuelas que segregan por sexos) y sacerdotes pagados por la Administración. La fundación calcula que el Concordato nos sale por unos 3.400 millones de euros. Casi nada. De este modo la supuesta aconfesionalidad recogida en la Constitución queda en papel mojado. No tenemos un país laico que se haya separado definitivamente del orden religioso, pero ni siquiera podemos afirmar que se cumpla el artículo 16 en el apartado tercero: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Claro que a continuación también se dice que se mantendrán los consecuentes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y con otras religiones. Aquí es donde se hace necesaria una reforma que apueste por un Estado decididamente laico, que no es el que persigue todo lo religioso como dibuja esa caricatura tan difundida de quemaconventos, sino que se declara, a la manera francesa, incompetente en la materia y, a la vez que protege las libertades religiosas, persigue cualquier privilegio de unos credos por encima otros.
La paradoja de la actual situación es que estos privilegios se mantienen (y se han mantenido con gobiernos de derechas y de izquierdas porque nadie se ha atrevido a tocarlos, ni siquiera Zapatero, que afirmaba que “somos laicos y cada día lo seremos más”), a pesar de la progresiva secularización de la sociedad española. No hay más que ver los feligreses que asisten a misa o los datos sobre prácticas religiosas para constatar que el poder eclesiástico constituye una burbuja que no representa, ni de lejos, la importancia del catolicismo entre la población.
El camino de la laicidad
Para acabar con esta situación no se ha optado por romper el Concordato sino por conceder privilegios aparentemente parecidos a otras confesiones. Pero lo que reciben entidades islámicas, protestantes o judías es el chocolate del loro comparado con las ventajas del catolicismo. Así, en 1992 la ley 26 establecía un acuerdo de cooperación entre la Comisión Islámica de España y el Gobierno del Estado en el que, entre otras cosas, se establece que se podrá enseñar islam en las escuelas (y que sobre los contenidos de la materia decidirá la Comisión misma) y exenciones fiscales parecidas a las del Concordato. El problema es que esta ley comunitariza a los musulmanes sin que ellos ni siquiera lo sepan y borra del mapa toda diversidad o práctica que quede fuera de las comunidades adscritas a la Comisión. No sabemos qué islam se va a enseñar ni quién lo hará y no queda claro que, a estas alturas de la película, se pueda impedir el avance del fundamentalismo islamista que está colonizando a los seguidores de Mahoma en Europa o que se vaya a impedir la simple injerencia del poder religioso en la vida de las personas.
Pero si una confesión goza de determinados privilegios resulta discriminatorio negárselos a otras que los reclamen. A mi entender, la solución no es repetir los errores con el catolicismo con el islam sino tomar de una vez por todas el camino de la laicidad. Es el único que puede garantizar que las creencias particulares de cada cual no definan, determinen ni condicionen ningún aspecto de la vida política y civil.
Najat El Hachmi