Con perplejidad asistimos a cómo el velo islámico se convierte en la nueva prenda que patrocina la marca deportiva Nike. Sin embargo, detrás de los enormes beneficios que reportará a la firma el desarrollo de un nuevo nicho de mercado se encierra el debate ético sobre cómo el mecenazgo de una herramienta de opresión que significa sumisión o bien, repudio y muerte para millones de mujeres en todo el mundo no hace saltar todas las alarmas.
Presenciamos uno de tantos síntomas de cómo la carencia de valores éticos en la sociedad y pensamiento crítico nos puede arrojar, sin posibilidad de retorno, al abismo de la indiferencia individualista: bien no sentimos nada cuando una mujer vive en una oscura cárcel de algodón desde los 8 o 9 años, sola y sombría, o cuando lo defendemos por cuestiones culturales sin ni siquiera saber definir cultura. Bendita ignorancia que otorga la felicidad.
¿Es el hiyab cultura?
El término cultura hace referencia al cultivo del espíritu humano a las facultades intelectuales del ser se relaciona o hace referencia a la civilización y al desarrollo. Por ende alejadas de dogmas de fe caracterizadas por creencias irracionales asentadas en deidades que caprichosamente deciden el destino de los seres humanos.
El velo islámico puede definirse dentro del dogma religioso como una bandera que ofrece un mensaje a aquellos que la ven, mensaje diferente según el receptor pertenezca a la comunidad religiosa o no lo haga. Para los miembros de la comunidad es un símbolo de pertenencia, un símbolo identitario, cuyo significado manifiesta que su portadora tiene dueño, pertenece a un hombre -padre o marido-, sus actos honran el apellido de su familia y, en último lugar significa que sus actos individuales tienen connotaciones ideológico-políticas para toda la comunidad. El velo solo se lleva en lugares públicos dónde pueda haber hombres que no pertenezcan al entorno familiar, remarcando la posición de inferioridad de la mujer respecto del varón.
Por otro lado, para las personas que no forman parte de la comunidad el mensaje es opuesto, significa que dicha mujer no pertenece a tu comunidad, es decir, se ha autoexcluido. Es habitual que los seres humanos tengamos la necesidad de sentir pertenencia poner a un determinado grupo o comunidad de personas con la que nos liguen sentimientos religiosos, ideologías, gustos o aficiones. Sin embargo, debemos preguntarnos si es el miedo al rechazo lo que hace que aún hoy hijas de inmigrantes que viven en Europa hayan naturalizado lo opresión dentro de su religión.
La respuesta la tenemos ante nuestros ojos: cuando necesitas pertenecer a un grupo, buscas una comunidad donde habitar, no eres parte de otra comunidad, es decir, los hijos e hijas de inmigrantes que han nacido o se han criado en Europa abrazan el extremismo de los ritos del islam porque se sienten diferentes, excluidos del resto de la sociedad; no se sienten europeos, entendiendo por tal una comunidad cosmopolita abierta y garante de los derechos humanos sin mayores distinciones étnicas ni culturales. No parece una respuesta social descabellada ante una estructura demográfica que localiza a la población inmigrante -de capas obreras mayoritariamente-, en aquellas localidades de gran número de habitantes, en guetos, donde los jóvenes se sienten desahuciados. Es así como estos jóvenes se acercan a sectas dentro de las cuales se sienten importantes y elegibles, aunque sean peones en el tablero de la lucha de clases en el bando del capital.
Las jóvenes a las que desde los 8 o 9 años se les induce por motivos religiosos, camuflados de aspiraciones románticas, a llevar el velo islámico se convierten, a través de la prenda, a ojos de los demás en comprables por los hombres de su comunidad, elegibles pues dentro del enorme dilema histórico que ha establecido la distinción, y nos ha clasificado o catalogado en mujeres públicas (putas) o mujeres privadas (esposas); aquellas que se esconden detrás del velo son humildes, puras, castas, y devotas, pues no quieren “pervertir” a los hombres, sino que anulan su deseo y presencia social en el tiempo y el espacio, mientras aceptan el dogma islámico -compartido por otras religiones monoteístas- que establece que la mujer es mala por naturaleza, una pecadora cuya penitencia es no mostrar su cuerpo en público, veladas y tapadas de cabeza a pies, de mirada gacha siempre obedientes del hombre que gobierne sus vidas.
Por lo tanto, aquellas que se cubren son aptas para desposar, mientras que las que no lo hacen son consideradas poco menos que pobres diablas, díscolas, que hieren el honor de su familia, pudiendo ser socialmente amedrentadas por las posibles represalias de la comunidad a su familia y mujeres públicas que pueden ser reprendidas públicamente -rociadas con ácido como Marzieh Ebrahimi cuando bajaba la ventanilla de su coche en 2014-, castigadas a recibir latigazos, violadas o asesinadas en los denominados “crímenes de honor”.
Al final todo se reduce al patriarcado, aquel enemigo que no tiene rostro, pero cuyas manos nos impide gritar para pedir auxilio, mantiene atadas las cadenas invisibles que nos impiden ponernos a salvo y cuya única finalidad es controlar, someter y anular nuestra sexualidad.
¿De qué forma una prenda que para los musulmanes, al igual que para otras religiones (patriarcales) significa la salvaguarda del honor familiar por nacer mujer, sumisión o superioridad del hombre puede llegar a ser considerada cultura? Un símbolo que coarta el libre desarrollo de la personalidad de las niñas y mujeres impidiéndoles expresar su personalidad con su vestimenta, relacionarse con hombres y mujeres en su día a día, que te prescribe bailar, reír, cantar o mirar a los ojos de quien te está hablando. El hiyab hace a las niñas o mujeres que lo portan iguales, intercambiables, es decir, las deshumaniza.
La costumbre religiosa sea cual sea – el burka o burkini, los matrimonios infantiles, el repudio social o familiar, los crímenes de honor, la mutilación genital femenina- por proceder de un rito religioso no lo hace admisible en una sociedad en la que se lucha por garantizar los derechos humanos sin distinción por razón de sexo. También la exclusión de la mujer de la vida política, social y económica es una práctica habitual mantenida a lo largo de los siglos y no por ello es admisible. Nunca la excusa de la tradición servirá en Occidente para justificar aquellas prácticas o costumbres contrarias a la dignidad de las mujeres y de las niñas, mucho menos cuando en Estados de ordenamiento jurídico religioso de corte islámico las mujeres se juegan la vida rebelándose en contra de la norma legal y social de vestir velo o la prohibición de bañarse en público igual que lo hacen los hombres.
Las mujeres europeas llevamos siglos en pie de guerra contra el patriarcado cristiano, nos sublevamos contra sus coacciones religiosas, contra sus sanciones sociales y expulsamos sus dogmas de nuestros cuerpos y ordenamientos jurídicos, ¿por qué no tendemos la mano a las mujeres que hoy sufren nuestras antiguas cadenas y con las cuales compartimos otras muchas? ¿Acaso estamos ciegas? Nos ha velado la mirada la trampa de la posmodernidad.
Cynthia Duque Ordoñez