Conferencia pronunciadas en el ciclo «Sociedad laica, escuela laica», organizado en Segovia en noviembre de 2006 por FIES y la Federación de Enseñanza de CC.OO. de Castilla y León.
LAS PALABRAS tienen a veces significados equívocos que impiden la claridad del debate, al no querer todos decir lo mismo a pesar de utilizar términos similares. Eso es lo que está ocurriendo ahora cuando empleamos conceptos tales como laicidad y aconfesionalidad. Es frecuente leer declaraciones de determinados políticos, por ejemplo del líder del principal partido de la oposición actual (Partido Popular), en las que se afirma con gran seguridad y desparpajo que el Estado español es aconfesional pero no laico, frase en la que se guarecen dos negaciones: una, que no es lo mismo aconfesionalidad que laicidad y otra, que lo que la Constitución consagra no es la laicidad sino la aconfesionalidad.
Desde el punto de vista lingüístico es evidente que los contenidos semánticos de ambos términos no coinciden ya que aconfesionalidad lo único que expresa es que el Estado no pertenece ni es parte de ninguna Iglesia ni está subordinado a ella y por extensión que el Estado está separado de la Iglesia, mientras que el significado del término laicidad es, fundamentalmente, el de neutralidad religiosa del Estado, exigida por el respeto debido a la libertad de conciencia de todos sus ciudadanos en condiciones de igualdad y sin discriminación alguna fundada en la diversidad de creencias religiosas.
1. CONSTITUCIÓN Y LAICIDAD
Siempre se afirma que la transición fue posible gracias al consenso, lo que no se añade es que el consenso fue posible en no pocos casos gracias a la ambigüedad de no llamar a las cosas por su nombre. De hecho el número 3 del artículo 16 de la Constitución no emplea ni el sustantivo aconfesionalidad, ni el sustantivo laicidad, ni ninguno de sus correspondientes adjetivos. Se limita a decir que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Expresión en la que se contienen al menos tres negaciones: una, el Estado y la confesiones son distintas sin posible confusión; dos, están separados de manera que ni el Estado puede intervenir en los asuntos internos de las confesiones, ni estas pueden pretender intervenir en la toma de decisiones del Estado; y tres, ninguna confesión puede gozar, ni en todo ni en parte, del Estatuto de entidad pública. Sin embargo la igualdad de todas ellas ante el Estado, ha sido puesta en cuarentena, desde el principio, no sólo por la derecha política, sino también por la doctrinal.
Ante la falta de un pronunciamiento suficientemente explícito al respecto por parte del texto constitucional, nuestra mirada tiene que detenerse en lo que a este propósito haya dicho el Tribunal Constitucional (TC), “intérprete supremo de la Constitución “.
Pues bien, seguramente por razones de prudencia y acaso de excesiva cautela, el TC rehuyó durante algún tiempo la utilización del término laicidad optando preferentemente por la expresión “no confesional” o por el término aconfesionalidad. Sin embargo, en una sentencia del año 1985, utiliza la expresión “principio de laicidad”, como contrario al “principio de confesionalidad”. Lo cual quiere decir que el TC está dando por supuesto que el principio de laicidad está incorporado al ordenamiento español. Posteriormente, otra sentencia, de 15 de febrero de 2001, insiste en la utilización del término laicidad, que utilizará desde entonces como equivalente a aconfesionalidad. De manera que, a partir de ese momento, es preciso distinguir entre el significado que atribuye el Diccionario de la RAE al término confesionalidad y el significado jurídico constitucional que le otorga el TC.
2. SIGNIFICADO Y FUNCIONES DE LA LAICIDAD
Dos son las exigencias de la laicidad: la separación y la neutralidad. Así lo pone de relieve también, una y otra vez, nuestro Tribunal Constitucional.
La separación entre Iglesias y Estado implica según él la no confusión ni de sujetos, ni de motivaciones, ni de actividades, ni de objetivos o fines. Esa separación sin confusión asegura y garantiza simultáneamente la autonomía de cada uno de ellos respecto del otro: del Estado con respecto a la Iglesia, descartando la posibilidad de que esta se inmiscuya en el ejercicio de los poderes públicos, y de la Iglesia con respecto al Estado, impidiendo que este intervenga en los asuntos internos de las confesiones. Este principio de mutua y recíproca autonomía pone sordina a la posibilidad de que las decisiones, normas y actos jurídicos confesionales tengan efectos civiles: sólo podrán tenerlas si se la da la autoridad estatal.
La no confusión de sujetos, motivos, actividades o fines tiene consecuencias de no menor alcance. No pueden equipararse la entidades religiosas a entidades públicas, como expresamente ha dicho el Tribunal Constitucional, ya que otra cosa implicaría confusión de sujetos; lo que a sensu contrario significa que las entidades religiosas son entidades (asociaciones, fundaciones, instituciones) privadas de interés particular. Las decisiones de los poderes públicos no podrán fundarse en motivos religiosos, ni los criterios religiosos pueden funcionar, por tanto, como parámetro de la justicia de los poderes públicos, en frase del Tribunal Constitucional. Lo que deja fuera de contexto constitucional los pronunciamientos de la Jerarquía eclesiástica católica sobre la injusticia de las leyes que no obedecen a su moral y no digamos nada de su llamada, en tales casos, a la desobediencia civil. No parece compatible con este principio ni la financiación de sujetos (obispos y sacerdotes), ni de actividades o fines religiosos (culto) por una entidad pública y con fondos públicos. ¿Cómo se puede armonizar con esta separación sin confusión que los procesos judiciales estén presididos por el crucifijo?; ¿o que la enseñanza pública, por disposición constitucional, exquisitamente neutral desde el punto de vista ideológico, se imparta bajo esa presidencia?; ¿o que una entidad pública forme parte como miembro de una entidad religiosa (Hermano Mayor de una cofradía religiosa)?; ¿o que se declare acto de Estado una celebración religiosa o a la inversa, que un acto de Estado se celebre en forma religiosa?; ¿o que las confesiones tengan un tratamiento fiscal más beneficioso que las entidades sin ánimo de lucro de interés general, incluso sin exigírseles el cumplimiento de los requisitos que se exigen a estas últimas?; ¿es que para un Estado social y laico tienen más valor los fines religiosos que sus propios fines de interés general? Las preguntas se podrían multiplicar, porque brotan a borbotones. ¿No hay en todos estos supuestos una evidente confusión?
Lo que la neutralidad implica es que ni el Estado ni las entidades públicas, ni los poderes públicos hagan suyas determinadas creencias o ideas en detrimento de otras, identificándose con ellas y consecuentemente dispensándoles un trato privilegiado.
El Estado y su Derecho han de ser exquisitamente neutrales ante los valores diferentes nacidos del ejercicio de la libertad de conciencia y de la libertad de pensamiento, especialmente en la medida en que estén integrados en la identidad personal o incluso en la identidad colectiva, siempre que no entren en contradicción con los valores comunes. ¿Qué razón puede avalar la disparidad de trato fiscal entre las confesiones religiosas, de interés particular en todo caso, y las entidades no lucrativas de interés general sobre todo si el desequilibrio se inclina en favor de las primeras? ¿Qué extraña razón puede avalar que las residencias de los ministros confesionales, propiedad de la Iglesia, estén exentas del pago del IBI?¿Es que cumplen una función más importante desde el punto de vista del interés público los ministros confesionales que los propios funcionarios?¿Pagan los mismos impuestos para la realización de los fines del Estado (para eso son los impuestos) que los que ponen una cruz en su declaración de IRPF, sacando del fondo común el 0,7 del mismo para destinarlo a un fin particular?; ¿no están pagando el 0,7 más unos o, si se prefiere, el 0,7 menos los otros?; ¿dónde queda el principio de igualdad tributaria consagrado en el art. 31 de la Constitución? ¿Dónde queda la neutralidad del Estado y de los poderes públicos? ¿No se están mostrando aquí evidentes y ostentosas preferencias, con la consiguiente discriminación de sus ciudadanos, en razón de la diferencia de creencias, ideas u opiniones? Aunque sea por expresa voluntad de algunos contribuyentes, lo que se destina en la asignación tributaria a la Iglesia católica, se extrae del dinero público resultado del pago de los impuestos, lo cual significa que es dinero obtenido bajo coacción (nadie puede dejar de pagarlo) para ser destinado parcialmente a fines religiosos, ¿no es esto un impuesto estatal con fines religiosos?; ¿no entraña una flagrante violación de la libertad de conciencia de quienes no ponen la cruz a favor de la Iglesia católica?; ¿no hay aquí una evidente base para articular un recurso de amparo por la exigencia coactiva del 0,7% a todos los ciudadanos para hacer posible la correspondiente transferencia a la partida de “sostenimiento de culto y clero”?.
3. LAICIDAD DE LA CONSTITUCIÓN Y LAICIDAD DEL ORDENAMIENTO
Dado el intenso proceso de secularización que ha tenido lugar en España desde la promulgación de la Constitución hasta el momento actual y a la vista de la propuesta por la que opta nuestra Constitución, brota irreprimible la pregunta ¿Cómo es posible, que cuando confluyen las razones constitucionales y las sociológicas, nuestro ordenamiento siga albergando tal cantidad de reminiscencias confesionales? Y lo que es más sorprendente, que no sólo no se haya producido la suficiente diligencia por parte de los poderes públicos para la depuración del ordenamiento, sino que además se hayan introducido elementos confesionales, con posterioridad a la entrada en vigor de la Constitución.
Tengo para mí que uno de los factores fundamentales, aunque no el único, ha sido el papel jugado por la vigencia de unos acuerdos, de determinadas características, con la Iglesia católica.
En nuestro ordenamiento existen, pues, dos clases de acuerdos con las confesiones religiosas: los acuerdos del año 1979 con la Iglesia católica, de carácter internacional, que implican un distanciamiento y la desigualdad de esta Iglesia con respecto a las demás confesiones religiosas, y los acuerdos firmados con protestantes, judíos y musulmanes en 1992, que responden al modelo al que alude la LOLR.
Los primeros implican un trato diferente de la Iglesia católica con tendencia al privilegio y, además arrastran consigo otro riesgo no menos importante que es el recorte de la soberanía normativa del Estado, agudizado por la cláusula que figura en todos ellos de que, caso de que surjan problemas en su interpretación o aplicación, deberán resolverse por consenso lo que, en interpretación de la Iglesia, la han convertido en colegisladora en los temas que le afecten.
Nada de esto ocurre con los acuerdos con las demás confesiones porque aquí la relación esta sometida al poder unilateral del Estado, ya que otras leyes posteriores pueden modificarlos (soberanía del Parlamento), con una sola condición: informar y escuchar a las confesiones afectadas (informe previo preceptivo pero no vinculante).
Estos últimos, así concebidos, son perfectamente compatibles con la laicidad. No puede decirse lo mismo de los acuerdos con la Iglesia católica, ya que entrañan una merma de la soberanía estatal en contra del principio de separación. Dichos acuerdos son inconstitucionales también en sus contenidos como ocurre con al asignación tributaria, si no es como fórmula transitoria, o con la participación del Estado en el nombramiento del arzobispo general castrense, por poner dos ejemplos. A la hora de analizar el origen de dicha inconstitucionalidad, es preciso tener en cuenta que los acuerdos aunque temporalmente son postconstitucionales, materialmente, es decir, en sus contenidos, son preconstitucionales. La razón es bien evidente: sus textos se discutieron paralelamente a la discusión del texto constitucional, lo que explica, como han reconocido públicamente algunos de los negociadores, sus múltiples ambigüedades. El problema surgirá cuando la Iglesia, desde puntos doctrinales de partida diferentes de los del Estado y de la Constitución, pretenda imponer interpretaciones que no son compatibles con alguno de los elementos de la laicidad, tal como la viene entendiendo el Tribunal Constitucional, argumentando que los cuatro acuerdos del 79, aunque piezas separadas, responden a unos mismos principios y constituyen un sistema, a cuya cabecera está el acuerdo de 1975 sobre renuncia mutua a privilegios, que tiene carácter confesional. Sin embargo esto acentuaría el carácter preconstitucional de los acuerdos, porque de lo que no hay ninguna duda es que el acuerdo del 75 es preconstitucional.
4. CONCLUSIONES
Si queremos proceder con eficacia a la depuración de nuestro ordenamiento, eliminando toda reminiscencia de confesionalidad, serán necesarias tres cosas:
1ª) Poner al descubierto, a la vista de nuestra Constitución, de las normas del bloque constitucional y de la interpretación de nuestro Tribunal Constitucional, las zonas claramente inconstitucionales o simplemente sospechosas de confesionalidad, necesitadas de depuración.
2ª) Proceder, por parte de los poderes públicos, también del legislativo y del judicial, cuanto antes a esa depuración.
3ª) Proceder, cuanto antes, sin cálculos electorales que podrían, además, no estar fundados en la opinión mayoritaria del pueblo español, a revisar los vigentes acuerdos con la Iglesia católica como tratados de Derecho Internacional sustituyéndolos por otros que se asemejen a los firmados con otras confesiones, sorteando el peligro de pérdida de parte de la soberanía estatal en la regulación de un derecho fundamental y descartando cualquier cesión a la pretensión de la Iglesia católica de convertirse en colegisladora cuando se trate de estos temas.