Nací en una época en la que, en España, el poder de la Iglesia católica era considerablemente mayor del que tiene hoy (con ser escandalosos los privilegios de los que aún goza).
El ideal de la Iglesia (el ideal de todas las religiones) es el estado teocrático, aquel donde sus creencias sean leyes y sus pecados, delitos.
En Occidente llevamos siglos poniendo coto a tan desenfrenado despotismo. Por librar esa batalla muchas personas han sido torturadas, encarceladas, asesinadas.
Aunque ahora la sociedad civil ha conseguido limitar el control de la iglesia, esta no ceja y mantiene sus constantes exigencias respecto a la enseñanza del catecismo, la prohibición del aborto, del divorcio o de la eutanasia (como estamos viendo estos días), etc. etc.
Si bien sus prédicas siniestras (la glorificación del sufrimiento, por ejemplo) interpelan a todos, la dureza y el rigor los reserva para las mujeres. Con los varones, siempre ha aplicado una cierta “manga ancha” y ha perdonado las “debilidades de su naturaleza”. Así, por ejemplo, comprende paternalmente que acudan a prostíbulos, tengan barraganas -como tantos curas- e incluso abusen de menores (que sí, que eso está feo, pero, con regañarles un poco y cambiarlos de parroquia o de colegio ya cumplen)…
Así, preguntémonos ¿qué ha hecho y hace la iglesia ante casos notorios de maridos maltratadores? ¿excomulgar al torturador? ¿avergonzarlo y condenarlo desde los púlpitos? ¿pedir a los vecinos, amigos y familiares que censuren su conducta, que exijan otra? Pues no, claro. Predica “paciencia y resignación” a las mujeres, asegurándoles (los muy cínicos) que, gracias a su sufrimiento, alcanzarán el paraíso (tener un sádico en casa resulta casi una bendición divina).
Desde que abrí los ojos, la iglesia intentó por todos los medios triturar mi vida, hacer de ella “un valle de lágrimas”. Fui educada (sin elección posible) en su doctrina. Por eso la conozco y, en consecuencia, pienso mal de ella. Pero, con todo, siempre termina asombrándome.
Hoy los pelos se me ponen como escarpias y la indignación me atraganta leyendo las alegaciones del arzobispado de Burgos ante el Vaticano pediendo que beatifiquen a Marta Obregón.
Recordemos que Marta fue violada y asesinada en 1992 por Pedro Luis Gallego. Según el parte médico, su cadáver presentaba erosiones, hematomas y 14 puñaladas.
Digamos en un inciso que Pedro Luis Gallego terminó siendo condenado por 18 violaciones y dos asesinatos a más de 200 años de cárcel de los que cumplió veinte. Salió en libertad en 2014. Ahora está otra vez detenido por dos nuevas violaciones (más las que se ignoran). Este es, pues, un caso muy ilustrativo de la conveniencia –o no- de aplicar idénticos parámetros a estos delitos y a los delitos de robo, por ejemplo. Cierto, no todos los violadores son reincidentes pero, aquellos que lo son ¿deben quedar libres una vez que cumplen condena si sabemos que volverán a agredir e incluso asesinar a otras mujeres?
Volviendo a las alegaciones de beatificación que presenta el arzobispado de Burgos. En ellas se alaba “en especial, la grandeza de la castidad, como se hace visible cuando [Marta Obregón] resiste y lucha hasta morir asesinada por defenderla”.
¿Han leído detenidamente? Hagan el favor de volver a leer: está pidiendo que las mujeres defiendan SU castidad hasta la muerte. Y remacha: «el imputado del crimen había sido juzgado ya en cuatro ocasiones por abusos y violaciones, pero sin llegar al homicidio, al ceder sus víctimas a sus pretensiones». Las víctimas “cedieron a sus pretensiones”… O sea, fueron, como poco, débiles y blandengues y, con mayor probabilidad, fueron unos putones que eligieron vivir antes que defender SU castidad.
No como Marta Obregón que «dejó un hermoso ejemplo, tanto en su vida agradecida al amor y misericordia de Dios, como en el testimonio de su valerosa muerte por defender la virtud».
Observen: si violan a una mujer, ella pierde SU virtud y SU castidad. No las pierde porque decida: “Voy a enrollarme con quien me dé la gana y siempre me dé la gana”. Para que una mujer pierda SU castidad y SU virtud no se requiere su propia iniciativa, basta con que no se oponga con suficiente determinación a la iniciativa de otros.
Si para violarla no han tenido que asesinarla es que no se defendió suficientemente. En consecuencia, ha cedido a las pretensiones de violador (“pretensiones”, así lo llaman) y por eso ya no tiene castidad ni virtud, se las ha dejado arrebatar.
Mujeres violadas que seguís pisando la tierra (y no estáis debajo de ella) avisadas quedáis: no tenéis principios, no valéis ni un duro.
Cosa distinta, por supuesto, es la consideración que merecen los violadores. Así, José Diego Yllanes -liberado nueve años y ocho meses después de violar y asesinar a Nagore Laffage- fue piadosamente contratado por el Opus para que ejerciera la medicina.
Es lo que decíamos antes: la iglesia, respecto a los hombres, comprende que un “desliz”, una “pretensión” los tiene cualquiera.
Pero, las mujeres… Ah, las mujeres… todas –a no ser que mueran mártires- hijas de Eva. Eva por quien llegó el pecado al mundo, no lo olvidemos…
Pilar Aguilar. Analista de ficción audiovisual y crítica de cine. Licenciada en Ciencias Cinematográficas y Audiovisuales por la Universidad Denis Diderot de París.