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La reforma del Concordato, una eterna cantinela

«No ha de extrañar pues que, en el momento de la muerte de Franco, una parte de la jerarquía eclesiástica siguiera siendo notablemente «adicta», adherida a una forma nostálgica de catolicismo que complacía a la patriotería nacional franquista»

El nuncio apostólico en España, Renzo Fratini, critica la exhumación de los restos de Franco: “Dejarlo en paz era lo mejor. Ya lo juzgará Dios”. Monseñor, la historia y los ciudadanos juzgan también. Señor nuncio, los símbolos son importantes, aunque no sean banderas, y usted se inclina abiertamente por mantener la iconografía del franquismo. No se puede ser equidistante ante quien provocó una Guerra Civil, una represión concienzuda y selectiva, y un atraso evidente en la sociedad española.

La Iglesia católica española obtuvo del franquismo múltiples privilegios, como la prohibición de toda actividad proselitista de otras confesiones, la garantía en el ejercicio del culto católico, la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en todos los centros y a todos los niveles, el reconocimiento oficial de las Universidades de la Iglesia, la dotación económica al clero, la ayuda para edificaciones, la exención de los clérigos del servicio militar, la asistencia religiosa a las tropas, el fuero eclesiástico, la obligatoriedad del matrimonio canónico para todos los bautizados, la disponibilidad de medios de comunicación propios, la libertad de las asociaciones religiosas de la Iglesia, la inviolabilidad de los templos… No ha de extrañar pues que, en el momento de la muerte de Franco, una parte de la jerarquía eclesiástica siguiera siendo notablemente «adicta», adherida a una forma nostálgica de catolicismo que complacía a la patriotería nacional franquista.

Así y todo, la homilía del cardenal Tarancón, pronunciada en el momento de la coronación del rey Juan Carlos en 1975, rezumaba un indudable espíritu aperturista y avanzado para la época, A partir de entonces, la Conferencia Episcopal, que por fortuna no es toda la Iglesia, emprendió una deriva retardataria hasta llegar a Rouco Varela, Martínez Camino o ahora al nuncio Fratini. ¡Ay, Javier Osés, cuánto nos acordamos de ti!

La queja al Vaticano por parte del gobierno español debiera ir acompañada de la reforma del Concordato de 1979. No se le llamó así entonces porque el vocablo “concordato” arrastraba una leyenda negra tras los vínculos del Vaticano con Hitler y Mussolini. Se supone que aquellos acuerdos de 1979 entre España y la Santa Sede reorientaban pactos anteriores, como los de 1953, y los adaptaban a la aconfesionalidad del Estado proclamada en la Constitución de 1978. Ese Concordato de 1979, firmado por el propagandista católico Marcelino Oreja y el cardenal Jean-Marie Villot, secretario de Estado de la Santa Sede, reclama urgente revisión en una sociedad mucho más laica.

A pesar de las sucesivas modificaciones en el Impuesto sobre la Renta, la Iglesia no ha asumido todavía su responsabilidad de autofinanciarse y sigue recibiendo subsidios por parte del Estado. Uno supone que no se han retirado esos subsidios por miedo a que la Iglesia movilice a sus fieles en contra del partido que se atreva a hacerlo. Da igual, moviliza a sus adictos, aunque se mantengan los subsidios.¿Por qué razón un ciudadano agnóstico y plenamente laico está obligado a financiar el mantenimiento de cualquier institución religiosa, por admirable que ésta pueda ser?

Zapatero aumentó el porcentaje que los contribuyentes pueden asignar a la Iglesia vía impuestos. Pasó de un 0,5% a un 0,7% y, a cambio, el Gobierno dejaba de transferir su contribución anual. Todo lo más, la Iglesia tiene la obligación de elaborar un informe sobre el modo en que se gasta el dinero de los contribuyentes. A muchos nos parece un acuerdo demasiado generoso para los intereses eclesiásticos. Los obispos se quejan. Pedro Sánchez amaga, pero no se atreve a poner el cascabel al gato. Ese dinero estaría mucho mejor empleado en la investigación a partir de embriones para avanzar en la curación de enfermedades, investigación que tanto irrita a los obispos.

Alberto Sabio Alcutén

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