El situar la “Semana Santa” en el momento de mayor probabilidad de lluvia, el cambio de luna de abril, era una argucia comprensible para que asistieran a sus ceremonias quienes esos días no podían trabajar en los campos. Pero hoy, cuando sólo una pequeñísima minoría de los mismos creyentes asisten a esos ritos, no sólo nos aguan las vacaciones a centenares de millones de ciudadanos, sino que esa lluvia provoca la muerte, mutilación o graves heridas y daños físicos (para no hablar de los económicos) de miles y miles de personas en el conjunto los países afectados por esas adversas condiciones atmosféricas durante sus desplazamientos en la “Semana del Turismo”, como ha sido rebautizada con exactitud en Uruguay.
El comportamiento de las Iglesias, y en particular del Vaticano, ante catástrofes humanas incluso peores, como la del SIDA, no permiten esperar, en un plazo razonable, una reacción racional y humanitaria por su parte ante esta hecatombe anual, evitable con un mero cambio de fechas. Y eso aunque a ese cambio no cabría oponer ninguna objeción religiosa realmente seria. Y menos aún para los seguidores de verdad de Quien dijo que sus discípulos se reconocerían por su amor al prójimo, no por hacerle literalmente la Pascua, e incluso acelerar su hipotética llegada al cielo mediante accidentes de tráfico, en una moderna perversa reintroducción de los sacrificios humanos con excusa de religión.
Ya es hora, pues, que la Unión Europea enfrente el problema en su conjunto y, como corresponde a sociedades ya oficialmente no confesionales, adopte alguna de las varias reformas racionales de todo el calendario que ya existen, para que podamos pasar nuestro tiempo de trabajo y descanso, nuestra vida entera, de un modo más racional, sano y seguro.
La Semana Santa en 2006 dejó 108 muertos en la carretera, tres más que en 2005
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