La vida no vale nada si escucho un grito mortal y no es capaz de tocar mi corazón que se apaga… decía la canción de Pablo Milanés. La vida no vale nada en los regímenes autoritarios donde perdura la condena a muerte; donde, en países como China o las dictaduras islámicas, se ejecuta en el foro público como arma de venganza, como espectáculo para distraer a las masas y como condena ejemplarizante.
La vida no vale nada en los barrios marginales de México o Colombia, donde los narcotraficantes se deshacen de la competencia y de los malos pagadores mediante el pago a jóvenes sicarios que matan por un salario que apenas alcanza para comprar una hamburguesa. Tampoco vale nada para los terroristas que matan en nombre de dioses o patrias inexistentes, por cuyo trabajo gratuito jamás cobrarán.
La vida no vale nada en muchos estados de los Estados Unidos, donde la eliminación de los reos alcanza la asepsia y la profesionalidad que se espera del país más avanzado de la Tierra. Los condenados tienen su corralito especial, el corredor de la muerte, la versión moderna del Puente de los Suspiros de Venecia, y pueden morir mediante inyección letal, descarga eléctrica o inhalación de gas cianuro.
Lo que más me ha conmovido de la última ejecución en los Estados Unidos, y que diferencia a los países civilizados de aquellos que matan groseramente a las adúlteras a pedradas, fue el espectáculo de la muerte de Troy Davis en Georgia. Los parientes de la víctima asistiendo en primera fila a la ejecución, disfrutando del placer de la venganza, minutos antes de ir a la iglesia a dar gracias a dios por restablecer la justicia. Fue todo tan hermoso…