Mauricio Colmenero es un personaje de la serie Aída (2005-2014) interpretado por el actor Mariano Peña. Está basado en el estereotipo de facha español: nostálgico del franquismo, católico, racista, machista, homófobo, etc. El personaje resulta sumamente gracioso y encaja perfectamente en el esquema de conflictos humorísticos y de enredo propio de la serie y en conexión con los demás personajes, también muy estereotipados.
Mauricio Colmenero es un personaje, y como tal de ficción, pero representa un tipo de pensamiento que es real (aunque en la serie esté exagerado). Es lo que llamaremos aquí el “pensamiento Mauricio”. Ese pensamiento lleno de errores, prejuicios y también falsedades sobre lo que fue la guerra civil y el franquismo, o acerca de cuestiones de actualidad como la inmigración, el feminismo, la homosexualidad, la laicidad, etc.
El pensamiento Mauricio nos resulta gracioso y precisamente por eso está en la serie de televisión. El personaje es ridículo a más no poder. Que la serie lo haya incorporado responde a su rol de antihéroe. Es el modelo de persona y pensamiento con el que (en principio) nadie querría ser identificado. Sin embargo, hace 50 o 70 años no hubiera sido así. No solo porque una serie como Aída jamás habría podido existir entonces, sino porque en aquella época oscura el pensamiento Mauricio era el pensamiento oficial del régimen. Francisco Franco no hubiera entendido a Mauricio Colmenero como un personaje cómico, como un esperpento, sino más bien como el modelo de un español “como Dios manda” (tal vez algo exagerado, pero básicamente acertado). Es la distancia y el contraste entre esa España reaccionaria y la del presente la que permite reírse con Mauricio Colmenero: que alguien, en la España del siglo XXI, piense esas cosas del franquismo, de las mujeres, homosexuales o inmigrantes es lo que nos resulta desternillante.
En una de las temporadas de serie, Mauricio se presenta a las elecciones locales como concejal del distrito de Esperanza Sur. La comicidad de un guion así está en el hecho de que alguien como Mauricio pudiera ser elegido. Sin embargo, la realidad supera a la ficción. En 2017, Donald Trump ganó las elecciones presidenciales en EEUU. En 2018, Bolsonaro gana en Brasil y ese mismo año, en las elecciones andaluzas, Vox logra 12 diputados (con un 11% de los votos), y para las elecciones generales, autonómicas y locales de 2019 se espera que obtenga un resultado bastante honroso según las encuestas.
¿Qué ha pasado? ¿Cómo es que los Mauricios Colmeneros de carne y hueso ganan las elecciones? ¿Cómo es que la comedia de la ficción se convierte en tragedia real?
Para intentar entenderlo, vamos a hacer dos analogías. Una con el movimiento gay, y la otra con los exámenes. Volviendo a la serie de Aída, hay otros dos personajes peculiares: Fidel Martínez y el propio hermano de Mauricio, Toni Colmenero. Entre sus características destaca su homosexualidad, lo que genera conflictos con el homófobo Mauricio. Sin embargo, aunque ambos también son personajes cómicos, su homosexualidad no es motivo de mofa. Es al contrario: la serie reivindica los derechos homosexuales y critica la homofobia riéndose de ella. Si la serie fuera de los años 70, seguramente también habría algún personaje gay pero sería muy distinto. Ahí sí que sería objeto de burla, tal y como eran los “mariquitas” que aparecían en las películas de entonces. Entre esas películas de la época del destape y la serie de Aída ¿qué ha pasado? El Orgullo Gay. Los homosexuales han pasado del diván y el armario al orgullo. De ser alguien que se avergüenza, a reivindicarse a sí mismo. Es por eso que si el personaje gay de las películas de antaño resultaba ridículo entonces, lo que ahora resulta ridículo es el hecho de que antes pudieran reírse de otra persona por su orientación sexual. Lo que antes parecía muy gracioso ahora nos parece grotesco y soez.
Pero ¿qué pasa con los Mauricios Colmeneros de ahora: los Trump, Bolsonaro y Vox? Pues que, a imitación del movimiento gay, están pasando del armario al orgullo. Hace unos años, cualquiera de ellos no habría tenido ni una docena de votos. Eso no quiere decir que entonces no hubiera Mauricios, pero estaban en el armario, incluso riéndose del Mauricio de la serie delante de los demás. Igual que hace más tiempo algunos homosexuales se reían de los “mariquitas” para ocultarse ante los demás. Pero estar, estaban ahí.
Con el pensamiento Mauricio pasa igual. Mientras se emitía la serie de Aída también había Mauricios reales que se incomodaban ante el personaje, aunque se reían de él para disimular que, en el fondo, ellos pensaban lo mismo sobre Franco, la religión, las mujeres o los inmigrantes. El éxito de Trump, Bolsonaro o Vox lo que muestra es la salida del armario de los Colmenero. Es una liberación para todos ellos: el poder presentarse dignamente en sociedad tal cuales sin tener que fingir que son otra cosa. Pero ¿por qué ahora precisamente?
Una clave está en el efecto examen. Desde los años 60-70 en EEUU y Europa, y algo más tarde en España (años 80) cierto pensamiento progresista se convirtió en el oficial o políticamente correcto. Un pensamiento que, resumiendo mucho, se condensaba en el respeto a la democracia liberal-representativa, cierta laicidad, los derechos individuales, la igualdad de hombres y mujeres, la no discriminación por razón de sexo, orientación sexual, color de piel o nacionalidad, la solidaridad internacional, el laicismo, etc. Este pensamiento lograba el consenso tanto de la izquierda como de la derecha (esta más a regañadientes) y se reforzaba por modelos bipartidistas y de alternancia política.
Sin embargo, este pensamiento progresista (o “progre”) no estaba generalizado al nivel de creencia (en el sentido orteguiano) sino tan solo al de políticamente correcto, lo que daba lugar al efecto examen. Para Ortega y Gasset, las ideas las tenemos pero en las creencias estamos. Con eso quería dar a entender que una idea es algo que puedes abrazar o rechazar según te convenza más o menos. Pero una creencia, tal como él la concebía, era algo que es tan fundamental que no se puede cuestionar, se asume sin más. Manuel Cruz dice pedagógicamente que estamos ante una creencia cuando, si alguien la cuestiona, respondemos: “Si me vas a cuestionar eso, apaga y vámonos”. Las ideas podemos debatirlas, las creencias no. Ideas y creencias dependen y varían en cada época y contexto. Lo que en un momento dado pueden ser solo ideas, en otro pueden ser creencias, y a la inversa: una creencia puede ser desplazada a mera idea con el tiempo. En su día, la esclavitud como institución natural y correcta era una creencia, hoy en día la creencia es justo la contraria: la perversidad absoluta de la esclavitud. El abolicionismo, que en su momento solo era una idea, hoy día está asentado como creencia. Si alguien se atreviera a hablar a favor de la esclavitud recibiría el “Apaga y vámonos” que dice Manuel Cruz.
Lo políticamente correcto es distinto. Se trata de un discurso que, en realidad, es una apariencia de creencia. La gente lo recita como si lo creyera pero sin creerlo realmente ni comportarse de acuerdo a él en la práctica siempre que puede. Un ejemplo es la moral victoriana respecto del sexo. El tabú acerca de la sexualidad era lo políticamente correcto, de ahí que solo mencionarlo fuera escandaloso (por eso lo polémico que resultó en su día el psicoanálisis, por ejemplo). Sin embargo, la moral victoriana no pasaba de esa mera apariencia (y no era una creencia, ni mucho menos), porque en la práctica poca gente seguía el modelo de sexualidad exclusivamente heterosexual, matrimonial y procreadora. La masturbación, la homosexualidad, el sexo pre y extramatrimonial y otras modalidades existían pero ocultas y generalizadas. Se daba así una gran hipocresía social: todo el mundo fingía aceptar y cumplir la moral victoriana porque todo el mundo creía que los demás sí que lo hacían o que, por lo menos, les reprocharían si se atrevían a no cumplir con ella en público. Llamo a esto efecto examen por la analogía con los exámenes. Los exámenes no sirven para aprender ni para medir lo aprendido. Solo sirven para ser aprobados y solo miden la capacidad para ser superados, nada más. Un alumno que aprueba un examen de filosofía o matemáticas solo demuestra ser capaz de superar un examen de filosofía o matemáticas, no que sepa algo de filosofía o matemáticas. La prueba está en que el mismo alumno podría suspender perfectamente ese mismo examen si se le hiciera un tiempo después. Esto crea una doble realidad: la de verdad y la que cree el profesor. Este piensa que el alumno está aprendiendo porque responde correctamente en el examen; en la realidad, no está aprendiendo más que a responder correctamente en el examen, nada más. El auténtico aprendizaje no responde a exámenes sino a otras estrategias. Por eso es un error pensar que alguien realmente sabe algo solo porque sabe responder adecuadamente a un examen sobre eso (esto explica por qué el permiso de conducir no consiste solo en el llamado “examen teórico”).
El efecto examen tiene lugar cuando alguien se comporta o responde de acuerdo a lo políticamente correcto, pero sin que eso signifique que realmente cree (en el sentido orteguiano) lo que está diciendo y, sin embargo, pensamos que es así. Sucede cuando nos tomamos demasiado en serio las encuestas. En ellas, muchas veces el encuestado responde lo que piensa que debe responder de acuerdo a lo políticamente correcto del momento. Eso explica sorpresas como que en 2016 saliera el “Sí” en el Brexit en Gran Bretaña o que ese mismo año ganara el “No” en el referéndum colombiano acerca de los Acuerdos de Paz de La Habana.
Durante las últimas décadas, el pensamiento políticamente correcto progresista que decíamos antes impedía que el pensamiento Mauricio apareciera en sociedad. El efecto examen funcionaba: nadie se atrevía en público a expresar su franquismo, confesionalismo, racismo, xenofobia, homofobia o machismo. Si alguien lo hacía, recibía el reproche social, incluso por parte de otros Mauricios reprimidos. Otra cosa es que en la intimidad o en reuniones privadas de Mauricios, la realidad fuera otra (como lo era la vida sexual real de la época victoriana). A lo anterior contribuía mucho el bipartidismo imperante entonces. Las opciones políticas con posibilidades reales se repartían en solo dos partidos: uno conservador y otro progresista (tories y laboristas, republicanos y demócratas, UMP y PSF, CDU y SPD, PP y PSOE…). Ambas compartían el mismo discurso políticamente correcto, y el pensamiento Mauricio se encontraba encerrado en el armario del partido de la derecha (o psicoanalizándose en el diván de la izquierda). Sin embargo, la ruptura del bipartidismo ha facilitado la aparición de partidos (o corrientes internas en el caso republicano: Tea Party, Trump) que han sacado de ese armario a los Mauricios. Líderes demagogos como Trump, Bolsonaro o Abascal han sabido mirar debajo del efecto examen y, aprovechando la ruptura del bipartidismo, hacerse un hueco importante. Han convertido el pensamiento Mauricio en “Orgullo Mauricio”.
Un ejemplo ha sido la religión. Durante el siglo XX se instauró cierto laicismo por lo menos formal. En Francia, la Iglesia católica acabó aceptando la ley de 1905 de separación Estado-religión, en EEUU pastores protestantes como Luther King aceptaban también la secularidad del Estado en la línea del católico J. F. Kennedy y de la Primera Enmienda. Incluso en España los partidos decían respetar esa separación después de 1978. Sin embargo, la derecha religiosa llama ahora contra esa laicidad de mínimos, exacerba el identitarismo religioso, la presencia de la religión en política y en los gobiernos es directa, así como el abrazo de estos Trumps, Bolsonaros y Abascales a los líderes religiosos para que así sea. Incluso partidos progresistas dejan de lado cada vez más sus aspectos más laicistas para acercarse al reconocimiento y la colaboración de las religiones en política. Podemos, por ejemplo, ha renunciado en el programa electoral de 2019 a todos los puntos laicistas que llevaba en el de las elecciones anteriores.
Los Mauricios han podido hacer esto, precisamente ahora y no antes, porque ahora el pluripartidismo realmente existente les permite tocar poder (pueden decidir coaliciones de gobierno que antes no podían). En el armario de la derecha o en el diván de la izquierda, el pensamiento Mauricio estaba controlado, exhibirlo era exponerse al ridículo social, como ridículos eran los espectáculos de los grupúsculos de extrema derecha cuando sacaban los yugos y flechas en el 20-N, por ejemplo. Pero ahora el pensamiento Mauricio puede presentarse en sociedad renovado, como partidos con posibilidad de gobierno. Igual que el gay de las películas de los 70 ya no es el gay de la serie de Aída (en el aspecto, conducta…), pero sigue siendo gay igualmente, los Mauricios siguen siendo Mauricios, aunque ya no saluden a la romana ni lleven el “pollo” (el águila de San Juan) en la bandera de España. Pero su confesionalismo, machismo, homofobia o xenofobia, sus valores excluyentes, en definitiva, sí son los mismos, solo que algo más sofisticados. El gay que en las películas de antes era ridículo ahora está dignificado en Aída. El Mauricio burlesco de la serie ahora aparece con la cabeza alta: dirige EEUU y Brasil, y quiere asentarse en la Moncloa.
El gran error de la izquierda ha sido caer en el efecto examen. Ha creído que el discurso políticamente correcto que logró generalizar después de Mayo del 68 (o la primera victoria socialista de 1982 en España) se había asentado al nivel de creencia orteguiana, pero solo era pura fachada. Y ha sido peor aún: el aparente triunfo de la izquierda, la generalización del discurso políticamente correcto “progre”, la llevó a intensificarlo más todavía creyendo que las bases estaban suficientemente arraigadas (cuando no era así). De esta forma, se pasó de la igualdad de hombres y mujeres al lenguaje no-sexista (las miembras) o los micromachismos (el manspreading o despatarre masculino), por ejemplo. O la cuestión de los derechos animales, el toro de la Vega o el veganismo. El examen que hay que pasar para ser políticamente correcto cada vez es más difícil: hay que ir en bicicleta, comer vegano y pasar la tarde en una ONG de ayuda a refugiados para alcanzar notable bajo como mucho. Y, al igual que ante un examen muy difícil buena parte del alumnado no lo percibe como un estímulo para estudiar más todavía, sino que sirve de excusa para que tiren la toalla antes de ni tan siquiera intentarlo (incluso quienes podrían haber estudiado para otro menos exigente), buena parte de los Mauricios se cansaron y otros se mauricizaron. Los Mauricios pasaron a verse como víctimas y otros se solidarizaron con ellos: los pobres, honrados y muy religiosos hombres y nacionales de toda la vida acosados por mujeres, homosexuales, inmigrantes, ateos, vagos y otros maleantes. El caldo de cultivo estaba preparado, solo faltaban los demagogos y el fin del bipartidismo para que el Orgullo Mauricio saliera del armario.
La izquierda ha sido demasiado racionalista, mientras que la derecha entiende mejor las emociones, o al menos esa es parte de la tesis de Jonathan Haidt en La mente de los justos: Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata (2019, Barcelona: Deusto). El autor, de izquierdas, cree que es posible que la izquierda aprenda a manejar las emociones y no se las deje a la derecha en exclusiva. El efecto examen es parte del error racionalista de la izquierda. Las ideas son racionales, pero las emociones son las que hacen que arraiguen las creencias. No basta con un barniz progresista en lo políticamente correcto para lograr los ideales de libertad, igualdad y solidaridad de la izquierda. Hay que llegar a las emociones (en sinergia con la razón, claro, sin caer en el irracionalismo). Y ahí todavía tiene mucho que aprender la izquierda. Y, mientras tanto, esperar que la extrema-derecha no lo aprenda antes y que Mauricio Colmenero siga siendo un personaje de ficción y del que nos sigamos riendo cada día más.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
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