«Yo tengo un pensamiento vagabundo: voy a seguir tus pasos por el mundo; y aunque tú ya no estás aquí, te sentiré por la materia que me une a ti, por la materia que me une a ti…». (Radio Futura: Semilla negra)
Hace poco más de diez años se estrenó la película de animación titulada Wall-E. Producida por Walt Disney Pictures y Pixar Animation Studios ofrece una historia con un planteamiento de ciencia ficción que inspira reflexiones de diversa índole sobre el destino de la humanidad en su encrucijada entre el medio natural al que pertenece por origen y el tecnológico al ue ella misma se ha entregado. Para el lector que desconozca el argumento, contemos sucintamente que Wall-e es el nombre de un robot basurero último «superviviente» de una cohorte de máquinas fabricadas por el hombre para hacerse cargo de la basura que ha acabado de cubrir por completo la superficie de la Tierra hacia el año 2115. Homo sapiens la abandonó hace años huyendo de un entorno convertido en insalubre por su propia actividad extractiva, refugiándose la especie entera en una suerte de sofisticadísima arca de Noé en el espacio exterior, perdiendo así todo contacto con la madre Tierra y confinándose a un entorno puramente tecnológico, altamente automatizado, aséptico y administrado en todos los aspectos por robots obedientes servidores de una abstracta IA al servicio de una humanidad que se ha vuelto perezosa, incluso para andar y para comunicarse. De hecho, en la última parte de la película, cuando WAll-E persiguiendo a una androide llamada EVA de la que se ha «enamorado», abandona el lugar de su trabajo y penetra en AXIOMA, la gran nave espacial en la que vive la humanidad desvinculada de su planeta, los humanos aparecen como personajes gordinflones, empotrados en unos dispositivos que deslizan sus cuerpos sin que tengan siquiera que pisar el suelo, levitando de tal forma que carecen de toda percepción de gravedad. Entre ellos no se comunican cara a cara, cuerpo a cuerpo, sino que lo hacen por medio de pantallas incorporadas a sus dispositivos de transporte. No han de esforzarse por nada; sus actividades se reducen a una cómoda rutina para cuya realización no se requiere fuerza de voluntad alguna ni toma de decisiones. El desenlace de la historia se desencadena cuando la mencionada pareja de robots regresa de la Tierra trayendo consigo una incipiente planta en una improvisada maceta sacada del basurero que es de hecho su superficie entera. Entonces el capitán del AXIOMA se da cuenta de que el planeta vuelve a ser un lugar propicio para la vida y decide regresar a él. Pero para llevar a cabo su decisión tiene que reconquistar su voluntad que, en tiempos pasados, los comandantes que le precedieron cedieron al ordenador de a bordo, una especie de omnímodo piloto automático que controla la rutina a la que se hallan sometidos los humanos desde que rompieron su vínculo terrenal. En este punto decisivo de la narración el capitán declara que no quiere seguir haciendo lo que siempre hace, es decir, nada. Y los cuerpos vuelven a ponerse en marcha.
La primera vez que vi esta película me llamó la atención esa última parte, cuando WALL-E y EVA llegan a la enorme nave espacial, que es como un prodigioso edén creado con los medios más sofisticados que permite la alta tecnología que ha logrado desarrollar el ser humano en su prometeico desarrollo. Sobre todo, me impactaron los detalles visuales de esos humanos fofos y comodones incapaces siquiera de tenerse en pie por sí mismos, levitando artificialmente instalados en esa especie de literas ingrávidas, perfectos entes atomizados en lo social que no miran los rostros de sus semejantes sino las pantallas que son parte integrante de su organismo cibernético, confiados y perezosos, sujetos a una invariable rutina dispuesta por una complaciente inteligencia artificial (IA) al estilo del HAL de 2001: una odisea del espacio. Seres, en definitiva, que parecen haber perdido toda conciencia de la materia que esencialmente les constituye. Irónicamente han roto con ella porque han sido incapaces de administrar la que han producido como consecuencia del modo de vida, material, que han generado, toda esa basura que ha hecho de la Tierra un entorno tóxico para la vida de homo sapiens.
Reflexiono sobre esta ficción, que tiene rasgos distópicos muy propios del irracionalismo apocalíptico tan definitorio de este nuestro siglo, en un momento en el que se junta la convocatoria del paro internacional promovido por la estudiante sueca Greta Thumberg para actuar contra el calentamiento global y varios informes –entre ellos uno de la ONU– que nos advierten de lo que todos ya sabemos aunque lo queramos ignorar, y es que respiramos peor aire, tenemos agua más contaminada y vertemos más y más basura y materia tóxica a nuestro ambiente. Esto debiera bastar para hacer algo; por más que se quiera creer que hay razones para mantener la incertidumbre acerca del hecho del cambio climático por prudencia científica, la prudencia política exige actuar cuando hay indicios de un serio riesgo cuando menos para la salud de los ciudadanos, si no para la subsistencia de toda la especie.
Dejando a un lado las consideraciones económicas, pienso que hay una explicación filosófica en lo profundo de este asunto, decisivo para el destino de nuestra especie, que tiene que ver con un concepto metafísico o físico –según se mire– muy ancestral. Me refiero a la noción de materia.
Es el pensamiento de Aristóteles, hace prácticamente dos mil cuatrocientos años, el que define el concepto de materia para ser ya parte integrante del universo conceptual de la filosofía que, con el devenir de los siglos, pondrá las bases de la ciencia moderna. Pero, al margen de su mayor o menor utilidad desde el punto de vista de la comprensión científica de la realidad física, hay razones para reconocer en dicho concepto un a modo de pecado original, una carencia, una indefinición, que sólo la forma puede reparar. La metafísica medieval, plagada de excrecencias teológicas, hizo de la materia el seno originario de toda falta, de toda mácula y, por ende, del pecado. Todo lo material, en tanto que tal, es mutable y corruptible. Este enfoque impregna retrospectivamente aquellas filosofías de la antigüedad de ontología materialista, como el atomismo y el epicureísmo, de una valoración moral necesariamente negativa. Seguramente en la génesis de este pecado original ínsito en la idea de materia cabe señalar la responsabilidad primigenia –como en tantos otros aportes filosóficos– de Platón. Es la pista sobre la que nos colocó de manera conspicua Nietzsche: la materia sin forma es todo lo más un piélago del devenir en el que nada permanece y, así, no cabe identificar esencia alguna. El planteamiento platónico, al mismo tiempo, no discierne lo ontológico de lo axiológico, siendo así que, con la sobrevenida mutación histórica del cristianismo, la materia es el útero de lo defectuoso cuando no se la identifica directamente con el no ser y el mal según las perspectivas gnóstica y maniquea. La realidad de la materia estará en duda e incluso será negada hasta bien entrada la modernidad, momento en el que, merced a la revolución científica, le será reconocido estatuto ontológico como «materia natural» con el fin de explicar la composición y movimiento de los cuerpos. Se rescata el atomismo de la antigüedad como paradigma ontológico de la física clásica que requerirá una sofisticada revisión con la revolución científica que supuso la contemporánea mecánica cuántica.
Hay matices en las distintas concepciones que se han tenido por materialistas a lo largo de la historia de la filosofía. Seguramente la exquisitez erudita nos exigiría destacarlos para identificar apropiadamente las tesis propias del materialismo de Demócrito o Epicuro, que presenta sus diferencias respecto del de los estoicos y del mecanicista de Thomas Hobbes. Pero aquí quiero destacar el rasgo común a todo materialismo, y que creo que es el que marca la diferencia de una cosmovisión que tiene sus consecuencias en el plano práctico, el de la moral, la ética y la política. Como dice José Ferrater Mora en su Diccionario de filosofía abreviado: «Es común a todas las doctrinas materialistas el reconocer como la realidad los cuerpos materiales». Es decir, que para el materialista la materia es la materia corporal, y no esa materia aristotélica diferente de la forma; es, a la vez, fundamento de toda realidad y causa de toda transformación. Como aclara Ferrater Mora en su explicación del término «materialismo»: «El concepto de materia incluye el concepto de todas las posibles formas y propiedades de la materia hasta el punto de que el reconocimiento de la materia como única substancia no elimina, sino que con frecuencia presupone la adscripción a lo material de las notas de fuerza y energía». La vida también.
La conexión de este concepto con la historia da lugar a una tesis que tiene consecuencias prácticas de primera magnitud, y que no es otra que el materialismo histórico de Karl Marx y Friedrich Engels. Con su propuesta se trata de superar la visión hegeliana hasta entonces triunfante según la cual es el Espíritu el que determina la historia. Recuerde el lector la famosa tesis número 11 de las Tesis sobre Feuerbach, que reza tal que así: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo. Pero de lo que se trata es de transformarlo». El materialismo histórico tendrá los efectos transformadores, en efecto, con los que que sus progenitores querían dotar a la filosofía por su enfoque materialista, por colocar la atención en su análisis de la realidad en lo corpóreo, en las condiciones de vida concretas y materiales que conformaban la infraestructura económica (productiva) de su existencia y que directamente determinaban su subsistencia.
Hay en el materialismo una axiología implícita, como ya dijimos que la hay en toda forma de lo que podríamos denominar «espiritualismo» –por oposición al materialismo–. Pues al explicar lo superior por lo inferior se adscribe un valor mayor a éste último, un valor potencial, ya que de la materia procede cuanto luego va a surgir de ella y que se tiene por propiedades del espíritu y de la conciencia, o sea, del mundo humano. En él se dan la mano la filosofía de la naturaleza y la filosofía del valor y se sitúa el reino de la acción transformadora de la realidad. No se puede plantear de igual modo esa acción desde un paradigma de pensamiento que desprecia la materia que desde uno que la reconoce en los términos que lo hace el materialismo, que en el mundo de la acción humana se concentra en el reconocimiento de que somos cuerpos. es decir, que somos entes materiales con necesidades que exigen ser satisfechas.
No es casual el sistemático descrédito al que el materialismo ha sido sometido desde el pensamiento defensor de la tradicional teoría de valores que concentra su atención en lo inmaterial o espiritual o trascendental. Así, se ha relacionado tradicionalmente el materialismo y el hedonismo, siendo la figura de Epicuro la que concentra en sí ambos estigmas por lo que ha sido desde bien antiguo diana de los ataque moralistas desde los próceres del cristianismo en cualquiera. Su recurso habitual para criticarlo lo ha constituido la falacia del hombre de paja, pues convirtieron la ética epicúrea, mediante un burdo reduccionismo, en una propuesta consistente en ensalzar todos los vicios de la carne y que convertía al ser humano en un animal. El eslogan es simple y contundente (y por mucho tiempo y para muchos, exitoso, hay que reconocer): materialismo es sinónimo de depravación moral y pecado. Muy vinculada a esta idea está la que identifica, asimismo, materialismo y ateísmo. El materialismo desliga al ser humano de su verdadera dimensión, la que lo define y ha de marcar sus aspiraciones vitales, la dimensión de la trascendencia donde se sitúa la genealogía de sus valores (los que marca la moral cristiana). A este respecto, un casi coetáneo de Marx y hermano de lengua, Friedrich Nietzsche, dejó bastante escrito de forma muy vehemente, revelando la espuria naturaleza de tal genealogía. Fue él quien denunció el tradicional desprecio del cuerpo, «esa lamentable idée fixe de los sentidos» para los moralistas cristianos que lo ven «¡sujeto a todos los errores de la lógica que existen, refutado, incluso imposible, aun cuando es lo bastante insolente para comportarse como si fuera real!», según sus palabras de El ocaso de los ídolos.
Yo reclamo el cuerpo, el valor del cuerpo y de la materia, cuando cierta retórica política –demasiado extendida a mi parecer– enarbola como proclamas animales metafísicos que pervierten la genuina naturaleza de la vida de las personas, cuando elabora relatos protagonizados por la nación, la patria, Dios… Ídolos todos ante los que erigir altares sobre los que celebrar sacrificios humanos mediante los cuales convencer a todos de que no son ficción. Rechazo esta transmutación de la política en religión que promueve en la ciudadanía una emotividad que nubla la razón que debería estar, ante todo, comprometida con la verdad. Quiero el trabajo de una sobria ontología frente a la capciosa manipulación psicológica. Defiendo el valor político de la materia para prestar atención a lo que verdaderamente importa, para atarnos responsablemente al mástil de la realidad y hacernos resistentes al canto de sirenas de esa retórica que confunde los genuinos intereses humanos mediante relatos plagados de símbolos envueltos en una palabrería vacua construida a espaldas de los hechos, la historia y la lógica. Hay que romper las pantallas que convierten todo en una pura representación que torna opaca la realidad material y nos hace creer que, al fin, la mente venció a la materia liberándonos definitivamente de ella, transformándonos en criaturas ingrávidas y soberbiamente irrespetuosas con el espacio y el tiempo. La transparencia complaciente de la tecnología de la pantalla requiere la compensación de la negatividad de la materia para mantener el frágil equilibrio que nos salve de caer en el delirio.
Ojalá que cada vez que el ciudadano de nuestras democracias liberales se enfrente a unas elecciones políticas, acaso por obra y gracia de una rara lucidez, se sobreponga al encantamiento de relatos, símbolos y ficciones, y tornándose inmune al efecto embaucador de todos ellos, preste atención a lo que nos une a todos y le otorga a la realidad su irreducible resistencia, la materia.
José María Agüera Lorente. Profesor de Filosofía y miembro de Granada Laica