La Iglesia católica, la misma que nos dictaba para hacer la comunión, la misma que está en centros educativos, la misma que crea toneladas de culpa en su discurso, que dicta el pecado y que otorga el perdón, es la que acumula cientos de pecados ocultos durante años. Su estamento barrió el escenario de aquellos horrores y crímenes y los ocultó bajo la alfombra.
Con el paso del tiempo, tenemos sobre la mesa dos de las grandes vergüenzas de la Iglesia. Los bebés robados del franquismo y los casos de pederastia son dos ejemplos máximos de vulneración de los derechos humanos dentro de la institución. Aunque se exponga a sus culpables y se repare parte de la dignidad de sus víctimas, nada podrá curar el inmenso trauma y horror que esos actos han supuesto en cientos de personas. Y eso que nunca llegaremos a saber la dimensión de la realidad, bien por desconocimiento o por miedo. No es fácil enfrentarse a un estamento sagrado en un país que, por mucho que diga en su Constitución que es aconfesional, tiene la buena consideración de las instituciones y la sociedad.
30.000 niños arrebatados de sus madres
En el caso de los bebés robados, iniciado en el franquismo, se calcula que unos 30.000 niños fueron arrebatados de sus madres, la mayoría republicanas, presidiarias o madres solteras. Pero aquello también ocurrió en democracia. En una denuncia, conocimos que en 1981, Purificación Betegón perdió a sus gemelas en la clínica Santa Cristina de Madrid. Teresa Gallardo, médico residente que atendió en el parto, concretó la existencia de un “protocolo” especial para atender a las embarazadas que enviaba la monja María Gómez Valbuena. Las marcaban con un “paciente sor María’” y se les ponía una anestesia para que la madre no oyese llorar al feto. Cuando despertaban, comunicaban que los bebés habían muerto. Así, se cerraba la misión, con el dolor de una madre de haber perdido unos hijos y el horror de un menor que nunca conocería a su verdadera madre. Una desaparición forzosa que durante años nadie reconocía, y donde la Iglesia entregaba a esos menores a familias “de bien”. Aquella religiosa, de 87 años, fue citada a declarar como imputada, pero no acudió al juzgado y falleció cuatro días después. Solo uno de los casos denunciados, el de Inés Madrigal, bebé robada por el doctor Vela, llegó a la justicia. El 99% de los casos están archivados. Un libro de la antropóloga Neus Roig detallaba cómo esta trama se extendió hasta 1996 y cómo aquel dinero que recibían tras el robo se hacía pasar por donaciones o limosnas. Todo, en nombre de Dios.
Abusos sexuales a menores
A estos casos espantosos, se une otro de igual envergadura imposible de cuantificar: los abusos sexuales a menores dentro de la Iglesia. Durante tiempo esos menores relataron auténticos espantos vividos, testimonios anulados frente a la buena imagen de la institución.
Las últimas víctimas conocidas son las del Monasterio de Montserrat (Barcelona) y señalan al monje Andreu Soler, fallecido hace 11 años. No es solo un pequeño caso. Un informe sobre abusos sexuales apunta que hay unas 100.000 víctimas de curas y religiosos en el mundo. Ha sido sistemático. La respuesta fue silenciar, trasladar a sus responsables a otras iglesias o mandarlos bien lejos, a misiones. Se dice que el Vaticano ahora, con el papa Francisco, anda molesto por el escaso interés de la Comisión creada por la Conferencia Episcopal y considera que ha sido un lavado de imagen.
El Gobierno ha solicitado a la Fiscalía información sobre los casos abiertos de pederastia en la Iglesia, aunque lo que se reciba nunca será el grueso de estos delitos. La mayoría no llegaron a la justicia civil sino que se instruyen en procesos eclesiásticos. Es decir, obispos y superiores religiosos se han encargado de juzgar, dictar indemnizaciones o de encubrir, en la mayoría de los casos. Todo queda en casa.
En los dos casos, las víctimas son las únicas con la dignidad suficiente para hablar y gracias a ellas se ha levantado la alfombra que acumula cientos de vergüenzas. Porque hay otras muchas, como la complicidad con regímenes autoritarios o el papel clave y central que tuvo en todo el desarrollo del franquismo. Solo con estas dos situaciones que contemplo aquí, la Iglesia debería pedir perdón toda su vida. Y yo, que carezco de fe, solo pido que si de verdad existiese un juicio final, estos responsables hayan vivido allí un mínimo del miedo pavoroso que llegaron a sentir sus víctimas. Yo creo que no existe pero, al menos, voy a usar de consuelo el que pueda ocurrir algo de justicia divina.
Ana I. Bernal-Triviño