Encuestas dan cuenta de un creciente rechazo a la Iglesia Católica y demás denominaciones religiosas
Importantes datos sobre la fe y la religiosidad de los chilenos trajo la última encuesta de opinión del Centro de Estudios Públicos (CEP), referida a octubre y noviembre del año que recién termina. Sobre el tema, los resultados permiten comparar los testimonios actuales con las respuestas entregadas en 2008, y antes, en 1998.
El impacto religioso que más llama la atención se sitúa en torno a la Iglesia Católica, especialmente en la reducción de quienes se declaran católicos, que caen del 73% en 1998 al 55% actual. En el mismo periodo, los evangélicos se mantuvieron prácticamente igual (14% a 16%, variación sin embargo que está dentro del error muestral ±3%), y quienes se declaran “Sin denominación”, alcanzaron un significativo repunte del 7 al 24%, llegando a constituir así el sector más relevante después de los católicos. La categoría “Sin denominación”, corresponde a personas que dicen no pertenecer ni tener afinidad con ninguna iglesia ni religión. Estas cifras parecen abismantes si se comparan con los datos del censo de 1970, que registra una proporción de 81% de católicos, y más aún, con las variaciones intercensales producidas desde 1960, cuando estos conformaban el 90% de la población del país.
La muestra por grupos etarios arroja que sólo un 45% de los jóvenes entre 18 y 34 años se declara católico, frente al 54% del tramo comprendido entre los 35 y los 54 años, y el 60% manifestado por los mayores de 55 años, lo que hace ver también un descenso generacional en la adhesión a la Iglesia romana. La desafección alcanza no obstante a la totalidad de las iglesias e instituciones religiosas, habiendo mermado la confianza de las personas de un 51 a un 13%, reflejando una declinación de un 38% en la visión general durante los últimos veinte años.
La encuesta Cadem por su parte, publicada la última semana de diciembre, confirma la ininterrumpida caída en la aprobación específicamente de la Iglesia católica, llegando a su peor nivel desde el año 2015, con sólo un 14% de apoyo.
Un aspecto poco comentado por los analistas surge de dos preguntas de la encuesta CEP relacionadas con la debida laicidad de un Estado que dejó de ser confesional con la promulgación de la Constitución de 1925.
i) ¿Cuán de acuerdo o desacuerdo está usted con la siguiente afirmación? Las autoridades religiosas no deberían tratar de influir en la forma en que votan las personas.
ii) ¿Piensa usted que las Iglesias y organizaciones religiosas tienen en este país demasiado poder o muy poco poder?
En la primera pregunta, la suma de las respuestas “De acuerdo” y “Muy de acuerdo” alcanzan un 63%, versus un 72% en 2008 y un 68% en 1998. En la segunda, las respuestas “Demasiado poder” y Mucho poder” llegan al 55%, frente al 38% de quienes responden “Más o menos el poder que les corresponde” y “Poco poder”.
Aunque el sector del país que no aprueba la intromisión de las iglesias en las decisiones cívicas de los ciudadanos (como es la inducción en el voto de los electores) sigue siendo mayoritario, se comprueba una baja respecto a las mediciones anteriores en la convicción de que la voluntad democrática no es algo en lo que tengan que intervenir las iglesias ni ninguna otra denominación religiosa.
Esta relativización respecto a un punto central de la laicidad, probablemente se deba al fuerte debate suscitado en el país durante el anterior gobierno y lo que va del actual, concerniente a lo que periodísticamente se ha conocido como “agenda valórica”, esto es sobre temas como el aborto, el proyecto de identidad de género, el matrimonio entre personas del mismo sexo o la adopción homoparental, aspectos en los que los sectores políticos más conservadores del país han depositado en las jerarquías eclesiásticas un rol protagónico para generar corrientes de opinión contrarias a su aprobación, aprovechando su atávica influencia sobre la población. De esta manera, en los últimos años se ha visto un llamativo activismo religioso en el espacio público, con cientos de fieles convocados por las iglesias católica y evangélicas lanzando consignas en defensa de la “familia tradicional”.
Las posiciones “valóricas” que defienden, claramente regresivas en temas sensibles como los derechos reproductivos de la mujer, o antes, en la discusión sobre democratización de la educación, surgen de la confusión que interesadamente se mantiene entre los conceptos de ciudadanos y creyentes. Del mismo modo se confunden derechos, que en el proceso para transformarse en leyes deben discutirse en la esfera político- institucional, con preceptos, propios de creencias religiosas, que por esencia sólo obligan a quienes adscriben a una fe determinada.
La segunda pregunta que destacábamos, respecto a la percepción de cuán poderosas son las iglesias, al no precisar a qué tipo de poder se refiere (político, económico, magisterial, espiritual), permite suponer que el 55% que considera que estas tienen “demasiado” o “mucho poder”, relacionan dicho poder con riqueza —el patrimonio de las iglesias evangélicas y de sus pastores ha aumentado considerablemente en los últimos veinte años— o con su capacidad de constituir redes con la élite económica para fortalecer su influencia política —el ejemplo de los Legionarios de Cristo y del Opus Dei en este aspecto es concluyente—. Numerosas denuncias de curas de base hablan de la adicción de los miembros de la jerarquía a los bienes de consumo de lujo y, en general, a un alto estándar de vida.
Las encuestas no llegan a un nivel de profundidad que permita concluir cuánto de la pérdida de identidad de la Iglesia que hace sólo algunas décadas proclamaba su “opción preferencial por los pobres”, haya contribuido en su crisis actual. Lo cierto es que su “cambio de domicilio”, concentrándose en los sectores sociales de más altos ingresos, le ha permitido instalar colegios exclusivos, caros y selectivos para educar a los hijos de la élite. La parroquia de El Bosque, regentada por el excura Karadima, es el mejor ejemplo de esa nueva iglesia, que de manera tan confortable predicaba a las familias de los grandes empresarios que “hacer dinero” no es contrario a la doctrina de la Iglesia.
Sin embargo, lo central de la discusión se ubica en la disyuntiva respecto a si la estruendosa caída en el número de personas que se declaran católicos, así como la evaluación negativa que recibe la Iglesia católica en general, es simplemente un castigo coyuntural que responde a la conmoción provocada por los abominables abusos sexuales denunciados, perpetrados por curas y religiosas, y que hasta muy poco eran encubiertos por la jerarquía, o si es un síntoma del proceso de modernización de la sociedad chilena, que incluye un componente de laicización no ajeno a una mayor conciencia acerca de la autonomía moral de cada individuo, a los mayores índices educacionales de la población y, en general, a mejores condiciones de vida.
Es sin duda la institución Iglesia la que, enceguecida por sus propios dogmatismos, desde los inicios de la modernidad dejó que la historia pasara por el exterior de sus catedrales y monasterios, sin intentar comprenderla, por el contrario, tratando permanentemente de interrumpir su curso; así ocurrió con el Renacimiento y su audaz proposición antropocéntrica, también con la Ilustración y la soberanía de la razón; la excomunión de Lutero abortó la posibilidad de que el cristianismo y la Iglesia compartieran el desarrollo humanista posterior, acallando el clamor del fraile agustino por la libertad de conciencia y el libre examen; la determinación, no consumada, de quemar en la hoguera a Galileo sólo por defender la teoría heliocéntrica de Copérnico, y la contumacia de venir a reconocer este “error” 359 años después de que la inquisición lo condenara, son parte del mismo autoritarismo y arrogancia con que hasta ahora el papa cree ser “infalible” en doctrinas de fe y de moral. Así, la historicidad del hombre fue cuestionada en cada etapa del desarrollo de la historia moderna, desacreditando los avances científicos y oponiéndose a los avances sociales.
Nunca el Estado Vaticano ha adoptado posiciones diplomáticas inequívocamente favorables a los derechos humanos. Tampoco ha suscrito convenciones relacionadas con el derecho a la sexualidad o a la educación. No ha participado en acuerdos sobre protección de los pueblos indígenas, no lo hizo frente al apartheid, ni ha demandado a las naciones que aún la mantienen, la prohibición de la pena de muerte. Derechamente hablando, jamás algún papa respaldó públicamente la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, ni se comprometió en hacerla cumplir. Esto, por cierto, no significa que la Iglesia viole hoy los derechos humanos, pero su propia estructura jerárquica, el dogma que la sostiene y el encubrimiento de horribles crímenes por mantenerse en el poder, le impide la aceptación de ese texto fundamental, en primer lugar porque no comparte artículos esenciales, como la igualdad de hombres y mujeres, o la libertad de conciencia y de expresión, así como tampoco el derecho a una educación gratuita, laica y republicana, que no permita ningún tipo de discriminación.
Hace algunas semanas, un lúcido columnista católico de El Mercurio hablaba del fin de la “Iglesia prepotente”, aquella que históricamente se ha empeñado en “conseguir a través de la fuerza lo que es necesario obtener mediante la razón”. Y que, hasta hoy, en vez de enfrentar el debate político con ideas basadas en el razonamiento humano, lo hace con argumentos religiosos y un claro sesgo confesional, desoyendo las razones de quienes demandan políticas públicas tendientes a aminorar intolerables discriminaciones que afectan a las minorías. Una Iglesia que se permite polemizar a través de códigos doctrinarios que establecen lo “bueno” y lo “malo” en el comportamiento humano, incluso frente a conceptos estrictamente científicos, como ocurriera en la discusión de la ley de despenalización del aborto. Prohibiciones que deberían estar destinadas sólo a los fieles, se les extiende al conjunto de la sociedad, actuando en los hechos como un poder fáctico, con la colaboración de políticos que olvidando su compromiso con la diversidad y el bien común, pretenden dar un carácter universal a una cosmovisión particular.
¿Se puede encontrar entonces una línea que una la categórica caída en la credibilidad de las iglesias cristianas, incluyendo la católica, con políticas confesionales que siguen condenando visiones y principios altamente anhelados por las mayorías en la etapa actual de postmodernidad?
¿O será que recién empezamos a comprender la incitación de Kant a que el Hombre salga de una vez de su “autoculpable minoría de edad”?
Gonzalo Herrera