Hasta el último tercio del siglo XX, España no había resuelto cinco cuestiones clave: el modelo socioeconómico; la forma de Estado; la cuestión militar, o si se quiere con mayor concreción, la intervención golpista del Ejército en la política; la estructura territorial del Estado, y la llamada "cuestión religiosa".
El modelo socioeconómico que tanto pesó en el pasado, sobre todo en los años veinte y treinta -capitalismo liberal, capitalismo corporativo, socialismo democrático, marxista o libertario- es cuestión que parece zanjada. Una economía de mercado en un Estado social cuenta con la aquiescencia de la inmensa mayoría, siendo, hoy por hoy, mañana ya veremos, una minoría insignificante la que se inclina por alguna forma de socialismo o de anarquismo.
Pese al pecado de origen, no sólo por haberla instaurado el dictador, sino sobre todo por haber roto el principio dinástico, consustancial con esta forma de Estado, la opción entre Monarquía o República tampoco es tema que apasione. La transición corrigió en parte esta mácula, al sustituir la disyuntiva "Monarquía o República" por la mucho más operativa de "dictadura o democracia". Si trajésemos la República, ninguno de los problemas pendientes se enderezaría; al contrario, podrían complicarse innecesariamente. Los españoles hace mucho tiempo que dejamos de ser monárquicos. Tres monarcas se vieron obligados a exiliarse desde comienzos del siglo XIX, y otras tantas veces la institución fue restaurada con los Borbones; pero dos con otras familias que no lograron arraigar. En cuanto nos preguntáramos quién entre la clase política, y no tenemos otra, podría ser elegido presidente de la República, muchos nos declararíamos juancarlistas. Ello no quita que la forma más simple de oponerse al sistema sea sacar a la calle una bandera republicana. Si se produjera una crisis grave, el republicanismo crecería en muy poco tiempo.
La cuestión militar es la única que me atrevo a decir que está resuelta y bien resuelta. Desde la historia trágica de los dos últimos siglos reconforta saber que ya no existe una "cuestión militar". Disponemos al fin de un Ejército moderno, disciplinado, acorde con nuestras necesidades. González consiguió la neutralización política de las Fuerzas Armadas, y Aznar dio un paso importante en la dirección debida, al suprimir el servicio militar.
Dos cuestiones siguen supurando malestar: la estructura territorial y la "cuestión religiosa". Vincularlas, como hace el PP, puede ser altamente conflictivo. Por lo pronto, mientras la primera no se resuelva de manera satisfactoria, se divisa una inestabilidad creciente. Las opciones a debate son el Estado unitario, pero descentralizado, del Estado de las autonomías, el Estado federal, el confederal, o simplemente la disolución del Estado en su forma actual. En tema tan intrincado y pavoroso no cabe dar unas cuantas pinceladas de paso, así que será mejor dejarlo para otra ocasión.
Centrémonos en la "cuestión religiosa", con una larga historia explosiva, cuyo resurgir en los últimos años está produciendo una buena sorpresa. A las dificultades que tiene la Iglesia para adaptarse a un Estado aconfesional en una España democrática se une el que la derecha haya colocado la "cuestión religiosa" inmediatamente detrás de la política antiterrorista. Algo ha debido suponer también el que una pequeñísima minoría, tanto en el PSOE como en la sociedad española, pretenda avanzar hacia un Estado laico.
En una España secularizada -en la que el viejo anticlericalismo se ha transmutado en indiferencia, a no ser entre las clases medias por su incidencia en la educación, lo que por sí explicaría el grado de virulencia al que se ha llegado-, apenas se entiende la cruzada que ha emprendido la jerarquía contra el Estado laico. La "cuestión religiosa" ha vuelto al primer plano de la vida social y política en conexión con la educación y sólo se plantea en este contexto.
Pese a que la izquierda había defendido la escuela pública, entendida como escuela estatal y laica, la transición impuso un modelo en el que se financian con fondos públicos los centros privados concertados, a la vez que se aprobó un Estado aconfesional, muy alejado de uno laico. Nadie pone en tela de juicio que una institución privada pueda crear centros educativos con una personalidad propia, ¿peroes de recibo que sea financiado a cargo al erario?
En los ambientes de la izquierda, cada vez son más los que se indignan ante el resultado al que se está llegando con la financiación estatal de la enseñanza católica: una escuela pública de baja calidad para los pobres y los hijos de los inmigrantes, y una controlada por la Iglesia para los sectores medios, pero que paga el Estado. Al tener por lo general un mejor nivel, la prefieren incluso los padres menos interesados en la educación religiosa de sus hijos. A menudo, con la escuela católica concertada lo que se defiende es una clasista, que, además, resulte gratis.
A partir del año que viene en que por imposición de la Unión Europea habrá desaparecido la exención fiscal para la Iglesia, así como los aportes directos del Estado, la contribución pública se elevará al 0,7% de lo que tributen los fieles que pongan la cruz en la casilla de la Iglesia. Lo más grave es que ahora se concede sin el carácter temporal que tuvo al principio.
Probablemente, el próximo año la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas (Ferede), con un millón y medio de creyentes en toda España, disponga de su casilla en la declaración de la renta, abriendo las puertas a otras confesiones, como la musulmana, la segunda más extendida. Para mantener contra la letra y el espíritu de la Constitución los privilegios de la Iglesia católica, firmados en los acuerdos con la Santa Sede de 1979 -que aprovecharon ampliamente el resquicio del artículo 16, sin tener en cuenta que tanto por el nuevo pluralismo religioso como por el grado de secularización alcanzado España había dejado de ser católica-, el Estado tendrá que financiar en el futuro a las demás confesiones religiosas, con todos los problemas, no sólo económicos, que de ello se deriven. En este punto parece también necesario un examen de la transición.
Importa poner de relieve cómo se entrecruzan estas tres cuestiones: las relaciones entre el Estado y la Iglesia, la educación pública y la concertada, y la discusión en torno a la "memoria histórica", cuyo sentido político de fondo es que implica tanto una revisión crítica de la transición como una idealización de la II República, que algunos incluso elevan al modelo de democracia al que debiéramos aspirar.
La relevancia política de estos temas se manifiesta en la relación que cada uno mantiene con los otros dos. Justamente, a este entronque se debe el que el ambiente político y social se haya emponzoñado tanto en los últimos años. La transición fue tan buena como pudo serlo en las circunstancias dadas. En estos tres decenios España ha cambiado mucho, sin duda para mejor, pero nada estaría preñado de riesgos tan graves como creer definitivos el régimen político y el económico-social establecidos entonces.
Monseñor Fernando Sebastián, hasta hace poco arzobispo de Pamplona, al condenar explícitamente el laicismo, escribe: "Da la impresión de que el equipo del Gobierno actúa como si la transición hubiera estado demasiado condicionada por el franquismo, como si no hubiera sido un acto legítimo del pueblo soberano". Porque, añade monseñor, el Gobierno no sólo quiere revisar el pacto constitucional, sino que el nuevo laicismo pretende "empalmar con la legitimidad democrática de la II República, saltándonos más de setenta años de historia". Revisar el pacto constitucional implicaría, según el arzobispo, volver a diferenciar vencedores y vencidos con el único fin de dar la vuelta a la tortilla, con lo que otra vez media España quedaría fuera, pero esta vez los propios y no los enemigos.
Fernando Sebastián advierte de que estas posiciones ya nos llevaron un día a la Guerra Civil: "Esta creciente marginación de la Iglesia fue una de las causas profundas si no del levantamiento de julio de 1936 sí de la reacción popular y de la dureza de la Guerra Civil". Cualquier intento de modificar el resultado de la contienda, consolidado en 40 años de dictadura y en la continuidad consensuada de la transición, comportaría el riesgo de Guerra Civil, según el arzobispo.
La cuestión abierta es si esta amenaza, que tan eficaz resultó en la segunda mitad de los años setenta, sigue operativa 30 años más tarde en una España por completo diferente.