Raro -rarísimo- es el día en el que algún, o algunos, miembros de le jerarquía eclesiástica no salten a los lugares-espacios de privilegio de los medios de comunicación social, en su rica variedad de versiones técnicas, para dejar contundente y «oficial» constancia de cuanto piensan, o se les ocurre, con sus correspondientes letanías de admoniciones, advertencias o «mónitums» condenatorios, nada menos que «en el nombre de Dios». La reflexión sobre el tema adquiere notoria importancia eclesial en los últimos tiempos.
¡Faltaba más! La libertad es conquista-reconquista constitucional para todos, por tanto, también para los obispos, por lo que, absurda y ofensiva ensoñación y pecado sería la sola duda de su utilidad y uso en las relaciones humanas, lo mismo dentro que fuera de la Iglesia.
Esto no obstante, es justo reconocer que precisamente ni fue, ni sigue siendo la Iglesia, academia de libertad, con inclusión de la prensa en general. Si alguna institución y sus representantes se han distinguido por limitar, y aún cercenar, con los procedimientos humanos y divinos más efectivos, la difusión del pensamiento, son quienes se apellidan de alguna manera «católicos, apostólicos y romanos», con irreverente mención para su jerarquía. Hasta en el martirologio -«Año Cristiano»- hay constancia de realidad tan dramática.
Para quienes lo de patochada pueda sonarles ásperamente, basta y sobra con releer la definición académica de tal substantivo femenino, que refiere que se trata lisa y llanamente de «un hecho o dicho tonto, disparatado o inoportuno». Por supuesto que nadie, por sabio y santo que sea, y así de presente ante fieles e infieles, puede permitirse el lujo de que está, y estará, exento «por los siglos de los siglos» de que les sea aplicada a su acción alguno de los referidos adjetivos.
Llama la atención sobre todo, que sistemáticamente sean los mismos obispos a quienes se les inste y permita participar en los medios de comunicación social oficiales -estatales o autonómicos-, para usar-abusar- del sacramento de la predicación-evangelización en una determinada dirección, dejando siempre a salvo cualquier interpretación de tipo político no coincidente con la encarnada en las ideología y comportamientos de sus responsables de turno.
Como en los santos evangelios no ha lugar a patochadas de ninguna clase, de su invitación oficial para su proclamación quedan apartados sistemáticamente quienes no se hayan distinguido sino por su cerril conservadurismo por vocación, avalados además por los votos y procedimientos que se dicen democráticos. Por muy inoportuno y asilvestrado que sea tal conservadurismo, mejor que mejor. Los cargos, por cargos, son siempre conservadores a ultranza, al igual que sus estipendios. Es triste e irreformable ley de vida, de «dignidad» y de mando.
No sé si les pasó por el pensamiento a los «dicentes» de las patochadas, si la invitación efectuada responde en el fondo a la programación satánica que tienen la mayoría de los partidos políticos, de que la Iglesia quede siempre en mal lugar ante quienes escuchan tantas y tales doctrinas decrépitas, absolutamente nada evangélicas, con interpretaciones siempre condenatorias, tristes y temerosas, que espantan a los televidentes, los desculturaliza y les insta y ayuda «a vivir en el mejor de los mundos», con sus peregrinaciones, rezos, estaciones de penitencia y leyendas áureas relacionadas con sus santos y santas patronos.
Normalmente las homilías pronunciadas por los obispos oficiantes «oficiales» de siempre, carecen de evangelio. No son eclesiales. Ni son de este, y para este mundo. Les sobran adjetivos y adverbios, además de mitras, báculos, incensarios, títulos, capas magnas, colorines, liturgias y alguna que otra frase en latín. Las homilías de las misas «oficiales» son todas ellas otros tantos panegíricos. No enseñan. Distraen, divierten y, en ocasiones, hasta sobornan.
El resto de los hermanos en el episcopado deberían cursar denuncias o quejas al Presidente de la Conferencia Episcopal, al Nuncio de SS. o a quien sea, haciéndoles ver que así, y con estas patochadas, no se predica en la Iglesia y que el evangelio merece otra traducción, interpretación, destino, trato y aplicación distinta a que la que les interesa a los políticos de turno y a los «católicos de toda la vida», dejando definitivamente de lado conservadurismos indigentes, beligerantes, irreligiosos y ateos.
La tarea del Presidente de la Conferencia Episcopal, no como censor, sino en calidad de colega y amigo, podría y debería extender su gestión a la esfera pastoral de aquellos obispos que siguen interpretando la palabra de Dios ocupados en los titulares que sus palabras generarán en los medios de comunicación.
Las patochadas -sí, patochadas-, al menos las que se pronuncian y pontifican con dinero público en los medios «oficiales», por los «elegidos» de casi siempre, demandan moderación y mesura. Evangelio y cordura. Preparación, presentimiento y valoración de los efectos que han de producir en la opinión pública y si esta es de risa, de farándula o de escándalo. A cualquier editorial se le ocurrirá pronto recopilar al amparo del título «Patochadas episcopales», una colección de homilías, discursos y declaraciones pontificales, con el presentimiento comercial de que la iniciativa bibliográfica le proporcionará pingües beneficios.
Antonio Aradillas
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