La nostalgia de “poder fáctico” en democracia se aviene mal con la ejemplaridad que los obispos han de desarrollar para ser coherentes
Poco se sabe de lo que hayan dialogado y concluido la ministra Isabel Celáa y el obispo Argüello a propósito del confesionalismo católico en diversos aspectos del sistema educativo.
Al término del encuentro, ha habido buenas palabras acerca de lo fluido y fructífero que pueda haber sido, pero no faltó tiempo para que, desde La Razón, un profesor de Teología Moral esgrimiera el pretexto de “la ideología” de los demás como impedimento de un “pacto educativo” por parte de la CEE.
Antimodernismo
Por la edad, es probable que haya obispos que se sientan obligados por el Juramento antimodernista que, para ser sacerdotes, debieron hacer antes de 1967, en que fue suprimido. Esa generación tal vez no vea como “ideológicas” sus posturas sobre relaciones de la Iglesia con su entorno, y es fácil que coincidan con ellos muchos de los elevados al episcopado después de 1978. En general, desde Juan Pablo II la selección y cooptación de candidatos siguió baremos en los que el curriculum vitae acreditaba seguridades apropiadas a lo que se quería promocionar; nada que ver con las que habían prevalecido con Juan XXIII o Pablo VI. Esto facilita entender que, incluso desde 2013 y del Papa Francisco, observadores atentos puedan apreciar diversidad de juicios de valor que, cuando son doctrinales, han de ser considerados al menos como corriente ideológica.
En todo sistema de conocimiento son normales las variaciones interpretativas. El catolicismo también está sometido a esa condición. No obstante, fue en tiempos de cristiandad dominante cuando el cuerpo doctrinal que debía ser entendido por los fieles fue denominado “Doctrina cristiana”. Reducida a breve sinopsis como “Catecismo” podía parecer más unitaria, y su “vigilancia” fue constante durante casi toda la historia del sistema educativo español, siempre más como obligado recitado memorístico que como entendimiento. El propio Catecismo de la Doctrina cristiana, del que el del P. Gaspar Astete (1537-1601) fue todavía preceptivo para muchos, imponía un criterio cognitivo tan corto en torno a qué creer, que no se aventuraba más allá de que se supiera mecánicamente el Credo. Acerca de “otras cosas”, debía responderse: “Eso no me lo preguntéis a mi que soy ignorante. Doctores tiene la santa madre Iglesia que lo sabrán responder”, y concluía: “Bien decís que a los Doctores conviene, y no a vosotros, dar cuenta por extenso de las cosas de la Fe; a vosotros bástaos darla de los Artículos como se contiene en el Credo” (Madrid: Imprenta Real, 1832, pág. 18).
Doctrinarismo apologético
A los clérigos, por su parte, la Filosofía y Teología que se les enseñaba siempre estuvo estructurada a la defensiva, contra los adversarii. Era el reflejo de una historia apologética con multitud de prácticas no menos ideologizadas. Por ejemplo, el trato con “los paganos” desde Teodosio a finales del s.IV d.C., en que pronto se empezó a juzgar civilmente –y eliminar- a herejes y heterodoxos o a destruir su patrimonio artístico y cultural. Tampoco tienen desperdicio las largas guerras de religión, y cómo desde finales del XVIII la Iglesia, a medida que perdió poder temporal, se especializó en alianzas con que retenerlo en alguna medida. Hitos de gran interés para ver cómo se decantó después la posición política de la Iglesia son la reacción restauradora desde 1815 en Viena, la pérdida de los Estados Pontificios en 1870, o que se erigiera desde 1891 en mediadora “caritativa” de “la cuestión social” cuando los obreros urbanos ya llevaban décadas exigiendo justicia. Más cerca, cuando el 09.12.1905 se independizaron el Estado francés y el Vaticano, el ideologizado abanico de argumentos vaticanistas fue bien explícito frente a los de quienes pugnaron en pro de los intereses de la República francesa.
Con esta historia detrás –y sin mentar las posturas inspiradas desde el Vaticano en la etapa de entreguerras-, el pretexto de “la ideología” no es inocente. Entre las argucias reunidas en el Arte de tener siempre razón, de Schopenhauer, figuran las que, para salir exitosos de cualquier debate tratan de anular al otro con argumentos ad hominem. Al personalizar al adversario con “la ideología”, fabrica un espantajo contra el que dirigir todos los ataques mostrándole como “insultante, maligno, ofensivo y grosero. Es –dice el filósofo alemán- una apelación de las facultades del intelecto a las del cuerpo, o a la animalidad”.
¿Neutralidad desideologizada?
Debiera dar qué pensar que, sin que nadie lo legislara, este país se ha secularizado, en un proceso que prosigue a contrapelo de quienes atribuyen a “ideología” que se reclame una revisión del art. 27CE y, también, de los Acuerdos. Pretender denigrar esto como “ideología” –peligrosa y deleznable-, cuando el nacionalcatolicismo ha educado de modo tan exclusivo como parcial a varias generaciones, es pereza burocrática. La referencia del artículo 27CE a la libertad educadora de las familias, por encima de los derechos del menor, solo es explicable desde la herencia de los 40 años anteriores. Y Marcelino Oreja podría explicar, mejor que nadie, si sus Acuerdos son fruto de neutralidad. El artificioso ardid de “lo ideológico” no logra ocultar la aspiración eclesiástica de retener la exclusividad doctrinal, lo que en democracia es retardataria “ideología” contradictoria. Olvida, además, que, sin “diálogo” serio, añade razones para que les corten lo productiva que esté siendo económicamente una supuesta asepsia ideológica que, por diversos capítulos, percibe del Estado una cantidad anual que ronda los 11.000 millones de euros, que, además, pretenden seguir administrando independientemente.
El unitarismo doctrinario facilita la vida a las gerontocracias, a las que resulta tentador dejarse encandilar por la gama más conservadora del espectro ideológico, y estigmatizar a las demás, pero acentúa su desconexión social. Además, este itinerario, añorante de los tiempos de “poder fáctico” en cuestiones tan temporales como la estructura que el Estado deba dar al sistema educativo de sus ciudadanos, nunca ha sido el del Evangelio. A comienzos del siglo XII, Pedro Abelardo, ya escribió que “el apego de cada uno a su propia secta hace a los hombres presuntuosos y tan arrogantes que cualquiera de quien piensen que se aleja de su fe les parecerá, por lo tanto, ajeno a la misericordia divina. Mientras aplican a los demás la condena eterna, se prometen solo para sí mismos la beatitud” (Diálogo entre un Filósofo, un Judío y un Cristiano).
Manuel Menor
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