Franco, con el entonces futuro rey Juan Carlos durante una visita a la tumba de José Antonio en Cuelgamuros en 1972. Les acompañan en segunda línea Carrero Blanco y Torcuato Fernández-Miranda.
Es bien sabido que, sin la ayuda de la Alemania nazi y la Italia fascista, el golpe de Estado de los militares africanistas nunca se habría transformado en una guerra de las dimensiones de la que asoló a España durante tres años. Del mismo modo, conviene considerar que la dictadura franquista no habría subsistido durante cuarenta años sin el apoyo incondicional de Gran Bretaña y Estados Unidos, el silencio de las grandes democracias europeas, Santiago Matamoros y su caballo blanco y el fuerte impulso moralizador del brazo incorrupto de Santa Teresa de Jesús, brazo que acompañaba al asesino en su alcoba de El Pardo.
Tras la derrota de las potencias nazi-fascistas, las dos naciones de habla inglesa arriba mencionadas y la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana se convirtieron en los verdaderos sustentadores del régimen más tiránico y destructor que ha conocido España a lo largo de su historia. Ni el internamiento mortífero de cientos de miles de presos en campos de concentración, ni los fusilamientos en masa, ni las torturas generalizadas que se practicaban en cualquier institución del Estado, ni el exilio de miles de compatriotas, ni el robo de niños, ni la expropiación forzosa de los dineros y propiedades de los vencidos, nada, absolutamente nada, ninguno de los horrores mencionados indujeron jamás a la Iglesia católica española a denunciar ante el mundo la destrucción y la tremenda represión a la que fue sometido el pueblo español. No obstante, era esa institución la columna vertebral sobre la que se asentó el fascismo español hasta la llamada transición, periodo que sentó las bases -pues nada se hizo para recortar su inmenso poder- para su actual vigor pese a que las iglesias sólo se llenen por la afluencia de turistas.
En esa imbricación entre militarismo reaccionario y catolicismo, jugaron papel fundamental dos arzobispos catalanes: Los cardenales Gomá y Pla y Deniel. Del primero de ellos, Isidro Gomá, reproducimos un fragmento de la Instrucción a los Diocesanos de noviembre de 1936, en la que, ajeno a la más mínima noción de justicia, de piedad y ecuanimidad, el Primado de España, justifica y ensalza la rebelión militar y el baño de sangre que propició: “Esta cruentísima guerra es, en el fondo, una guerra de principios, de doctrinas, de un concepto de la vida y del hecho social contra otro, de una civilización contra otra. Es la guerra que sostiene el espíritu cristiano y español contra este otro espíritu, si espíritu puede llamarse, que quisiera fundir todo lo humano, desde las cumbres del pensamiento a la pequeñez del vivir cotidiano, en el molde del materialismo marxista. De una parte, combatientes de toda ideología que represente, parcial o integralmente, la vieja tradición e historia de España; de otra, un informe conglomerado de combatientes cuyo empeño principal es, más que vencer al enemigo, o, si se quiere, por el triunfo sobre el enemigo, destruir todos los valores de nuestra vieja civilización… No será la primera vez que España lleve su frente a un tiempo marchita por el dolor y nimbada por la gloria; ella que supo contener con rudo esfuerzo las invasiones del sur y mantenerse indemne de las herejías del norte; que se desangró al alumbrar para la civilización y para Jesucristo un Mundo Nuevo; ella, que ha engendrado héroes sacrificados y gloriosos como los de Tarifa y el Alcázar toledano. ¡Quién sabe si el gesto heroico de nuestra España, que ha sacado del relicario de su alma y de los viejos cofres de su historia la fe y las armas que son hoy la admiración del mundo, se adelantó al gesto trágico, destructor, preparado por la diplomacia moscovita contra la Europa occidental! ¡Quién sabe si la operación quirúrgica, cruentísima, que se obra en nuestro país, miembro de Europa, será el remedio que expela del cuerpo del viejo continente el humor pestífero que lo tiene en gravísimo peligro! Las señales del cielo consienten presagiar las tormentas; no faltan signos de mal tiempo en el cielo de Europa. Y España es la nación de los grandes destinos. Quiera Dios que nos hagamos dignos de ellos. Los hombres se mueven y Dios los dirige. Su voluntad triunfa de todas las armas, y ante la diplomacia de sus inescrutables designios sobre el mundo humano son castillo de naipes todos los proyectos y combinaciones de las cancillerías….”.
Dios, que en otros tiempos nos envió a Santiago Matamoros para librarnos del Islam, nos bendijo en esa ocasión trágica con Franco, Mola, Sanjurjo, Yagüe, Gomá, Pla y Deniel, Escrivá de Balaguer, Herrera Oria y monseñor Eijó y Garay, todos ellos dedicados en cuerpo y alma a procurar nuestra salvación salvando primero a banqueros, altos dirigentes de la dictadura, plutócratas de todas las lenguas patrias y arrimados de cien ropajes. La guerra no había acabado, la guerra, de manos del nacional-catolicismo entró en otra fase, la del exterminio, la lobotomización general, la anulación de la mujer y el embrutecimiento del pueblo, de un pueblo que mayoritariamente sobrevivió aquellas décadas bajo el síndrome de Estocolmo que acompaña al terror.
El periodo dirigido por el cardenal Tarancón, hombre muy de derechas pero pragmático, supuso un breve paréntesis que concluyó con la sustitución de Díaz Merchán al frente de la sección española de la multinacional católica. Superado ese periodo, la Iglesia -que como hemos dicho conservó absolutamente todos los privilegios que adquirió en la dictadura- volvió a lo suyo, es decir, al monte, a lo rupestre, invocando a Dios, a las Sagradas Escrituras y al Sursum Corda para combatir todos los derechos que el pueblo español iba conquistando, lanzando a la calle a sus acólitos para impedir la legalidad del divorcio, del aborto, de la igualdad de géneros, inmiscuyéndose en asuntos políticos que le eran totalmente ajenos, callando ante la explotación, el avance de la pobreza, los abusos de sus empleados contra niños, adolescentes y jóvenes que jamás deberían haber caído en sus redes si este país, en todas sus comunidades, no hubiese sido el que tiene más colegios católicos concertados de Europa, superando con mucho a la muy católica Italia, dónde reside el jefe de la multinacional.
Entre las distintas asignaciones que el Estado español otorga a la Iglesia, ésta recibe -de una Hacienda maltrecha- la nada despreciable cantidad de once mil millones de euros, un dinero que a día de hoy bastaría para cubrir el déficit de la Seguridad Social o para dotar a nuestras escuelas públicas -que son las de todos y las únicas que debiera financiar el Estado- de los elementos humanos y materiales que necesita para que seamos un país culto, despegado de las mixtificaciones sobrenaturales, y apegado al bienestar y el progreso de todos y cada uno de sus habitantes independientemente de sus apellidos, creencias o lugar de nacimiento. Sin embargo, aunque muchos crean que ya no es así, que ha perdido poder, la Iglesia católica hace todo lo que está en su mano -que es mucho porque Dios está de su parte y ya sabemos cómo se las gasta- para mantener el orden establecido desde el franquismo, que no es otro que el del privilegio, el nepotismo y la corrupción.
Como colofón, y en un gesto de chulería intolerable para un Estado Democrático que se precie, los ejecutivos de esa multinacional se disponen en la actualidad a asestar otro golpe más a la dignidad del país entero, al consentir que en uno de sus locales -la horrible catedral de la Almudena de Madrid- se entierre al más sangriento y brutal de los dictadores de Europa Occidental: Francisco Franco Bahamonde, que dormirá el sueño eterno -si no lo evitamos obligando al Gobierno a denunciar ya el Concordato, cosa bastante difícil porque los nacionalistas son católicos y la iglesia les ha prestado impagables servicios- en sagrado, convirtiendo esa construcción patética en un centro mundial de peregrinación de fascistas y ultramontanos.
Pedro Luis Angosto
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