En los inicios del siglo XXI el futuro campo de batalla de la mezquita estaba pacificado. Un sacerdote, en sesión del foro “Andalucía, nuevo siglo” celebrada en Córdoba, nos obsequiaba a los asistentes un libro titulado sólo “La catedral de Córdoba”, en alusión evidente a la mezquita, y nadie se inquietaba. Preguntábamos entonces a los políticos con responsabilidades tutelares patrimoniales sobre la mezquita, por la naturaleza jurídica de uno de los principales patrimonios andaluces y españoles y respondían con una amplia sonrisa displicente. Había que dejar pasar el tiempo, se intuía. Uno de los más conspicuos banqueros andaluces, miembro nato de uno de aquellos conciliábulos patrimoniales, factótum de la mezquita, se permitía pontificar sobre la pobreza en una de estas reuniones con un discurso apasionado, del tipo de los que sembraba el apocalíptico fray Diego José por la Cádiz ilustrada, para recordarnos nuestros deberes sociales. El mismo personaje, cuando entraba en el gran teatro de Córdoba, el público en pie lo recibía y aplaudía no tanto por su aureola de santidad sino por el respeto debido al patrón. Ni palabra sobre la mezquita.
La paz de la mezquita, no obstante, era una calma chicha que auguraba una tormenta. Un día por casualidad vi entrar en ella a Juan Goytisolo, acompañado de un escritor argelino que huyendo de los islamistas se había refugiado en España. Sea porque lo reconociesen o por puro azar, los guardas le cerraron el paso en la parte que de catedral cristiana tiene la mezquita. Se me representó violenta la escena, que auguraba un futuro incierto. La Iglesia católica en lugar de orientar sus pasos hacia el diálogo interreligioso, como ocurriera en los setenta y ochenta, época en la que organizó encuentros islamo-cristianos en Córdoba, ahora echaba marcha atrás e iba haciendo más osada su ocupación al poblar la antigua mezquita omeya con más boato católico. Yo mismo, en mi libro “Lo moro. Las lógicas de la derecha y la formación del estereotipo islámico” (2002), acaba de hacer una somera alusión al carácter potencialmente conflictivo del monumento cordobés. Y helo aquí, más de tres lustros después.
No me cabe la menor duda de a quién debe pertenecer hoy el dominio patrimonial de la mezquita, que no es otro que al Estado, y por ello desde el principio alenté la fundación de las plataformas que exigen este fin. Pero el debate, al orientarse, como ha hecho la comisión presidida por Mayor Zaragoza, hacia encontrar un fundamento documental que indique de quién es la propiedad de la mezquita, se ha torcido. Encontrar rastros probatorios casi notariales, y también arqueológicos a falta de los primeros, es casi imposible o está sometido a muchas aleatoriedades y ambigüedades indiscernibles. Los unos y los otros, partidarios y detractores, encontrarán argumentos a buen seguro.
En el actual debate, detrás de argumentos historicistas o legalistas, se nos está hurtando algo que concierne al derecho de gentes, y que es fundamental para enfrentar la actual situación. Es un derecho que cuanto menos podríamos catalogar de “romano”, “germánico” o incluso “medieval”: el derecho de conquista. Para el clásico de la politología Carl Schmitt, en su obra sobre los “nomos” de la tierra, el derecho de gentes reside en la ocupación de la tierra. Los derechos inferidos de las conquistas, de ayer o de hoy, serían, por consiguiente inalienables y sentarían la base segura de un ordenamiento social sólido y de una jurisprudencia ctónica, fundada en el vínculo entre hombre y tierra.
No podemos olvidar, sin embargo, que el teórico de todo este asunto de los derechos sobre la tierra con repercusiones en el de gentes, Schmitt, tiene un pequeña mácula en su vida que nos interpela: fue uno de los principales politólogos del nazismo. Un detalle bien revelador, que se repitió, por ejemplo, cuando al poeta expresionista, también partidario de Reich, G. Benn, le preguntaron por su adhesión al nacionalsocialismo, y contestó sin dudarlo que él se debía al pacto con la tierra.
Frente a ello, la monarquía española de los Austrias otorgó prevalencia al bien común. Carlos V apoyó a partir de 1523 las pretensiones del cabildo civil de Córdoba de evitar la demolición de la mezquita musulmana, conscientes de su valor los munícipes, al contrario de lo que pretendían los canónigos. Incluso dictó amenazas capitales para quien tocase una sola piedra de la misma. Es leyenda que se arrepintió de permitir otras medidas invasoras, adjudicándosele aquella famosa frase de “habéis destruido lo que era único en el mundo, y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes”. Así actuaba el héroe a caballo bajo cuyo manto imperial media Europa se debatía en problemas de religión, y que se había propuesto continuar la conquista del norte de África. Nada que sospechar.
¿Qué quiere decir todo lo anterior, expresado en lenguaje corriente? Que abordar la mezquita de Córdoba bajo el prisma de la legitimidad jurídica de quién fue el primer ocupante o si se hizo alguna transacción jurídica que justifique la propiedad actual de la Iglesia católica va camino de embarrarse. Lo que debe cuestionarse, en mi opinión, de manera directa es el derecho de conquista. Jurídicamente, el concepto de “bienes nacionales”, emanado de la Francia de la Revolución para proteger, oh paradoja, el patrimonio eclesial, monárquico y aristocrático del vandalismo revolucionario, es el fundamento más cierto para pedir que la mezquita pase al control del Estado secularizado. Pero, también hay que consultar, por la supremacía del derecho democrático, a los “propietarios del problema”, sobre a quién corresponde la tutela de la mezquita. Y atenerse a la consecuencias, sean las que sean. Hay que invertir quién el propietario y quién tutela, habida cuenta de las nuevas circunstancias. En todo caso, lo que está claro es que el derecho de conquista ya no forma parte del Ius Gentium. Por ahí, podíamos haber empezado.
José Antonio González Alcantud
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