Mientras el poder eclesiástico aplastaba la teología de la liberación, miraba hacia otro lado ante hechos sórdidos, espantosos y crueles en lugares sagrados
EN BACHILLERATO, en el instituto, y en época en que la religión católica era una asignatura obligatoria, y no como ahora, que es medio obligatoria, tuvimos como profesor a un sacerdote muy comprometido con la teología de la liberación. Fue una experiencia revolucionaria para un adolescente. Aquel cura con coraje intelectual, don Maurilio, nos enseñaba marxismo por el método estructuralista, pero los gráficos que desnudaban el engranaje de la historia y del capitalismo no iban orientados a hacernos ateos. Allí, en la superestructura, esperaba Dios. Aquellas lecciones eran un milagro, estructuralista, pero milagro, después de lo que habíamos pasado en educación primaria, donde las clases consistían en aprender el catecismo de memoria, con palo y sin zanahoria, así que lo sabíamos todo, incluso lo que no entendíamos.
Yo solo llegué a entender bien, por ejemplo, el dogma de la Santísima Trinidad el día que, fuera de la escuela, claro, me contaron la historia del Toliño (loquito) de Conxo. En la iglesia, en la misa del domingo, el cura explicaba que Dios era uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y cuando nombraba al Espíritu Santo, con su forma de paloma, aquel muchacho, el Toliño de Conxo, imitaba a un ave, agitaba como alas los brazos y parecía que iba a volar en el templo. Y así un domingo y otro. Hasta que el cura le prohibió la entrada. Pero quedó el hueco, y cada vez que el cura nombraba al Espíritu Santo, todas las miradas se giraban y buscaban con saudade a aquel inocente que quería volar.
Con aquel cura de la teología de la liberación queríamos volar, entre otros lugares, a Olinda, en Brasil. Porque allí estaba Hélder Câmara, el obispo de los pobres, un mito en la resistencia contra la dictadura militar, y del que hablaba con total devoción. A don Maurilio, enjuto y menudo, que transformaba en fibra cada palabra, le gustaba repetir la ironía de Hélder Câmara: “Cuando doy comida a los pobres me llaman santo, pero cuando pregunto por qué son pobres me llaman comunista”.
Cuando pienso en lo ocurrido en esos años, me suele venir a la cabeza el poeta beat Allen Ginsberg y su Aullido contra el Moloch: “¡Moloch! ¡Moloch! ¡Pesadilla de Moloch! ¡Moloch el sin amor! ¡Moloch mental! ¡Moloch el pesado juez de los hombres!… ¡Moloch la prisión incomprensible! ¡Moloch la vasta piedra de la guerra! ¡Moloch los pasmados gobiernos! ¡Moloch cuya mente es maquinaria pura! ¡Moloch cuya sangre es un torrente de dinero!”. Aquella gente, la de la teología de la liberación, luchaba contra ese Moloch. Y de alguna forma fue destruida por el Moloch eclesiástico. Fueron las mejores mentes, la mejor generación cristiana en siglos. Hasta que la propia Iglesia, el contragolpe al Concilio Vaticano II, los fue aplastando sin misericordia, a ellos y a ellas.
Mientras el Moloch eclesiástico se deshacía de la teología de la liberación, de la lucha contra la injusticia y la pedagogía del oprimido, cuando la jerarquía machista cortó de cuajo cualquier debate sobre el celibato o el sacerdocio femenino, se miraba hacia otro lado ante hechos sórdidos, espantosos y crueles en lugares sagrados. Hechos criminales. Esa es la calificación que utiliza el gran jurado de Pensilvania, en el abrumador informe de abusos sexuales cometidos por más de 300 sacerdotes y que sufrieron al menos mil menores. Un informe que detalla los casos de pederastia, y también prácticas sádicas e incluso violaciones en hospitales con o sin somníferos. En el informe del gran jurado se documenta que la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo que fue el Santo Oficio, tuvo noticia de este tipo de hechos desde 1963. Para taparlos, se utilizaban eufemismos que claman al cielo. Así, una violación era un “contacto inapropiado”. Ya en el pasado, el Vaticano definió la pederastia como “traición a la gracia del orden sagrado”. Cuando se producía alguna expulsión, la causa que se alegaba era enfermedad o “fatiga nerviosa”.
Sin embargo, nunca hubo un ápice de piedad, ni siquiera lingüística, y a lo largo de los siglos, cuando se combatía la homosexualidad, el lesbianismo o a esas mujeres “raras” que eran las hechiceras. Todavía hoy muchos eclesiásticos maltratan de palabra, y ponen en disparadero, a quienes defienden el derecho a una maternidad libre.
Un teólogo de la liberación, Chao Rego, escribió con ironía sobre el celibato: “Para servir al poder hay que ser impotente”. Pero sabemos que el poder, quien tiene poder sobre otros, quien domina, no acepta nunca ser impotente. Ni de broma.
Manuel Rivas
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