Ahora, conviene al Estado que todo ciudadano profese una religión que le haga amar sus deberes; pero los dogmas de esta religión no interesan ni al Estado ni a sus miembros, sino en cuanto se relacionan con la moral y con los deberes que aquel que la profesa está obligado a cumplir para con los demás. Cada cual puede tener las opiniones que le plazca, sin que incumba al soberano conocerlas, porque no es de su competencia la suerte de los súbditos en la otra vida, con tal de que sean buenos ciudadanos en ésta». (J. J. Rousseau, El Contrato Social, Libro IV, Capítulo 8).
Estarán al tanto de la polémica suscitada por la propuesta de la Conselleria d´Educació, Investigació, Cultura i Esport de impartir la religión musulmana en algunos colegios de la Comunitat Valenciana. La noticia ha aparecido, en algunos casos, más como una «ocurrencia» de la Conselleria que como un derecho que ampara una ley vigente. Hemos escuchado declaraciones de los equipos directivos de los colegios supuestamente afectados, de las asociaciones de padres y madres, de representantes de las comunidades religiosas afectadas y hasta de representantes políticos que se mostraban en contra, animando incluso a la concentración. Me sorprendí por este doble rasero, si la religión católica se imparte en todos los colegios, ¿por qué esta beligerancia hacia otra religión? ¿Es acaso mejor mi Dios que el tuyo?
El observatorio de las religiones pone a disposición de la ciudadanía la legislación vigente en materia de acuerdos de cooperación con las diferentes confesiones religiosas. Los acuerdos con la Santa Sede datan de 1979. En 1992, las leyes 24, 25 y 26 de 10 de noviembre recogen los acuerdos con las iglesias evangélicas, las comunidades judías y las comunidades musulmanas. En lo que afecta a la religión musulmana, el artículo 10 de la Ley 26/1992, «garantiza a los alumnos musulmanes, a sus padres y a los órganos escolares de gobierno que lo soliciten, el ejercicio del derecho de los primeros a recibir enseñanza religiosa islámica en los centros docentes públicos y privados concertados, siempre que, el ejercicio de aquel derecho no entre en contradicción con el carácter propio del centro, en los niveles de educación infantil, primaria y secundaria». La medida no obedece a una «ocurrencia» sino al cumplimiento de la legalidad que las voces críticas parecen ignorar, introduciendo tintes discriminatorios en el debate.
Soy de la opinión que ninguna religión debería tener cabida en la escuela. Fui educada en la «École publique et laïque» de la República francesa, única en Europa que cuenta con una Ley de 1905 de separación de poderes entre Iglesia y Estado y, aunque creyente para disipar cualquier duda, tengo muy interiorizada la separación de poderes para garantizar la libertad de culto, el derecho a creer o no creer y para garantizar la neutralidad del Estado, así como la convivencia de las diferentes religiones en igualdad de condiciones. Las religiones resultan instituciones peligrosas cuando enfrentan a los individuos entre sí y acentúan el comunitarismo.
Es necesario de nuevo abrir el debate sobre si tiene sentido la enseñanza de religión en los colegios, particularmente cuando ésta se sustenta en la enseñanza de dogmas, sin atender a lo que implica social y culturalmente. Educamos para vivir en sociedad, no sólo en la familia y uno de los valores de la educación es que niños y niñas conozcan las alternativas que existen a los prejuicios de sus padres, como planteaba de manera pertinente Fernando Savater en un reciente artículo. Tal vez una asignatura sobre «valores de ciudadanía» debiera incluir, entre otros, unos conocimientos mínimos de las grandes religiones monoteístas y lo que implican para la convivencia, además de valores de respeto al prójimo, al medio ambiente, hacia los animales, y un largo etcétera, con el fin de conseguir una ciudadanía más rica en valores, más culta, más amable, en definitiva, más educada. Ni los seres humanos somos los únicos que poblamos la tierra, ni somos homogéneos, y por encima de nuestras diversidades y creencias individuales está el respeto a la vida y a los derechos humanos, que responden a un universalismo moral.
Me gustaría hacer algunas reflexiones más. En la escuela pública deberían imperar los principios de neutralidad e igualdad. No debería exponerse símbolo religioso alguno. En cuanto a la vestimenta, no soy partidaria de que una menor acuda a la escuela con velo ni exhibiendo el tanga. En edades tempranas, especialmente en menores, acentúan la hipersexualización de las niñas y las encierran en un sexo que las cubre, o las destapa, en nombre de una ideología al servicio del hombre y su Dios. Si, como afirma un representante de la comunidad islámica, una chica decide ponerse el velo porque está convencida de ello, ¿cómo puede una niña menor de edad acatar un precepto religioso cuando no podría, por ejemplo, casarse? No tengo nada que objetarle a una mujer adulta que decide libremente mostrar públicamente su pertenencia religiosa, pero en el caso de una menor, tengo mis dudas. ¿Puede ser la diferencia cultural un argumento válido para niñas nacidas y escolarizadas en nuestro país? ¿Aceptaríamos cualquier otro signo discriminatorio que dictara la religión católica o acaso tenemos una actitud más laxa cuando proviene de otras religiones? Le doy vueltas a la frase de la feminista americana Letty Cottin Pogrebin: «Cuando los hombres están oprimidos es una tragedia, cuando las mujeres están oprimidas, es la tradición». No olvidemos que las religiones han sustentado y sustentan buena parte de las tradiciones que algunos, incluso, quieren convertir en leyes.
Josefina Bueno Alonso es Directora General de Universidad en la Generalitat Valenciana
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