Aunque en principio pueda parecer lo contrario, es muy buena noticia para la convivencia democrática la opinión de algunos jerarcas de la Iglesia católica que pretende que la laicidad es contraria a la tolerancia. Antes de oír los gritos proferidos en las calles de Madrid, el arzobispo Agustín García Gasco publicó un artículo-sermón intitulado Laicismo intolerante (Las Provincias, 14-07-2007). Como sabe cualquiera que sea capaz de obtener una mínima información, los obispos están equivocados al tomar el laicismo como contrario a la tolerancia. No concretaremos ahora si de modo interesado o inocente y dejaremos de lado de momento si es sólo falso o es una mentira sucia decir cosas así, a pesar de que hay muchos indicios que apuntan en una dirección concreta.
La Iglesia católica gusta de distinguir entre laicidad y laicismo para poder afirmar después que, si se mantiene dentro de un límite, la laicidad es deseable y sensata y el laicismo, en cambio, es rechazable, según dicen, por extremado e imprudente y de todo punto contrario a la religión. Sin entrar en las menudencias del debate, puesto que son harto fatigosas, parece más esclarecedor entender el laicismo como movimiento favorable a la laicidad, como han explicado muchos autores. Así, las personas que defendemos la laicidad del Estado seríamos laicistas (esto es, partidarias de la laicidad). En efecto, el laicismo -y la laicidad que éste busca- es la única garantía de convivencia en sociedades de gran pluralidad moral y religiosa. El laicismo defiende que toda la ciudadanía es igual ante la ley y que no se puede discriminar a nadie por sus creencias religiosas. El laicismo es una victoria histórica, materializada en la lucha contra las religiones, en la voluntad de poner a las religiones en su lugar (y no ha sido, como a menudo dicen los obispos, creado gracias a las religiones). El laicismo surgió en Europa para separar la Iglesia y el Estado y distinguir entre política y religión, diferenciando pecado y delito, con la intención de proteger el derecho a defender opiniones diferentes. Esto es, el laicismo, entendido como postura que defiende la laicidad, apareció como consecuencia de la victoria de la idea de tolerancia.
John Locke, que no es icono de todos los partidarios de la laicidad, porque no quería de ningún modo tolerancia con los carentes de fe, porque buscaba libertad religiosa, sí, pero no libertad de conciencia, se percató, no obstante, de que la única manera de que en una sociedad haya diferentes puntos de vista religiosos y morales implicaba la diferenciación precisa y total entre la Iglesia y el Estado. Thomas Hobbes, por su parte, reclamaba la prioridad de la mera política ante los fundamentos religiosos. Hasta el siglo xvii se tenía por innegable que carecer de creencias religiosas y criterios morales era dañino. Pero de ahí en adelante se fue extendiendo poco a poco una opinión diferente. Con la voluntad de acabar con las masacres acaecidas en Europa a causa de las guerras de religión se empezó a construir un espacio público partiendo de las características que todos los seres humanos tenemos en común, llevando al ámbito privado las opiniones religiosas y morales, que nos dividen. Esto último no significa que el relativismo moral sea inevitable, como algunos han querido plantear, los postmodernos, entre otros. Para posibilitar la convivencia, la base no era compartir las mismas creencias: éste ha sido el resultado histórico tanto de la idea como de la práctica de la tolerancia en Europa a partir de los siglos xvi y xvii. Un resultado caro y que debe protegerse, si tenemos en cuenta cuánto sufrimiento se ha creado y cuánta gente ha muerto en la lucha por la tolerancia. No hace falta decir qué papel jugaron las religiones, incluido el catolicismo, en la propagación del citado sufrimiento.
No tenemos por qué ir al siglo xix y recordar el Syllabus publicado por el papa Pío IX, en que se hacen proclamas increíbles contra la libertad de pensamiento, conciencia y religión, libertades que traerían el caos político, ideológico y religioso, según el autor. Igualmente, tampoco hace falta recordar la encíclica Libertas Praestantissimum, de su antecesor León XII, que trata de la libertad y el liberalismo y en que el pontífice condena la libertad de expresión, defiende que el Estado debe profesar la religión única, se opone a la libertad de conciencia y de cultos y condena la opinión de que cada cual pueda profesar la religión que quiera, o ninguna, según su propio parecer. Y no tenemos que acudir a tiempos tan lejanos porque los últimos que se han sentado en la cátedra de San Pedro, ya en los siglos xx y xxi, nos han sorprendido con textos extraordinarios, como las encíclicas Fides et Ratio o Evangelium Vitae, ambas publicadas en el mandato de Juan Pablo II, pero ambas escritas bajo la influencia del cardenal Ratzinger, actualmente jefe de la Iglesia, Benedicto XVI. Al leer esas encíclicas se llega a una conclusión: la Iglesia católica realiza la defensa formal de la tolerancia y los derechos humanos sólo in extremis y cuando le conviene. Aunque sea sorprendente, la Iglesia, sin sonrojarse, después de acometer terribles acosos contra la tolerancia y los derechos, aparece ahora como su defensora. Con toda tranquilidad, la Iglesia católica es capaz de levantar los mismos principios que han estado bajo su acoso, aunque todavía hoy en día nos los niegue a quienes no convenimos con el catolicismo. ¿Duro, verdad?
¿Pero se entiende, sin embargo, por qué es buena noticia que la Iglesia piense que el laicismo es intolerante, a pesar de que esté totalmente equivocada? Porque quiere descalificar, despreciar, mal considerar el laicismo, pero porque sólo puede hacerlo tomando la tolerancia como valor, proclamando que es buena, diciendo que debe protegerse y extenderse. ¡Bienvenidos! ¡Ya era hora! Creo que es una victoria poco publicitada pero grande contra la intransigencia religiosa, contra la voluntad porfiosa e incansable de las religiones, que quiere regular y dirigir la vida tanto pública como privada de toda la ciudadanía. A ver si dan cuanto antes otro paso y comprenden y aceptan que la tolerancia también debe aplicarse a quien no está de acuerdo con uno. Y, de paso, a ver si comprenden de una vez que los lugares apropiados para lanzar sermones son los púlpitos y la audiencia adecuada de los sacerdotes, los fieles. Pues hay quienes nos hemos empezado a cansar de oír las prédicas de esos señores, especialmente cuando nos repiten cómo debemos vivir.