Varios juristas y teólogos piden limitar el sigilo sacerdotal cuando se puede protege a las víctimas
Entre las muchas tribulaciones que atormentan a la Iglesia romana y a su pontífice Francisco por los escándalos de pederastia en los que están implicados, por acción o encubrimiento, incontables jerarcas católicos, se encuentra la discusión sobre el secreto de confesión. No es un debate nuevo, pero arrecia en las últimas semanas. Lo excitan dos acontecimientos extraordinarios. En primer lugar, el Papa argentino se ha visto obligado a anunciar “cuantas medidas sean necesarias” para acabar con esa lacra. No se refería, desde luego, a una reforma del sistema del secreto que se da en el orden eclesial, como en cualquier otro orden jurídico o social (abogados, médicos, periodistas, etc.), pero numerosos medios, incluso de la propia Iglesia, relacionaron inmediatamente sus palabras con lo que estaba sucediendo aquellos días en Australia con el procesamiento del poderoso cardenal George Pell, jefe de las finanzas del Vaticano y él mismo acusado de abusos sexuales a menores.
Una Comisión Real — el tipo de órgano de investigación más importante que puede encargar el Gobierno en ese país— ha recomendado, entre un centenar de propuestas, una reforma del sistema penal para que se puedan denunciar casos revelados en confesión. Inmediatamente, el presidente de la Conferencia Episcopal australiana alzó su voz para negarse a cualquier cambio con el argumento de que renunciar al sigilo del confesionario “va contra la fe y la libertad religiosa”.
Lo quieran o no los eclesiásticos, el debate arrecia y se extiende a muchos otros países, al menos para combatir los delitos de pederastia, tantas veces despachados en los confesionarios como simples pecados. Lo demostraron incontables obispos, también españoles, cuando se limitaron a trasladar de parroquias a sus sacerdotes pederastas, sin darse cuenta de que, además de pecadores, se trataba de delincuentes que, la mayoría de las veces, iban a reincidir. En esa idea, parecería lógico, desde una posición laica (de separación de lo divino y lo humano), distinguir entre el sigilo cuando quien se ha confesado es el culpable, pero no cuando quien ha acudido al confesionario es la víctima del pederasta.
Es la tesis de Rafael de Mendizábal Allende, magistrado emérito del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Dice: “El secreto de confesión no es, desde una perspectiva jurídica, sino una modalidad del secreto profesional que funciona en otras actividades humanas, sin ir más allá, en la abogacía o la medicina. Su regulación se encuentra en los convenios que en enero de 1979 suscribieron el Reino de España y el Estado vaticano al amparo de la Constitución que había sido ratificada días antes por el pueblo en referéndum. Su reflejo procesal se encuentra de antiguo en la ley de Enjuiciamiento Criminal. Pues bien, lo que ha anunciado el cardenal australiano no tiene un alcance absoluto, sino limitado. Conviene distinguir entre la confesión de una víctima con la de un pederasta. Creo sinceramente que la protección del menor agredido ha de prevalecer sobre el cumplimiento deshumanizado de la letra de la ley. Nunca ha sido verdad que esta haya de aplicarse literalmente aunque perezca el mundo. Dios no puede querer eso, lo digo con 50 años como juez a mis espaldas”.
Esta es la posición de la teóloga Margarita Pintos de Cea-Naharro, presidenta de la Asociación para el Diálogo Interreligioso: “Las personas somos ciudadanas con derechos y obligaciones. Podemos pertenecer a un colectivo religioso que tiene sus propias normas y códigos, pero cuando el derecho religioso entra en conflicto con el derecho civil y penal, la conciencia del individuo entre en contradicción y debe elegir ser fiel a su religión o a las leyes de su país. En el caso del secreto de confesión, sin dejar de constatar el conflicto, mi opinión es que las leyes civiles están por encima de cualquier ley religiosa. Las leyes civiles, que pueden ser injustas, tienen la posibilidad de ser cambiadas, mientras que las religiosas, como se creen de origen divino, son inmutables. Somos ciudadanos, por lo tanto, debemos cumplir con las leyes civiles, aunque entren en contradicción con nuestro código de creencias. En ningún caso hay que ocultar un delito bajo la excusa del secreto de confesión”.
Margarita Pintos participa este fin de semana en el congreso de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, con la presencia de un millar de pensadores cristianos, en su mayoría mujeres. EL PAÍS planteó el debate a seis de sus asistentes. Tres coincidieron con la posición de Pintos y tres no se atrevieron a contestar (el verbo atreverse es el adecuado). “Somos miembros de la Iglesia con todas sus consecuencias, aunque a veces no nos gusten algunas cosas”. Todos entendieron, en cambio, que se haya suscitado el debate, sobre todo en sectores laicos, aconfesionales y entre ciudadanos no creyentes e, incluso, ateos.
El jurista y periodistas Pedro Crespo de Lara, exdecano del Colegio de Abogados de Madrid y miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, discrepa. “La medida que se propone desde Australia carece de tino legislativo. Se enfrenta a la libertad religiosa, al Código canónico vigente y a los fundamentos filosóficos, jurídicos y políticos del secreto profesional de los abogados, los médicos o los periodistas, entre otros”, dice.
Rafael Navarro-Valls, catedrático y vicepresidente de la Academia de Jurisprudencia y Legislación, parte del que, en su opinión, es el elogio más contundente acerca del secreto de confesión. No es de un eclesiástico, sino de un autor laico como Claudio Magris: “El secreto de confesión es un valor fundamental, inculcado con tanta fuerza en las conciencias que se ha mantenido como una de las normas más respetadas”. Subraya Navarro: “El Derecho tiene una viva preocupación por tutelar el secreto no como misterio inefable, sino como defensa de la dignidad de la persona y de su intimidad, de su verdad interior. Hay bastantes instituciones jurídicas respetables, pero muy pocas universalmente respetadas. La del secreto de confesión es una de ellas. Su abolición, aunque sea sectorial, produciría un caos semejante al de la abolición del secreto mediático. Piénsese en si las presiones sobre el periódico The New York Times obligaran a desvelar el autor del artículo anónimo que acaba de publicar sobre la Administración Trump, o si Bob Woodward, del Washington Post, – que guardó el secreto sobre la identidad de Garganta Profunda durante 30 años- hubiera cedido ante el torbellino que desencadenó el Watergate. Se entiende que las Cortes de Justicia americanas (2016 y 2018, paidofilia), el Tribunal Penal Internacional (2000, terrorismo) y la legislación mundial (incluido asesinatos) protejan la confidencialidad de sacerdotes, rabinos o pastores, también en delitos graves. El intento australiano de proscribirlo no tiene justificación. ¿Qué sentido tiene ahora levantar un veto universalmente respetado y que, desde luego, ningún sacerdote en ningún caso revelaría?”
En cambio, Alejandro Torres Gutiérrez, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pública de Navarra, opina que “resulta particularmente paradójico que al amparo del ejercicio de un derecho fundamental como es el de libertad religiosa, en el cual encuentra su fundamento último el secreto confesional, pueda quedar encubierta la comisión de repugnantes delitos como la violación o los abusos sexuales de menores”. Advierte, sin embargo, que la traslación al Derecho español de una solución como la anunciada en Australia encontraría al menos dos dificultades. “La primera sería el Acuerdo entre España y el Vaticano de 28 de julio de 1976, por el que en ningún caso los clérigos y los religiosos podrán ser requeridos por los Jueces u otras Autoridades para dar información sobre personas o materias de que hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio. Esta norma se equipara a un Tratado Internacional, un ámbito en el que rige el principio de pacta sunt servanda, lo que obligaría a la necesaria denuncia previa del mismo, con el consiguiente coste político a asumir por el Gobierno de turno, algo para nada sencillo. La segunda dificultad es que colocaría a los ministros de culto católicos ante el difícil dilema de tener que elegir entre la excomunión por violar el secreto de confesión, o el ingreso en prisión por no colaborar con la justicia”.
Una cuestión ética
El cine ha entrado muchas veces en los confesionarios, la última vez en una película colombiana titulada ‘Secreto de confesión’, de 2013, donde el director y guionista Henry Rivero narra cómo un sicario le dice a un sacerdote que éste va a ser su última víctima. El sacerdote deberá decidir si muere como mártir de su secreto de confesión, o viola el sigilo sacramental para salvar la vida, acudiendo a la policía. Mediado el siglo pasado abundaron esos dramas cinematográficos, desde el policía nazi que se disfraza de confesor para descubrir disidentes y matarlos, hasta el famoso padre Logan de la película ‘Yo confieso’, dirigida por Hitchcock en 1953 sobre una obra teatral del francés Paul Anthelme titulada ‘Nos deux conciencies’ (Nuestras dos conciencias). Logan, el sacerdote interpretado por Montgomery Clift, recibe en confesión a su sacristán, que acaba de asesinar al propietario de la casa donde ha entrado a robar de noche y vestido con una sotana. Las sospechas se dirigen hacia el padre Logan, pero no puede librarse. ¿Secreto de confesión? Imaginemos ahora esta escena, a propósito de la reforma que se pretende en Australia. Una niña acude a confesarse. Peccata minuta: faltas pequeñas. El cura la despide con un padrenuestro de penitencia, pero la niña no se marcha. “Hay gente que espera”, apremia el confesor. La niña musita: “Es que papá me obliga a hacer cosas”. No confiesa un pecado, relata un infierno. ¿Está obligado el sacerdote por el sigilo sacramental que el Código de Derecho Canónico califica de “inviolable”? ¿Todo lo que ha escuchado por boca de la pobre víctima debe mantenerlo en secreto? ¿Deberá acudir a la policía? He aquí la cuestión.