A finales de 1953, la Santa Sede incluyó al dictador en la restringida Suprema Orden de Cristo. La Fundación Franco se aferra ahora a aquella distinción, que sigue aún vigente, para tratar de frenar la exhumación de sus restos del Valle de los Caídos.
Se quedará sin tumba de honor, pero no sin honores pontificios. Casi 43 años después de su muerte, el dictador Francisco Franco sigue siendo considerado por el Vaticano como un personaje digno de la máxima distinción pontificia otorgada por la Iglesia Católica durante el siglo XX: la Suprema Orden Ecuestre de la Milicia de Nuestro Señor Jesucristo, también conocida entre Obispos y otras autoridades como Suprema Orden de Cristo. En pleno siglo XXI, el verdugo de cientos de miles de seres humanos aún tiene un sitio en los más altos altares.
En el marco de sus excelentes relaciones con la Curia, Franco logró tocar el cielo con las manos en el invierno de 1953. Desde la Santa Sede –entonces comandada por el Papa Pío XII- llegaron noticias extremadamente alentadoras: el concordato alcanzado entre el Vaticano y la dictadura franquista algunos meses antes estaría acompañado además por la entrega al dictador del collar de la Orden Suprema de Cristo, una distinción que premiaba los “singularísimos servicios” prestados a la Iglesia.
La medalla constaba de una cruz de esmalte rojo que llevaba en medio otra blanca, “pendiente de una coronal real de oro, se lleva al cuello sujeta a un collar que reproduce los emblemas pontificios”, destacaba el diario La Vanguardia Española en su edición del 23 de diciembre de 1953. La distinción fue entregada en mano a Franco por el recién estrenado Nuncio de la Santa Sede en España, Monseñor Ildebrando Antoniutti. En realidad, eran dos viejos conocidos: en 1938, Franco había premiado a Antoniutti –por entonces arzobispo de Sinnada de Frigia- con la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica.
“Me complace particularmente confirmar, una vez más, el afectuoso interés y el cariño paternal del Papa hacia esta católica nación, que tantos consuelos le proporciona en las duras pruebas de la hora presente. Y con toda mi alma pido al cielo que proteja y colme de beneficios divinos a la persona Jefe del Estado, al Gobierno nacional, al Excelentísimo Episcopado, con el clero secular y reglar, y a todo el amado pueblo español. ¡Dios bendiga a España!”, exclamó Antoniutti.
Aún vigente
Tras recibir aquella orden, Franco pasó a formar parte del restringido listado de personalidades premiadas por el Vaticano con su máxima distinción. Entre los premiados a lo largo del siglo XX figuran también el ex presidente italiano Luigi Einaudi, el Rey Balduino de Bélgica o Claudio López Bru, empresario y marqués de Comillas que se distinguió, entre otras cosas, por financiar milicias armadas ultracatólicas.
A pesar de los crímenes cometidos durante la dictadura franquista, el Vaticano jamás retiró el premio que había entregado a Franco. “Todo eso es parte del famoso Concordato, el matrimonio entre la Iglesia y una dictadura genocida”, comentó el ex sacerdote Juan Mari Zulaika, quien estuvo preso en la cárcel concordataria creada por el franquismo –con el consentimiento papal- para los denominados “curas rojo-separatistas”. “Es, sencillamente, deleznable”, apuntó.
“Las condecoraciones cuando se dan no se suelen quitar. No hay ningún decreto de la Santa Sede al respecto”, afirmó por su parte el sacerdote e investigador Rafael Rabasco, autor del libro “La representación pontificia en la Corte Española”. En efecto, no está estipulado qué procedimiento debería seguirse para la retirada de una orden de este tipo. “Cuando se la concedieron, nadie elevó la voz para decir que no debía tenerla”, indicó Rabasco a Público. En cualquier caso, el experto considera que “la Santa Sede podría quitar una condecoración si considera que no fue digna”. De momento no ha ocurrido.
De hecho, esa distinción aún vigente es uno de los elementos que ahora citan los defensores del dictador para tratar de conseguir que la Iglesia trate de bloquear la exhumación de Franco del Valle de los Caídos. “Desde la Fundación Nacional Francisco Franco nos negamos a creer que la Iglesia Católica Universal no proteja a quién fue su salvador y protector en los momentos más críticos para esta en toda su historia”, destaca la entidad ultraderechista en un comunicado. “Ignoramos cual será el desenlace de esta intención sectaria, llena de odio, revanchista y alejada de cualquier tipo de reconciliación del Gobierno, pero sí tenemos claro que la historia colocará en su sitio a justos y pecadores”, advierten.
Piropos del Vaticano al Valle de los Caídos
Los seguidores de Franco tienen otro documento al que aferrarse para tratar de conseguir la intercesión del Vaticano. En abril de 1960, el entonces Papa Juan XXIII emitió una carta apostólica para elevar a la iglesia del Valle de los Caídos “al honor y dignidad de basílica menor”, un título que aún ostenta. “Yérguese airoso en una de las cumbres de la sierra de Guadarrama, no lejos de la Villa de Madrid, el signo de la Cruz Redentora, como hito hacia el cielo, meta preclarísima del caminar de la vida terrena, y a la vez extiende sus brazos piadosos a modo de alas protectoras, bajo las cuales los muertos gozan el eterno descanso”, disparaba Juan XXIII al comienzo de su resolución.
La descripción vaticana del Valle de los Caídos incluye más piropos. Destacaba, entre otras cosas, que “este monte sobre el que se eleva el signo de la Redención humana ha sido excavado en inmensa cripta, de modo que en sus entrañas se abre amplísimo templo, donde se ofrecen sacrificios expiatorios y continuos sufragios por los Caídos en la guerra civil de España, y allí, acabados los padecimientos, terminados los trabajos y aplacadas las luchas, duermen juntos el sueño de la paz, a la vez que se ruega sin cesar por toda la nación española”.
El Papa Juan XXIII dejaba claro que “esta obra, única y monumental, cuyo nombre es Santa Cruz del valle de los Caídos, la ha hecho construir Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, agregándola una Abadía de monjes benedictinos de la Congregación de Solesmes, quienes diariamente celebran los Santos Misterios y aplacan al Señor con sus preces litúrgicas”.
Tras hacer una descripción de las características del templo, el jefe del Vaticano remarcaba que a partir de ese momento pasaría a disfrutar de “todos los derechos y privilegios que competen” a las basílicas. Seguido, lanzaba un mensaje cuasi apocalíptico: al final de su resolución, Juan XXIII advertía que quedaría “nulo y sin efecto desde ahora cuanto aconteciere atentar contra ellas, a sabiendas o por ignorancia, por quienquiera o en nombre de cualquiera autoridad”. La Iglesia tenía claro de qué lado estaba.