El fanatismo no cede en la implementación de violencia, ignorancia, barbarie y sufrimiento. El pensamiento y la acción laicos tampoco deben ceder en su combate contra esta lacra social. En ocasiones en que, en nombre de una religión, se cometen actos criminales, el recuerdo de Voltaire como baluarte de razón, justicia, libertad y tolerancia se manifiesta pronta y espontáneamente.
Cuando el ayatolah Jomeini dictó la fetua condenatoria contra el escritor Salman Rushdie, no faltaron en las manifestaciones de protesta en Inglaterra las pancartas que rezaban: “Avisad a Voltaire”. Y ocurrido el criminal atentado en París contra la revista “Charlie Hebdó”, la Societé Voltaire –club de académicos especialistas en el filósofo– emitió muy rápidamente el comunicado: “Hoy, Voltaire sería Charlie”.
Las páginas que siguen evocan la conducta ejemplar de Voltaire en defensa de nobles y necesarios principios humanistas seculares, legado que debe inspirar siempre al laicismo en nuestras sociedades.
I
En el año 1762 Francois-Marie Arouet –más conocido como Voltaire–, nacido en París el 21 de noviembre de 1694, tenía 68 años y residía en su castillo de Ferney, ubicado en territorio francés, a pocas leguas de la frontera con Suiza. Su gran talento había dado a luz múltiples obras ampliamente reconocidas: tragedias, poemas, relatos, libros de historia, textos filosóficos. Se distinguía también en él a uno de los pensadores “enciclopedistas”, es decir, que había colaborado con artículos en la Enciclopedia junto a Diderot, D’Alambert y Rousseau. Sin embargo, aunque lo deseaba fervientemente, no podía regresar a París, su ciudad natal, de donde lo tenía desterrado el rey Luis XV. Tal era el precio de oponerse, desde la Ilustración, a la religión de Estado, que contaba con el apoyo del poder absoluto del rey.
Voltaire, desde hacía décadas, había estado enfrentando la filosofía a la intolerancia, sobre todo a la intolerancia religiosa. Su compromiso filosófico era inseparable de su combate antirreligioso. Había comentado y explicado la Biblia desde un punto de vista racionalista, lo que tenía indignado a los clérigos. Había exaltado la civilización inglesa, con su respeto ideológico, su desarrollo de las ciencias y el comercio, su confraternización de las distintas creencias religiosas, lo que le había valido la hostilidad de Versailles. Había combatido sin tregua por la libertad de pensamiento en contra de la autoridad despótica de los gobernantes y del poder oscurantista de la Iglesia. Había dado un giro a la reflexión filosófica, sacándola de los libros académicos y llevándola a la calle, convirtiéndola en ariete y en bandera de la militancia combativa por el pensamiento libre, contraponiéndola a los prejuicios y al fanatismo. Todo esto le había costado un precio: el destierro de París.
II
En ese año de 1762 Voltaire fue informado de un asunto judicial que había emocionado al pueblo de Toulouse: Juan Calas, comerciante protestante muy conocido en la ciudad, había sufrido la pena capital acusado de asesinar a su hijo Marco Antonio al saber que éste quería convertirse al catolicismo. Al indagar más detalles, Voltaire supo que el joven era de un humor sombrío y dado a la introspección, aficionado a leer el Hamlet de Shakespeare y las páginas de Séneca sobre el suicidio, que había fracasado en sus estudios y que no quería convertirse en mercader como su padre. También se informó que no había constancia ninguna de que pensara hacerse católico. Una noche, mientras la familia Calas cenaba con un amigo, el joven Marco Antonio se retiró antes de la mesa y luego fue encontrado ahorcado. Todo indicaba suicidio, pero el asunto cayó en manos de un juez fanático. Aunque los testigos describieron la ternura del padre por todos sus hijos, aunque otro hijo ya se había hecho católico por influencia de una criada y tanto el joven como la sirvienta seguían viviendo con la familia Calas en perfecta armonía, estos y otros detalles que hacían absurda la acusación fueron pasados por alto por los jueces del Parlamento de Toulouse, influidos por el griterío creciente de los devotos, y condenaron a Juan Calas a morir en la rueda. El verdugo le rompió los miembros del cuerpo y le hundió el pecho a golpes con una barra de hierro. Luego lo amarró a la rueda para que pereciera tras una larga agonía y, finalmente, quemó su cuerpo públicamente. Durante todos los suplicios, el viejo mercader no perdió la entereza ni dejó de proclamar su inocencia y la de su familia.
El caso impresionó a Voltaire. La destrozada familia, a la cual nadie favorecía, se refugió en Ginebra y el filósofo la invitó a Ferney, escuchando de sus labios el relato de lo acontecido y convenciéndose de su inocencia. El injusto suplicio de Calas demostraba los estragos del fanatismo. A partir de ahí, y durante tres años, la rehabilitación de Calas y la denuncia pública del procedimiento seguido contra él llegó a ser la gran tarea de su vida. Interesó en la causa al duque de Choiseul, al rey de Prusia, a Catalina de Rusia, a cuantos podían utilizar su influencia para lograr la revisión del proceso. Lanzó desde Ferney hasta veinte cartas diarias en todas direcciones, movilizando todas las conciencias ilustradas de Europa. A las cartas privadas añadió las memorias públicas. Finalmente, se logró la revisión del proceso, a pesar de algunos fanáticos que sostenían que valía más ajusticiar a un viejo protestante inocente que exponer a ocho magistrados del Languedoc a tener que declarar que se habían equivocado. El Parlamento de París intervino finalmente y en 1765 la sentencia de Toulouse fue casada. Aquél fue un día de fiesta para París, la gente se agolpó en las plazas públicas y se vitoreó a los jueces. El rey concedió a la desdichada viuda treinta y seis mil libras como reparación por su sufrimiento. Para conmemorar y refrendar este triunfo, Voltaire escribió su Tratado de la tolerancia.
Sobre el resultado del caso Calas, escribió Voltaire:
“Es toda la filosofía la que ha obtenido esta victoria. ¿Cuándo podrá aplastar todas las cabezas de la hidra del fanatismo?”. “He aquí un acontecimiento que, al parecer, permite esperar una tolerancia universal, sin embargo no la obtendremos tan pronto, los hombres no son todavía lo bastante prudentes; ignoran que debemos separar cualquier tipo de religión de cualquier tipo de gobierno, que la religión no debe ser más asunto de Estado que el modo de cocinar (…) Llegará algún día, pero moriré con el dolor de no haber conocido tan feliz tiempo”.
Luego de la solución del caso Calas, todo tipo de denuncias sobre abusos judiciales semejantes comenzaron a llegar a Ferney. Voltaire se interesó en todos ellos y movilizó sus energías en pos de justicia y tolerancia. En algunos —como el caso del ajusticiado caballero de La Barre— nada pudo hacer por la rehabilitación ni el reconocimiento del trato cruel de sus jueces. En otros —como el caso del ajusticiado conde de Lally-Tollendal— tuvo éxito en lograr limpiar su nombre. Sin embargo, el principal objetivo del filósofo fue evitar que se cometieran injusticias, más que el obligar a reconocer que se habían cometido. Así, en varias causas logró evitar la ejecución de los condenados. Este verdadero Patriarca de Ferney se convirtió, entonces, en una especie de última instancia de apelación para los que se sentían atropellados por las instituciones o arbitrariamente silenciados.
III
Voltaire fue siempre un convencido de que se puede ejercer la transformación del mundo por medio de la fuerza de las ideas. Inventó un nuevo tipo de hombre de letras: el intelectual moderno y le impuso la tarea de intervenir en la sociedad. Advirtió también que la fuerza del intelectual para regenerar racionalmente la estructura de la sociedad proviene del público. Cuando la mayoría de los ciudadanos estén convenientemente informados de los crímenes, estos dejarán de cometerse: transparencia social versus oscurantismo fanático. A Voltaire hoy lo llamaríamos un comunicador, pero no fue un hipnotizador de masas, como eran los embaucadores de la religión. No proclamó dogmas, sino que atacó los ya vigentes. Escribió contra los obstáculos a la verdad, confiando en que ésta sabría abrirse paso por sí misma a partir de la razón y la ley natural que todos compartimos.
Según Voltaire, en el reino de las supersticiones y las falsas ciencias, la duda es una muestra de cordura cautelosa. Nuestra aproximación a la verdad es una tarea infinita y es preciso tener sensatez para reconocer que muchas de las preguntas que nos hacemos escaparán siempre a una respuesta que las cancele definitivamente. La razón debe ser atrevida (para desligarse de tutelas y tradiciones acríticamente aceptadas), pero también modesta para acatar sus límites. Precisamente prometer saberes que hablan de lo Absoluto con familiaridad inapelable es el truco predilecto de los hechiceros religiosos o ideológicos. Contra ellos lanzó Voltaire su dardo, claro y conciso. Su objetivo fue hacer a las personas conscientes de su independencia intelectual, de su autonomía de pensamiento. Denunciando la impostura de los farsantes y defendiendo la dignidad de la cordura, sus ideas salieron al paso de devotos, fanáticos y supersticiosos.
Escribió: “Si contásemos los crímenes que el fanatismo ha cometido desde las querellas de Atanasio y Arrio hasta nuestros días, veríamos que esas querellas han servido mejor que los combates para despoblar la tierra: pues en las batallas no se destruye más que a los miembros de la especie masculina, que siempre son más numerosos que los de la femenina, pero en las masacres efectuadas por causa de la religión, se inmola a las mujeres tanto como a los hombres”. “La única arma que existe contra este monstruo (el fanatismo) es la razón. La única manera de impedir a los hombres ser absurdos y malvados es ilustrarles. Para hacer execrable el fanatismo no hay más que pintarlo. Sólo los enemigos del género humano pueden decir: ‘Ilustráis demasiado a los hombres, insistís demasiado en escribir la historia de sus errores’. Pues, ¿cómo pueden corregirse esos errores sino mostrándolos?”.
En 1778, muerto ya Luis XV, Voltaire pudo por fin regresar a París. El anciano filósofo de 84 años llegó el 10 de febrero y fue aclamado como un ídolo por toda la ciudad. Recibió el 30 de marzo el homenaje de la Academia Francesa que le saludó como el más ilustre escritor vivo de Francia. Falleció el 30 de mayo de ese mismo año. El arzobispo de París prohibió que fuese enterrado en un lugar sagrado, amenazando con echar el cadáver en una fosa común. Se le llevó, entonces, fuera de París hasta la abadía de Sellières, donde era abate un sobrino del filósofo, enterrándolo allí. Años más tarde, sus restos fueron trasladados al Panteón de París.
No hay duda de que la tolerancia es un asunto complejo, cuya complejidad puede expresarse con una pregunta aparentemente paradójica: ¿Qué no se debe tolerar para defender la tolerancia? Hagamos una pregunta previa: ¿En qué consistía la tolerancia propugnada por Voltaire y los demás filósofos de la Ilustración? En que los gobiernos no prohibieran ni recomendaran ninguna religión concreta a sus súbditos, incluso que les permitieran no tener ninguna, es decir, alcanzar el logro político consistente en un Estado laico bajo cuya tutela imparcial cada ciudadano buscase la salvación de su alma como mejor le pareciese. Voltaire luchó incansablemente por suprimir la influencia eclesial sobre leyes y autoridades.
En nuestra época, sin embargo y a pesar del desarrollo de la democracia, se han conocido —además de la persistente intrusión de la Iglesia Católica en asuntos políticos y sociales, a los que denomina engañosamente “valóricos”— otras manifestaciones ideológicas o religiosas de esta pretensión de convertirse en referente unánime de sentido de la vida social: el populismo xenófobo, el totalitarismo político (tanto de derecha como de izquierda), el integrismo islámico. Contra fanatismos de esta especie también se impone la lucha por la tolerancia. Voltaire nos enseñó que la tolerancia no es una actitud pasiva, resignada o indiferente ante lo que nos rodea, sino que implica una movilización de nuestras energías, una militancia intelectual combativa, una puesta en ejercicio de la razón, las ideas, los argumentos, las observaciones críticas. Tolerar no significa que tengamos que adoptar el credo o la forma de vida de otras personas que no compartimos, sino sólo el que debemos respetarlos con igualdad de derechos. Tolerar significa que debemos aceptar como algo legítimo la expresión de este credo y esta forma de vida, significa incluso que debemos defender su derecho a expresarse, pero –por el hecho de que se manifiestan públicamente– podemos discutirlos y criticarlos. Y si este credo o esta forma de vida quiere imponerse como un referente absoluto de pensamiento o conducta (como ocurre con los fanatismos religiosos o ideológicos) ser partidario de la tolerancia implica no tolerar esta pretensión y salirle al paso con toda la fuerza de nuestra razón. Porque este credo o esta forma de vida, al tornarse dogmáticos, no pueden reclamar ni respeto ni tolerancia porque atentan contra el espacio mismo —pluralista, laico, democrático— del que nace el respeto y la tolerancia. Voltaire, ese hombre —al decir de André Maurois— maravillosamente vivo que hizo vivir a la humanidad con un ritmo más rápido y fuerte, ha enseñado esto y debe servir de ejemplo para defender y extender las libertades y los logros sociales que consiguió con su constante y valeroso esfuerzo. Mientras perdure en la humanidad la defensa volteriana de la tolerancia y se concrete en acciones en pos de la libertad y la justicia, no podrán vivir impunes ni los fanáticos ni los tiranos.
Rogelio Rodríguez M.
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