Mientras se arrastra la tensa espera aguardando las sanciones que finalmente aplicará el papa Francisco a la cúpula de la Iglesia chilena, determinando cuántos y qué obispos serán expulsados de sus cargos, continúan revelándose desgarradores detalles de abuso de menores por parte de miembros del clero. Día a día surgen nuevos antecedentes de crímenes sexuales ocurridos en los años precedentes, lo que da cuenta, ya sin sombra de duda, que la pederastia es una práctica que se ha asentado como patrón de conducta en la Iglesia, una situación de larga data que compromete a un número indeterminado de clérigos que aún en la actualidad ejercen en parroquias, colegios, hogares de menores o seminarios.
Algo que había sido denunciado y corroborado mucho antes en distintas partes del mundo —los casos más connotados se dieron en EE.UU. e Irlanda con la comprobación de pertinaces abusos en escuelas y orfanatos —, fue tratado por la prensa en Chile, por mucho tiempo, con excesiva discreción, y sólo a partir del año 2010, cuando cinco exmiembros de Acción Católica de la parroquia El Bosque denunciaron por televisión cómo el sacerdote Fernando Karadima había abusado sexual y sicológicamente, durante décadas, de jóvenes del sector socioeconómico más privilegiado de la capital, se inició un lento proceso de esclarecimiento y toma de conciencia por parte de la opinión pública nacional.
El alto costo que principalmente Juan Carlos Cruz, José Murillo y James Hamilton han tenido que pagar para romper el cerco de encubrimiento que levantó la jerarquía de la Iglesia chilena en torno a Karadima, intentando acallar sus denuncias y acusándolos a su vez de falsarios o permisivos de los crímenes sexuales cometidos por el expárroco de El Bosque, tuvo finalmente una compensación inesperada con el radical cambio de actitud del papa Francisco hacia ellos, pidiéndoles perdón y forzando la dimisión de la totalidad de miembros de la Conferencia Episcopal, algo al parecer inédito en la Iglesia moderna, lo que evidencia la convicción del pontífice respecto a la complicidad que urdieron los obispos —todos ellos—, para ocultar las permanentes prácticas de abusos y el silencio obsecuente de los numerosos sacerdotes que residían en la parroquia.
Uno de los hombres más incondicionales de Karadima fue Juan Barros, custodio de mayor confianza del secreto de las perversiones del párroco y de otros miembros de la congregación. Este personaje que aparecía en los medios de comunicación con una eterna sonrisa impuesta, logró engañar al papa pero no a la comunidad de laicos de Osorno, diócesis a la cual Francisco lo designó y que quiso mantener contra viento y marea, pese al rechazo que por más de tres años exteriorizara esa comunidad.
¿Cómo y por qué las máximas autoridades de la Iglesia chilena en los últimos veinte años —Errázuriz, Goic, Ezzati— se atrevieron a ocultar aquellos crímenes de connotación sexual nada menos que a la principal autoridad vaticana? Probablemente nunca sabremos la razón con total certeza, pero cualquier intento de análisis no puede pasar por alto el oculto poder que poseía Karadima, y el carácter simbólico que por largo tiempo ha tenido la iglesia de El Bosque para el sector más pudiente y conservador de Santiago, adherente sin ambages a la visión más dogmática de la doctrina católica.
La observante adhesión a Karadima quedó reflejada con el burdo intento del empresario Eliodoro Matte para interceder informalmente por su amigo en la investigación que llevaba a cabo el Ministerio Público en 2011, o en la inserción a página completa, ese mismo año en el diario El Mercurio, de una declaratoria con el respaldo de una larga lista de conocidos apellidos ligados a las élites política y empresarial del país, pese a que la Congregación para la Doctrina de la Fe lo había declarado ya culpable de “abuso de menores y abuso de autoridad”. Allí, en esa parroquia, años antes, habían orado esas mismas familias pidiendo por el éxito del régimen militar, desoyendo, desdeñando, mofándose de las acusaciones de torturas físicas y sicológicas a las que eran sometidos miles de personas por agentes del Estado, ignorando tal vez que sus propios hijos —los acosos comenzaban entre los doce y quince años de edad— eran víctimas, en el “sanctasanctórum” del lugar, de tortura moral, abusándolos físicamente y menoscabándolos en su dignidad y autoestima.
El historial de la parroquia de El Bosque es bastante turbio y pocos se han atrevido a sacarlo a la luz. Un estudio de CIPER, publicado en 2017, realizado por los periodistas Juan Andrés Guzmán, Gustavo Villarrubia y Mónica González, da cuenta de la estrecha relación que tenía Karadima con la familia de uno de los asesinos del general René Schneider, Comandante en Jefe del Ejército en el periodo en que Salvador Allende obtuvo la primera mayoría en las elecciones presidenciales de 1970. La conspiración de altos mandos de las Fuerzas Armadas, manipulados por el Departamento de Estado estadounidense, y un comando del grupo terrorista de ultraderecha Patria y Libertad, uno de cuyos confabulados era Juan Luis Bulnes, tenía como propósito provocar el alzamiento de los militares para detener el proceso democrático que, según la tradición republicana mantenida hasta entonces, llevaría al Congreso Pleno a proclamar a Allende como Presidente de la República luego de haber obtenido mayoría relativa en las urnas.
Karadima, en medio de la conmoción provocada en Chile y en todo el mundo por el crimen, no trepidó en ocultar a Bulnes, manteniéndolo a resguardo de la policía en la torre de la parroquia. Luego, anónimos colaboradores lo sacaron al extranjero, específicamente a Paraguay, adonde iba a visitarlo periódicamente el mismo Karadima. Bulnes fue condenado a diez años de prisión tras haberse demostrado que fue uno de los autores materiales del magnicidio, descargando en el atentado su arma completa sobre el general. Sin embargo jamás fue recluido, volviendo al país después del golpe cívicomilitar, siendo posteriormente beneficiado por la Ley de Amnistía. Esta “ley” no fue sino un artilugio del régimen para impedir que el único poder del Estado que mantenía visos de funcionamiento independiente—el Judicial—, pudiera someter a juicio a los autores de las violaciones a los derechos humanos ocurridos durante el periodo en que el país se mantuvo bajo Estado de Sitio (1973 a 1978).
Muchos implicados en el golpe militar también formaban parte de la feligresía de El Bosque. María Olivia Mönckeberg, premio nacional de periodismo, en su libro Karadima, El señor de los infiernos, revela que, según informes de la DINA ventilados durante el proceso contra el párroco pederasta, conocidos personeros de la dictadura acudían habitualmente allí a los oficios religiosos, siendo el más conspicuo Jaime Guzmán. Sin ir más lejos, el defensor eclesiástico de Fernando Karadima fue Juan Pablo Bulnes, hermano del homicida de Schneider, Juan Luis.
También para los católicos del sector social más privilegiado de Santiago, la existencia de la Parroquia de El Bosque constituía un remanso espiritual. Hartos de escuchar las prédicas de sacerdotes de otras parroquias que sermoneaban acerca de los derechos humanos y fustigaban las persecuciones de los organismos de seguridad y el desaparecimiento de personas, allí, en el reino de Karadima, se podían entregar a la devoción sin sentirse culpables por su odio a “los comunistas”, al contrario, sintiéndose agradecidos de “los militares” y de la preservación del orden elitario.
Si bien la manipulación de sectores no democráticos de derecha sobre las FF.AA. fracasaron en 1970 en su intento de quebrar el proceso constitucional, la idea se mantuvo latente, reintentándose en 1973 con el “Tanquetazo” del teniente coronel Roberto Souper, —en lo que bien pudo ser un simulacro—, y luego con el golpe militar definitivo encabezado por Augusto Pinochet.
Volviendo entonces a la pregunta del porqué los obispos chilenos osaron desinformar al Vaticano respecto a las prácticas delictuales y al ambiente de secreto y temor que intrigó Karadima, la respuesta podría encontrarse en dos causales principales:
Una pudo ser la ponderación del impacto mediático que significaría el reconocimiento de estos actos delictuales, perpetrados por más de 50 años, como se ha dicho sobre niños y jóvenes del sector más privilegiado de la población chilena. La imagen de santidad que tejió Karadima sobre su persona, le otorgaba un prestigio y apoyo social que lo hacían prácticamente inmune a lo que se pudiera decir de él, por ejemplo por parte del personal de servicio de la parroquia, testigo privilegiado del clima de relajamiento y permisividad en las manifestaciones afectivas que reinaba entre los clérigos. De esa manera, el reconocimiento de la pederastia institucionalizada en El Bosque que pudiera haber hecho público la Iglesia, a lo menos veinte años atrás, habría tenido dimensiones de escándalo internacional —lo cual igualmente ocurrió, aunque con una derivada, como fue que el propio Francisco tuviera que reconocer el abuso de los curas chilenos—, sobre el cual la jerarquía difícilmente habría podido explicar por qué no actuó a tiempo. Estos hechos, según la mirada clasista de los obispos, no eran comparables a los que podían tratarse como “simples excesos” sobre niños de sectores modestos o campesinos, vejaciones que esporádicamente saltan en las noticias y que hasta ese momento no provocaban una reacción masiva de la opinión pública.
La otra causal pudo residir en lo que ya esbozamos respecto al siniestro poder de Karadima, a lo menos hasta el 2010, fecha en que la Congregación para la Doctrina de la Fe del Vaticano lo condenara por abusos sexuales y por formar “súbditos sicológicos”. Los estrechos contactos que mantuvo desde los años 60 con grupos de ultraderecha, y luego del golpe militar con agentes secretos del régimen, pudo haberlo pertrechado de información clasificada, por ejemplo respecto a las oscuras maniobras del nuncio apostólico Angelo Sodano para desmantelar en los años 90 la Iglesia del fallecido cardenal Raúl Silva Henríquez, cuya jerarquía era mayoritariamente progresista, y que mantenía todavía un merecido prestigio por su defensa de los derechos humanos durante los años de dictadura.
Sodano, hombre poderosísimo en el Vaticano, con enorme capacidad para sacar y poner obispos, en connivencia con el sector más conservador del obispado —y muy probablemente con Pinochet y Karadima, con los que mantuvo siempre una amistosa relación—, logró dar un giro a la orientación de la Iglesia chilena, que hasta entonces privilegiaba la dimensión social de la fe. A partir de ese momento la Iglesia abandonó su “vocación preferencial por los pobres”, aproximándose cada vez más al poder y al dinero. Nombres como Orozimbo Fuenzalida, Antonio Moreno y Jorge Medina fueron las nuevas cabezas doctrinales que imprimieron el sello conservador con que el catolicismo chileno entró al siglo XXI.
Muchos secretos de este proceso manejaba Karadima, que lo hacían casi inexpugnable frente al poder de la nueva jerarquía, los Errázuriz, los Ezzati, los González Errázuriz, los Silva Retamales, lo que podría explicar el silencio cómplice en que estos se mantuvieron, y que sólo pudo ser quebrantado por la valentía y entereza de los cuatro jóvenes profesionales que se atrevieron a testimoniar públicamente de la forma como habían sido abusados, y de los profundos efectos emocionales que aquello les provocó en su vida adulta.
Sin embargo tampoco se puede desestimar que la posición corporativa asumida por los miembros de la Conferencia Episcopal para encubrir las desviaciones de Karadima, tengan relación con las estremecedoras narraciones que han empezado a hacer públicas algunas víctimas de abusos, exseminaristas y excuras, acaecidos desde los años 80 hacia adelante, que involucran a obispos en los mismos delitos por los que fue condenado el párroco de El Bosque. La seguridad que han otorgado los enviados del papa, Charles Scicluna y Jordi Bertomeu, de escuchar a quienes han callado por décadas las humillaciones por atentados sexuales perpetrados por superiores eclesiásticos, podría abrir una suerte de “caja de pandora” que, además de sus consecuencias institucionales, dejaría al descubierto la hipocresía que encierra la constante y obsesiva preocupación de la jerarquía chilena por someter a la sociedad a normas de comportamiento sexual conforme a los cánones de la Iglesia.
La crisis moral que dejó al descubierto el caso Barros
Más allá de la consideración respecto a si el papa en su reconocimiento de “haberse equivocado” frente a las motivaciones de la comunidad de Osorno por expulsar a Barros de la diócesis, actuó más como pastor o como jefe político de la Iglesia, más preocupado por lo tanto en defender el maltrecho prestigio de la institución que en hacer justicia, lo interesante es que este cambio de conducta marca una radical diferencia respecto a los obstinados silencios y encubrimientos de sus antecesores ante similares escándalos en otras partes del mundo y, por supuesto, de los propios obispos chilenos. Esto alentó a que aumentaran las denuncias por parte de sacerdotes, exseminaristas y exalumnos de colegios religiosos de todo el país, demostrando que se trata de una práctica extendida y metódica que, probablemente por decenios, viene dañando síquica, física y moralmente a víctimas indefensas del poder religioso.
Los hechos demuestran que en varios países la Iglesia optó por propiciar un clima de impunidad frente a estos delitos, asumiendo una tolerancia cómplice a través de una laxa aplicación de su propia ley canónica. Numerosas instrucciones de la Congregación de la Doctrina de la Fe en los años pasados, advertían a los obispos respecto al secreto con que se debían tratar las denuncias de abusos sexuales. Conforme a estas indicaciones, con escasas excepciones, los obispos en todo el mundo se han mostrado reacios a traspasar a la autoridad civil las denuncias por abusos que involucran a sacerdotes, por los llamados padres espirituales o por seglares y educadores de establecimiento pertenecientes a la Iglesia. El sigilo impuesto al interior de las comunidades, principalmente en sectores modestos en que los padres entregan confiadamente a sus hijos al poder espiritual de la Iglesia, y la coerción mantenida sobre las víctimas en su condición de fieles, explican que, desde hace mucho tiempo, en forma tácita se haya naturalizado el abuso generándose relaciones verticales de sumisión y complicidad.
Lo más inmoral de estos atentados lo constituyen el amedrentamiento, el abuso de conciencia y de poder, y la permanente invocación a la figura divina para inhibir el pudor y el sentido de autodignidad de la víctima. Habitualmente los pederastas utilizan la manipulación para doblegar la resistencia natural a la agresión sexual, asignándole luego la culpabilidad a la víctima por la “provocación” a la que habrían sido sometidos. Este recurso infame era el mismo que utilizaban los religiosos ante la inquisición, eximiéndose de culpa por haber fornicado con una mujer a la que luego culpaban de haberlos seducido mediante “brujería”.
Tratándose de niños, su conciencia comienza a aceptar las orientaciones del abusador, en primer lugar la imposición de silencio, siendo persuadidos de no contar a nadie lo vivido bajo la amenaza de ser delatados ante los padres o ante la comunidad, o derechamente con “el castigo que les propinará Dios”. Las denuncias en el caso Karadima dan cuenta de que éste trataba públicamente, en tertulias en que participaban varios jóvenes de la parroquia, los «pecados» que antes habían sido confiados en secreto de confesión a algunos de los curas de la congregación.
Existe por lo tanto una enorme hipocresía en las expresiones de dolor y sorpresa de los obispos cuando estos hechos saltan al conocimiento público, porque las traumáticas experiencias vividas por miles de niños y adolescentes en todo el mundo, son perfectamente conocidas en cada diócesis a través del sinnúmero de denuncias que intentan hacer llegar las víctimas, que por lo general terminan archivadas y sin respuesta. Normalmente la cadena de encubrimiento se engarza desde el o los pederastas hasta la más alta autoridad eclesiástica.
El Código de Derecho Canónico no reconoce la figura de abuso sexual, sino que lo trata como un pecado contra el sexto mandamiento. Lo anterior es corroborado en los testimonios de sacerdotes víctimas que han debido declarar en un juicio canónico, donde la pederastia es considerada como un síndrome de agresiones sexuales individuales, siendo un pecado factible de expiar por confesión, y no de crímenes de carácter sistémico que deba juzgar la justicia civil, que revelan al mismo tiempo graves perturbaciones mentales que deberían ser tratadas en centros especializados.
¿Cómo debería juzgar la sociedad civil el “castigo” al pederasta consistente en un mero cambio de residencia pastoral, exponiendo a una nueva comunidad a las mismas abominables prácticas por las que antes fue sancionado? Estudios sicológicos en EE.UU. y Europa arrojan como resultado que, entre un 15 y un 20 por ciento de los niños abusados quedan con secuelas para el resto de sus vidas en caso de no recibir terapia oportuna, y que uno de cada tres niños abusados se transforman posteriormente en abusadores.
La Iglesia católica empieza a hundirse en el mismo pantano oscurantista en el que, por siglos, ha querido mantener el control de las conciencias humanas. Para perpetuar los mitos de su doctrina, ya en la posmodernidad, sigue intentado trabar o postergar indefinidamente una revisión amplia de los preceptos con los que hasta ahora ha avasallado la vida íntima de los seres humanos, en particular sobre sus derechos sexuales y reproductivos, desconociendo con contumacia el derecho a la libertad de conciencia inherente a cada individuo. En lo referido a la sexualidad, un componente tan fundamental en las relaciones humanas, prefiere mantener el desconocimiento en las y los jóvenes que aspiran a la vida religiosa, sin abordar programas de educación sexual con naturalidad y objetividad científica, renunciando a un aggiornamento que favorecería incorporar su participación en el diálogo al interior de la sociedad civil con una visión moderna, y no en base a una moral proveniente de dogmas anquilosados.
Si a lo anterior se agrega el gran tabú del celibato impuesto a quienes deciden formar parte del clero, y la probabilidad no menor en los jóvenes de ser víctimas, en algún momento, de abuso sexual por alguien mayor revestido de poder, se llega a la conclusión de que el problema de la Iglesia no es de orden casuístico sino de carácter institucional, cuyo origen se encuentra en una visión patriarcal y misógina que atribuye a la sexualidad vicios de “impureza” y trasgresión.
El peso de dos milenios de influencia del cristianismo en la sociedad occidental, configurando una asociación maliciosa entre la sexualidad y el pecado, negando la libertad de cada persona para elegir su propia sexualidad —cuando esta no compromete la voluntad de terceros—, ha estigmatizado el derecho a la búsqueda del placer sexual, cargando de culpas expresiones innatas como el erotismo, los deseos, las fantasías, las conductas y las relaciones interpersonales. Las iglesias católica y evangélicas sólo reconocen el derecho a la sexualidad con fines procreativos y dentro del matrimonio.
Pero también estas iglesias se arrogan el monopolio de “la salvación”, disputándose de esa manera a los creyentes que sienten que deben “ser limpiados” después de algo tan natural como es ejercer la sexualidad: (“Y los limpiaré de toda su maldad con que pecaron contra mí; y perdonaré todos sus pecados con que contra mí pecaron, y con que contra mí se rebelaron”. Jeremías 33:8).
La presencia del orden religioso en el procedimiento penal
Un dato alarmante en el caso chileno es que, en la actualidad, tan solo la mitad de los religiosos que han recibido condena canónica están siendo investigados por la Fiscalía Nacional. Este hecho demuestra dos cosas: que las víctimas prefieren denunciar el abuso ante la propia jerarquía, en desmedro de la justicia penal; y que existen barreras para la justicia del Estado en la investigación de crímenes que se amparan en el sigilo de confesión, en razón de un orden legitimado por la religión, pero que desde el punto de vista de la laicidad no halla justificación para su existencia en el código procesal.
En efecto, el artículo 20 de la Ley Nº 19.638 (ley de Cultos del año 2000), que otorga un régimen jurídico especial a las entidades religiosas con preexistencia histórica en Chile — la Iglesia Católica, apostólica y romana y la Iglesia Ortodoxa, tributaria del Patriarcado de Antioquia— reconoce a la primera su derecho al sigilo sacramental. Con esto, se intenta homologar al secreto profesional, poniéndolo en una situación similar a la del abogado o del médico, quedando con esto liberado de declarar sobre hechos de terceros. Para el ciudadano corriente, sin embargo, esta prerrogativa carece de sentido cuando se constituye en una vía de protección de delitos frente a la ley, eximiendo como ocurre actualmente a los clérigos de denunciar un crimen perpetrado contra niños que se mantiene flagrante, si se les hubiere confiado durante la confesión. También el Código de Procedimiento Civil establece privilegios para los religiosos católicos:
“No serán obligados a declarar: 1°. Los eclesiásticos, abogados, escribanos, procuradores, médicos y matronas, sobre hechos que se les hayan comunicado confidencialmente con ocasión de su estado, profesión u oficio” (Art. 360).
“Podrán declarar en el domicilio que fijen dentro del territorio jurisdiccional del tribunal: 1°. El Presidente de la República, los Ministros de Estado, los Senadores y Diputados, los Subsecretarios; …; los Oficiales Generales en servicio activo o en retiro, los Oficiales Superiores; el Arzobispo y los Obispos, los Vicarios Generales, los Provisores, los Vicarios y Provicarios Capitulares; y los Párrocos, dentro del territorio de la Parroquia a su cargo 3°. Los religiosos, inclusos los novicios;” (Art. 361).
Lo anterior constituye sin duda un desincentivo para las víctimas al no poder encarar en un tribunal al agresor. Para este psicológicamente es más fácil negar cualquier hecho a través de un oficio, que hacerlo frente al juez y a quienes hayan podido ser testigos de los abusos.
Entonces la pregunta que cabe en un Estado moderno es: ¿Se puede permitir que el sigilo sacramental ampare delitos que se cometen flagrantemente, especialmente contra seres indefensos como son los niños?
Varios países en los cuales los abusos han llegado a conmocionar la sociedad, empiezan a discutir la pertinencia de esta norma. Poco a poco empiezan a ponerse en cuestionamiento concesiones que los Estados mantienen hasta el presente, provenientes de antiguas fundamentaciones teológicas y doctrinales, particularmente de aquellas iglesias que históricamente han tenido mayor presencia en cada lugar, creciendo una corriente a favor de reformas en los códigos que obliguen a la denuncia del acto delictivo, y del hechor, cuando se tenga conocimiento de ello a través de una confesión sacramental. Es importante destacar que canónicamente la violación del sigilo sacramental es considerado como “el más grave de los delitos”, cuyo enjuiciamiento debe ser conocido directamente por la Congregación para Doctrina de la Fe, y que habitualmente se paga con excomunión, a diferencia del abuso sexual contra niños, que no tiene esa pena.
El mayor compromiso para intentar frenar este flagelo lo ha asumido Australia, que en el año 2012, su entonces Primera Ministra Julia Gillard, instauró una llamada Comisión Real, un ente autónomo compuesto por siete personas, presidido por el juez Peter McClellan, que en más de 8 mil sesiones entrevistó a miles de víctimas de abuso sexual, recibiendo además millares de denuncias telefónicas, por carta y por correo electrónico. Sin que nadie pusiera obstáculos por el costo involucrado (unos 500 millones de dólares), el trabajo de la Comisión sacó a la luz hechos escalofriantes de abusos cometidos desde los años 60 en adelante, la mayoría de ellos perpetrados por clérigos y religiosas, u ocurridas en dependencias administradas por alguna iglesia, apareciendo la Católica mayoritariamente responsable, con más del 60% de los casos denunciados, seguida por la Anglicana con el 15% y el Ejército de Salvación, con algo más del 7%. El documento entregado por la Comisión califica lo sucedido como “tragedia nacional”, reconociendo que probablemente nunca se llegará a establecer el número definitivo de abusados, asignando responsabilidades también al sistema judicial por la desidia en tratar estos casos, a la policía y a las agencias de protección de niños.
Lo interesante son las recomendaciones que entregó la Comisión, varias de las cuales suponen una reforma en la legislación vigente en ese país, sin que se adviertan sesgos contemplativos de orden religioso ni de otro tipo. Entre otras sugiere la instauración de un nuevo delito penal consistente en no informar oportunamente la ocurrencia de abuso sexual en un ámbito institucional. Solicita directamente a la Conferencia Episcopal australiana que recurra al Vaticano para que el secreto de confesión deje de impedir la denuncia en casos de pederastia, y que el celibato deje de ser obligatorio. Respecto a las demás iglesias, recomienda que los ministros de cualquier denominación estén siempre obligados a reportar la información sobre los casos de abusos sexuales de menores.
Se hace difícil pensar en la instauración de una comisión como la Royal Commission australiana en nuestro país. La sola mención de un intento de replicar esa experiencia levantaría una ola gigantesca de rechazos y acusaciones de pretender menoscabar la posición institucional de la Iglesia católica y la presencia social que mantiene desde antes incluso de la Independencia. Si alguna vez nos decidimos a dar significado real a lo que suponemos que existe en nuestra Constitución, la separación del Estado de las diversas iglesias, habrá que considerar que, más allá de su respetabilidad, son sólo las creencias personales las que sostienen el imperativo de las normas confesionales, a contrario sensu del derecho civil que encuentra su fundamento en la objetividad, prescindiendo de las creencias de los individuos y desarrollando sus normas a partir de principios constatables y valores de justicia universal.
De manera que el secreto religioso vuelve a revelar el conflicto ético que surge en la convivencia de dos esferas pertenecientes a distintos ámbitos: el Estado, cuyo fin es el de resguardar el bienestar de todos los ciudadanos, y las Iglesias, en su misión de proporcionar una vía de salvación trascendente a quienes adhieran a ellas.
La pregunta que las distintas iglesias son reticentes en contestar, atendiendo la pluralidad filosófica y religiosa de la sociedad actual, es: ¿Qué comportamiento es lo que mejor humaniza, aquel que responde a principios laicos orientados a establecer una esfera pública no regida por credos ni pretensiones comunitaristas, donde todos los seres humanos, sin consideración a su opción espiritual, puedan encontrarse y reconocerse; o la “evangelización de la política”, que tiende a confundir el “poder espiritual” con el “poder temporal”, buscando imponer normas de conducta moral a creyentes y no creyentes por igual, la mayoría de las veces imbuidas de prejuicios propios de épocas históricas muy antiguas? ¿No ha quedado suficientemente esclarecido que la postergación y discriminación histórica contra la mujer no es sino un reflejo de la era patriarcal transmitida hasta el presente por las religiones abrahámicas? De igual modo, el sigilo confesional hunde sus raíces en la teología escolástica (siglos XII y XIII), y se fundamenta en la garantía de reserva que se proporciona al pecador arrepentido en reciprocidad a su obligación de reconocer a la Iglesia como “único camino” para borrar la ofensa inferida a Dios.
En un país como Chile, que ha consagrado constitucionalmente el derecho a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, la Iglesia debería enseñar a diferenciar a sus fieles lo que es propio de su religión —y que obliga en su calidad de creyentes—, de lo que les incumbe como ciudadanos, de acuerdo a la legislación civil.
La incorporación del secreto de confesión al Código de Procedimiento Penal del año 2000, llevándolo a la misma categoría de secreto profesional con que se protege a médicos, abogados y periodistas, no es sino la continuidad del trato que el legislador otorgara al secreto religioso en el Código del año 1906, periodo de plena vigencia del régimen de unión entre Iglesia y Estado, previo a la Constitución de 1925. De manera que habiendo conciencia de la intolerable extensión de crímenes sexuales perpetrados al interior de las Iglesias, y con el imperativo de todo Estado de derecho de prevenir el daño a terceros independientemente de la investidura del potencial agresor, nuestro país debería iniciar una pronta discusión para derogar el secreto de confesión cuando se trate de casos de pederastia.
Este imperativo ético-político debería comenzar a alzarse como un importante hito en la lucha para que el Estado —y sus Poderes republicanos— puedan actuar con total independencia de cualquier credo religioso. Entonces, las probabilidades de abusos contra niños bajarán ostensiblemente, al menos en el ámbito de las Iglesias.
Gonzalo Herrera
*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.