Viendo las imágenes de tanta desmesura inaugurada ayer por el cardenal Rouco Varela, de tan disparatada sobreactuación por la visita del farsante de Roma, de tanto derroche, de tan impúdica exhibición de riqueza y poder, de tanta manipulación, me acordé de una nota a pie de página del libro “El Imperio Romano”, de Isaac Asimov, como si Roma, en verdad, no pudiera escapar jamás a la maldición de que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Decía Asimov, refiriéndose a los años de lenta agonía del imperio: “Parece ser una regla casi invariable que, a medida que el poder real decae, los símbolos del poder se multiplican e intensifican, en compensación”.
En la lenta agonía de la religión católica, de iglesias desiertas, tan solo refugio en penumbra de ancianos aterrorizados por la inminente llegada de la muerte, de seminarios vacíos que ni siquiera son atractivos ya para la antaño legión de pederastas que afinaban allí sus armas para la posterior caza de sus presas infantiles indefensas, de una espiritualidad cada vez más descaradamente terrenal, enemiga del progreso y de la ciencia, culpable de la muerte por Sida de millones de fieles a los que se les impide la utilización del preservativo, cómplice de los crímenes de sus sacerdotes pederastas, religión que basa su fuerza, como ETA, como los nazis, como toda dictadura, en el terror, en este caso el terror que infunde la amenaza de una condena al fuego eterno, con el agravante de tortura… en esa lenta agonía, como en la antigua Roma, el ego del emperador de un país de zarzuela, sumo pontífice, vicediós, antiguo nazi, exjefe del brazo terrorista de la Iglesia, el heredero de la Inquisición, “multiplica los símbolos de su poder” para poner en pie la ilusión óptica de un vigor juvenil perdido, de que la iglesia de ancianos que preside es un lugar de esperanza para la juventud.
El antiguo nazi, quizá agobiado por una nostalgia senil de cuando paseaba marcialmente su uniforme de las Juventudes Hitlerianas, de botas y correaje militar, y saludaba brazo en alto, a la romana, a cuanta cruz gamada se le pusiese por delante, no quiere morirse sin antes experimentar la sublime sensación de ese viaje místico que debe de ser el baño de masas, al mejor estilo de los dictadores a los que la Iglesia ha servido tan obsequiosamente a lo largo de la historia.
Cuanto más decadente es el emperador, más gigantesca es la fiesta. Nuestro generalito, de voz afeminada asombrosamente parecida a la de Ratzinger, en las mismas puertas de la muerte reunió a cientos de miles de adoradores, embelesados, brazo en alto, a la romana, en la Plaza de Oriente. Su religión agonizaba, pero él ejercía todavía de sumo sacerdote de un régimen terrorista.
Ratzinger sabe que la fábrica de hacer fieles a través de las escuelas católicas está bien engrasada por gobiernos serviles y temerosos de su poder. Sabe que sus comandos terroristas están incardinados en todos los estamentos del Estado, en la política, en las finanzas, en la judicatura, que son quienes sostienen el tinglado de su farsa. Sabe que sus iglesias están vacías, que parecen geriátricos tristes, pero tiene cogido por los mismísimos hasta al candidato Rubalcaba, que dice estar dispuesto a recibirle con el respeto que se merece, aunque yo no alcance a comprender qué respeto se merece el jefe de una religión de terror.
Lo de menos es que alimentar el ego del farsante de Roma nos vaya a costar 50 millones de euros. Lo más triste es comprobar la permanencia y vigor del poder de manipulación de las fuerzas del mal sobre los jóvenes. ¡Mira que cuesta apartarles de las drogas! Con su poder alucinógeno, les han hecho adorar a un ser inexistente, y tienen por líder a un embaucador sediento de poder y dinero. Mal comienzo para el siglo XXI.