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Cuando la Universitat de Barcelona pedía pureza de sangre

Los expedientes del excepcional y orillado archivo de la UB permiten reescribir los capítulos más infames de la historia local
Los estudiantes de cirugía tenían que acreditar que no había entre sus antepasados «ni judíos, ni musulmanes ni miembros de otras sectas»

Esta historia comienza con una visita sin brújula al archivo documental de la Universitat de Barcelona (es decir, sin rumbo claro, a curiosear) y termina con un hallazgo estupendo, gentileza de la jefa del departamento, Pepa Sánchez, nada menos que una copia original de un certificado de pureza de sangre, que se exigía a los antiguos alumnos para poder formalizar la matrícula, es decir, un texto que avalara ante las autoridades docentes que ni eran judíos ni musulmanes y que tampoco lo eran sus antepasados. El injustamente poco conocido Archivo Histórico de la Universitat de Barcelona (UB) es un yacimiento documental tan rico en joyas como las minas de los enanitos de Blancanieves. Los certificados de pureza de sangre son solo un minúsculo ejemplo de todo aquello que allí se atesora. O sea, que esto es solo un primer capítulo. Pero, ¡qué capítulo!

Por cuestiones de comodidad, quedan descartados de antemano para su análisis los casos en que la mitad de la documentación del alumno viene redactada en latín. A veces era el cura de la parroquia el que certificaba la cristiandad absoluta del solictante y, ya puestos, escribía la carta como si fuera una misa, en latín. No es lo que sucede con el caso de Manuel Anglada i Berné, «mancebo cirujano» de Salardú, que aporta 16 páginas de documentación fechadas el 4 de agosto de 1781, y en las que el juez real de la Vall d’Aran, Antonio Burguerol, confirma, realizadas las comprobaciones pertinentes, que los padres y abuelos del aspirante “fueron y son cristianos viejos limpios de sangre y sin la menor mancha ni borrón en lo de su cristiandad, observantes de los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, gente honrada de buena fama, vida y costumbres, sin que que hayan sido penitenciados por el Santísimo Tribunal de la Inquisición”. El documento prosigue con algunos testimonios recogidos entre los vecinos, que certifican, según el juez real, que tanto los abuelos paternos como los maternos de Manuel Anglada “son cristianos viejos limpios de toda mala raza de judíos, moros y otras sectas”.

El documento extraído de la carpeta de este estudiante (cada carpeta, cada expediente, a su manera, es un mundo, y hay unos 210.000) requiere una contextualización.

Un oficio gremial

El siglo XVIII comenzó en Catalunya en 1714, igual que el siglo XX se considera que dio comienzo en 1914, con la primera guerra mundial. Tras la estela del Decreto de Nueva Planta se cerraron todas las sedes universitarias catalanas y se reubicó la actividad académica en la lealmente borbónica Cervera. Parte del archivo actual de la UB es, de hecho, el de Cervera, pues lo hereda cuando se refunda la universidad en la capital, en 1837. Pero entre esas fechas, se crea en Barcelona el Real Colegio de Cirugía, una disciplina que entonces no se consideraba estrictamente parte de la medicina, tal y como explica el director del Museu d’Història de la Medicina de Catalunya, Alfons Zarzoso. La práctica quirúrgica era más bien un oficio gremial desde la edad media. Los médicos, en cierto modo, diagnosticaban y recetaban, pero (perdón por la expresión) manipulaban enfermos lo mínimo y necesario, lo cual era todo un contratiempo desde la perspectiva de las necesidades del Gobierno.

Aquí entra en escena, por lo tanto, otro documento que localizan Pepa Sánchez y su equipo en ese dédalo de carpetas que es el archivo. Otra joya. Es la orden por la que Carlos III crea los estudios para formar cirujanos, tan necesarios en caso de guerra. En el siglo III antes de Cristo, Hipócrates sostenía que la guerra es la escuela de los cirujanos, pero el hijo de Felipe V prefería, hombre cauto él, ir sobre seguro, así que puso en marcha, por mediación de Pere Virgili, los estudios de esta disciplina, primero en Cádiz, y después en Barcelona.

Fue en las ordenanzas de creación de este real colegio en que se especificaron las condiciones para ser admitido en el centro. Algunas eran las obvias, como el pago de 20 reales de vellón para poder examinarse de las distintas materias. Otras eran las que, desde la perspectiva actual, avergüenzan: “Al tiempo de presentar el secretario del colegio las certificaciones de los referidos estudios prelimianres, deberá el pretendiente acompañar con ellas una información de pureza de sangre, tomada con intervención del síndico del pueblo, donde se reciba su fe de bautismo, la de sus padres y abuelos paternos y maternos, y otra fe de vita et moribus firmada por el cura párroco y regidores del pueblo”.

Cuándo dejó de exigirse el certificado de pureza de sangre para cursar estudios de cirugía no está claro. Durante el primero tercio del siglo XIX, esa carrera se unificó con la de medicina, pero Zarzoso da por hecho que la exigencia se mantuviera durante mucho más tiempo.

Los expedientes

Todo este relato, en cualquier caso, viene bien para subrayar el incalculable valor científico del archivo de la Universitat de Barcelona, un yacimiento a medio explorar, falto de medios, como todos fondos documentales de la ciudad, que atiende al año a apenas 800 usuarios, en su mayor parte, profesores, investigadores y estudiantes de la propia universidad. También desfilan por sus oficinas descendiente de antiguos alumnos, porque se conservan los expedientes de cada estudiante, incluso con material anexo imprevisto, como copias de las partidas de nacimiento, que en determinados casos pueden permitir completar árboles genealógicos si es que las fuentes originales se han perdido en alguna de las clásicas bullangas de la ciudad.

“Mi autor favorito es el cadáver humano”, decía, provocador, Antoni Gimbernat (Cambrils, 1734 – Madrid, 1816). Y no mentía. Gimbernat, en cuyo honor y en el de su hijo Carles hay incluso una minúscula calle en Barcelona, fue uno de los primeros y más notables profesores del Anfiteatro de Anatomía de la ciudad, el aula en la que se diseccionaban los cuerpos tras la creación del Real Colegio de Cirujanos de Barcelona. Está en el Raval. Es una maravilla. La visita menos público del que en realidad se merece. Es la versión 3D y palpable de la ‘Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp’ de Rembrandt, pero sin doctor Tulp. Su supervivencia como monumento viene al caso porque es una herencia directa de aquellos años del XVIII en que Carlos III quiso darle empuje a los estudios de cirugía en España.

Tal vez la débil popularidad de este auditorio se deba a que no le envuelve el aura de morbo que tuvo esta práctica en el mundo anglosajón, donde la materia prima, es decir, los cadáveres, era escasa, así que floreció la tremenda industria de los resurreccionistas, ladrones de cuerpos en pos de la ciencia. En Catalunya, explica Alfons Zarzoso, director del Museu d’Història de la Medicina, este contratiempo se subsanó de un modo más elegante. Las disecciones se realizaban con los fallecidos no reclamados del anexo Hospital de la Santa Creu de la calle del Carme.

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